Jueves, 25 de abril de 2024

Religión en Libertad

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II Domingo de Navidad

por Al partir el pan

Efesios 15 3-6. 15-18; Juan 1, 1-18

«Allí nació su hijo y lo envolvió en pañales y lo acostó en el pesebre, porque no había alojamiento para ellos en la posada»

«Quiero una mirada pura para pensar siempre bien de los que caminan conmigo. Para confiar en que Dios es capaz de hacer milagros con mi barro humilde. Yo le creo. Y lo miro asombrado»

Me gusta la Navidad. Me gusta detenerme ante el Belén y tocar la estrella. Arrodillarme con las manos vacías y mirar a Jesús. Sin nada que ofrecer, tranquilo. Escuchar y mirar a María y a José. Admirarme ante esa armonía milagrosa que yo no conozco, sólo sueño y anhelo. Me gusta quedarme un rato contemplando los pastores sin decir nada. Cada uno con sus agobios y miedos, cada uno con sus alegrías y su historia. Los imagino allí, delante de Jesús, sin saber qué decir. Los veo sorprendidos, maravillados, era verdad lo que decía el Ángel. Me gusta esa sorpresa ante lo inesperado, ante la sorpresa. Me gusta esa ingenuidad de los regalos que llevan al Rey de reyes. Comida, mantas, animales. Me gustan esas manos vacías que quieren abrazar al Niño con ternura. Me fascinan esos pastores que dejan sin protección el rebaño para obedecer las locuras de Dios y emprender un camino nuevo carente de sentido. Lo dejan todo para ir a adorar a un niño recién nacido. Hombres curtidos en la noche, en el frío junto a sus rebaños. No serían esos pastores con cara sonriente que colocamos en nuestros belenes. Serían hombres duros, hombres poco acostumbrados a adorar, a rendir pleitesía a nadie. Me alegra su prontitud para ponerse en camino. Yo muchas veces en la vida no quiero dejar de hacer lo útil para ir a algún sitio a adorar, haciendo así algo aparentemente inútil. Me cuesta perder el tiempo y dejar de lado lo que tenía previsto, mi plan, mi rutina. Por eso tal vez me gusta tanto esa mirada pura de los pastores que creen, que se fían y se ponen en camino. Me gusta su mirada inocente y noble. Me falta esa forma de mirar la vida. Justo estos días hemos celebrado la fiesta de los santos inocentes. Esa fiesta siempre me habla de la inocencia de los niños que creen. Esos niños que perdieron la vida antes de poder dar testimonio de palabra de Jesús. No hablaban y ya murieron por Él, en su lugar. Me impresiona la ingenuidad y la inocencia de los niños. Esa forma de ver las cosas que yo he perdido con el paso de los años. A veces, al envejecer, nos volvemos duros y dejamos de ser como los niños. Me gustaría volver a mirar con inocencia mi vida y la de los hombres. Mirar sorprendido, admirado. Una persona rezaba: «Dame la mirada de los niños que se arrodillan ante esa cueva en Belén. Quiero mirarte conmovido en ese niño envuelto en pañales. Me recuerda que no soy nada. Ojalá tenga la humildad para aceptar mi suerte cuando sea mayor yo y otros me cuiden y tenga que dejarme hacer, dejarme vestir, dejarme limpiar. Volver a ser como un niño. Pero yo quiero hacer mi camino, Jesús, siempre quiero salirme con la mía. Lo que yo quiero, lo que deseo, mis planes. Me da miedo no ser capaz de enfrentar el fracaso, perder mis fuerzas, depender de otros. Dame tu mirada. Quiero confiar». Hago mía esa oración confiada. A veces se me ensucia el alma en seguida y mi mirada no es trasparente. Veo lo que nadie ve, lo oculto, tal vez lo que no existe debajo de la piel. Imagino lo que no hay y pongo en el corazón que miro sentimientos que no tiene. Y juzgo y condeno. Y pierdo sin darme cuenta esa mirada inocente de los niños. Ojalá la tuviera al menos en Navidad. Me gustaría mirar con esos ojos el Belén. Sin preguntarme dónde surge el río de plata que atraviesa el monte. Sin cuestionarme por el tamaño desigual de las figuras. Sin ponerme a preguntar por qué son tres reyes y por qué son de razas diferentes. Una mirada pura que simplemente cree y se sorprende. Así sería la de esos pastores ya curtidos por la vida. No eran niños por su edad, pero me gusta pensar que conservaban su inocencia. ¡Cómo si no iban a dejar el rebaño para correr a adorar a un niño envuelto en pañales! Tenían la mirada inocente y pura y creyeron. Me gustaría tener esa fe, esa pureza, para volver a emocionarme en la espera de los reyes y volver a temblar pensando que los he visto entrar en mi cuarto cargados de regalos. Me gusta esa ingenuidad que no se cree que los reyes sean los padres. Esa ingenuidad que prefiere pensar que hay reyes magos que conocen mi alma y me colman de regalos una vez al año. Sin yo merecerlos. Simplemente con gratuidad. Le pido a Jesús una mirada pura como la suya. Para asombrarme y sonreír en esta noche santa. Una mirada pura para pensar bien de los que comparten conmigo el camino. Y creer y confiar en que Dios es capaz de hacer milagros con mi barro humilde. Ese milagro lo creo, porque es lo que hace con mi vida. Tiene misericordia y se arrodilla ante mí. Me sostiene por los brazos y me dice que yo valgo más que todo el oro del mundo. Y yo le creo. Y lo miro asombrado.

Me alegra mirar el Belén en silencio. Mirar a José arrobado al ver a su niño recién nacido. Me gusta ese gesto tierno y firme ante ese niño. José cuidaría de María todo el camino. Tal vez se agobiaría al llegar el momento de dar a luz. Sufriría al pensar que no iban a tener una posada digna. Y luego trataría con todo su afán de hacer digno el lugar que encontraron. Y al final temblaría lleno de miedo al acariciar a ese niño Dios en sus manos pobres. Y guardaría silencio. Me alegra pensar en el amor de María esa noche al tocar a su hijo recién nacido. Ese amor de madre tan humano. Ese amor de madre tan de Dios. Su amor me hace creer que el amor humano puede parecerse en algo al de Dios. Si una madre ama tanto a su hijo, ¡cuánto nos amará Dios! Su amor inmenso. Ese amor de María hacia Jesús. Ese amor de José hacia María. Ese amor callado de Madre que hoy me entrega a mí. En esta noche, en esta Navidad. Para que no me olvide. Para que sepa que ha soñado conmigo, y me lleva en sus entrañas. Pienso que me gustaría ser siempre ese niño en manos de María. Dejarme cuidar por Ella, acariciar su ternura. Quiero dejar que su amor toque mi vida. En silencio, callado. ¡Cuánto me cuesta dejarme amar por Dios y por los demás! Siempre me emociona el silencio en la vida de Jesús. El Dios todopoderoso se hace niño que no sabe hablar. Pienso en el silencio de la espera de José y María camino a Belén. Jesús escondido en el seno de María. Pienso en ese establo de Belén, ¡cuántos silencios entre José y María! La mirada de José a su mujer. El silencio de María porque está desbordada de ternura. Jesús no sabe hablar. Recibe abrazos. No puede expresarse. ¡Cuántas veces María y José lo mirarían en silencio como yo ahora! Lo tomarían en brazos. Son momentos guardados en su intimidad. En el cielo los veremos. El silencio impresionante de la vida oculta en Nazaret. Dios está en la tierra y nadie lo sabe durante años. Está escondido, viviendo en su familia. Callado. Su alma se hizo honda, profunda, en silencio, en el desierto, en una carpintería con José. Para después brotar y calmar nuestra sed. Años más tarde fue el silencio de Jesús en la pasión el que me conmueve. No decía nada. No se defendía. Sus hechos lo avalaban. En silencio, se dejó clavar, azotar, coronar de espinas. Callaba. Calló en la cruz como calló en el pesebre. Me gusta el  silencio de Jesús. No se queja en Belén, no se queja en la cruz, se deja hacer. Decía Javier Melloni: «El silencio no es la ausencia de palabras sino la ausencia de ego». Yo creo que a veces me sobra ego. Jesús se dejó amar en silencio en sus primeras horas. Jesús amó en silencio en sus últimas horas. Durante su vida, la montaña, el lago, el desierto, fueron para él lugares de silencio, de volver a su centro, a su Padre. Me gusta detenerme hoy ante el Belén y hacer silencio para que me hable Dios, para estar con Él. Mirar el Belén sin decir nada. Detener mis pasos y perder mi tiempo que creo que es valioso para mirarlo en el pesebre, para estar sencillamente ante Él, pequeño, callado. ¿Cómo no tembló la tierra entera cuando nació Dios? ¿Cómo no gritó rompiendo el silencio? Pocos supieron. Fue de noche, en un lugar perdido. Así llega Dios tantas veces a mi vida. Silenciosamente. Sin grandes voces. Escondido en mi pobreza. En lo más sagrado de mi vida. S. Juan de la cruz habla de esa unión con Dios en la soledad sonora, en la música callada. En Belén, Dios habló para siempre al hombre. Habló a través del llanto de un niño pequeño, y de un hombre y una mujer que lo cuidaban asombrados, agradecidos. Quiero pasarme muchas horas contemplando el Belén. Mirando. Sin hablar. Sin decir nada. Como María y José. Como los pastores. Mirar a ese Dios Niño que toca mi vida.

Me gusta la paz de Belén en esa noche santa. Parece extraño. Belén no es precisamente un lugar de paz. Belén es una ciudad fortificada. Una ciudad de violencia. Y precisamente Dios viene a nacer ahí. Me sorprende. Algo me querrá decir. Jesús trae la paz al lugar de la guerra. Trae el amor allí donde reina el odio. Mi corazón tampoco tiene paz. Me impresiona la paz de Jesús al nacer. Me gusta la vida detenida ante un Belén. Mi vida llena de prisas y ruidos no tiene tantas veces paz. Está llena de voces y agobios. Cuando fracaso, cuando toco la muerte y la enfermedad, me turbo, pierdo la paz. Justo el otro día leía de esa paz milagrosa que sólo nos da Dios: «No creo que haya un milagro más grande que la paz ante la muerte. Para mí esa es la perla preciosa que vale más que todo lo que tengo»[1]. Una paz verdadera que llega en Navidad. Me impresiona esa paz que no es fruto de circunstancias favorables. Es un don. Un milagro. «¿Sabes? Dejé de querer entender, si no, me habría vuelto loca. Y estoy mejor. Ahora estoy en paz y asumo lo que viene, Él sabe lo que hace. Hasta ahora no me ha decepcionado. Ya lo entenderé. Cada día viene con su propia gracia. Sólo tengo que dejarle espacio»[2]. Esa paz no se improvisa. Es fruto de una vida honda, profunda, que tiene bien puestas sus bases. Una vida construida sobre roca, no sobre arena. Esa paz ante los planes de Dios de la que habla Santa Teresa: «Si queréis, dadme oración, si no, dadme sequedad, si abundancia y devoción, y si no esterilidad. Soberana Majestad, sólo hallo paz aquí: ¿qué mandáis hacer de mí? Dadme, pues, sabiduría, o por amor, ignorancia; dadme años de abundancia, o de hambre y carestía, dad tiniebla o claro día, revolvedme aquí o allí: ¿qué mandáis hacer de mí?». Esa paz o santa indiferencia ante lo que Dios tenga para mí. No es tan sencillo vivir expuesto, confiado, abandonado. Es una gracia que pido ante Jesús en el Belén. Porque me turbo y enfado cuando no me salen los planes y no todo me resulta bien. Quiero tener esa paz ante la vida.

Hoy vengo ante Jesús en Belén con mi vida desordenada. Mi vida pobre. No sé bien qué haría si dejara un día de sorprenderme ante un Belén. Me parece el mayor milagro que Dios puede hacerme. Quiero maravillarme ante esos reyes de Oriente que vienen sorprendidos. Ante esos pastores a los que Dios llama y les pide que no teman. Pero ellos temen. ¡Cómo no hacerlo! Yo también temo. Y sólo me calmo cuando miro al niño en el Belén. Así todo parece más calmado. En la vida hay personas, conozco algunas, ante las cuales es como estar delante de un Belén. Dan paz, tienen luz y vida, su mirada es canto, es un villancico entonado con voz muy queda. Me gustaría tener yo ese don sagrado de ser Belén, tierra sagrada para otros. Donde otros encuentren paz. Me gustaría albergar en mi alma a Jesús, a María, a José y poder entregarlos al que se acerque a mí. Me gustaría vestirme de establo pobre. A veces damos la impresión de ser indestructibles, inaccesibles, imbatibles. ¡Qué duro es no mostrar fisuras! Es muy duro para el que sí tiene fisuras. Y es que la vida siempre tiene fisuras. Es lo normal. Estamos hechos de barro seco y a veces la vida con su dolor y desamor rompe el barro que parecía tan firme y fuerte. Es curioso, tantas veces pintamos encima de las fisuras para que nadie pueda verlas. Por eso me gustan los belenes imperfectos. Con la casa del establo medio rota asentada sobre el corcho que simula la roca. Me gustan los belenes con alguna oveja coja, con algún pastor sin brazo. No importan las imperfecciones, son las heridas que va dejando la vida. Yo también tengo las mismas heridas. Un brazo roto, o una pierna cortada. Asumo que mis fisuras me asemejan al Belén de mi casa. Un Belén pobre e imperfecto, roto y descascarillado. Un Belén con el río algo deteriorado. No me da miedo ser imperfecto. Decía el P. Kentenich: «La debilidad conocida y reconocida del hijo se convierte en la omnipotencia del hijo y en la impotencia del Padre»[3]. Creo que la debilidad es parte de la vida. Jesús sigue sonriendo cuando me ve tan roto. Así lo hizo la primera vez ante hombres hoscos y duros que vinieron a adorarlo. Así lo hace hoy ante mí que vengo también herido, que soy hosco y me cuesta amar como Él me ama. Y no sé arrodillarme bien, porque me cuesta hacerlo. Porque la humillación me resulta difícil y me puede el orgullo. Pero tiemblo de emoción al ver la cueva. Me alegra esa mirada de María, y su sonrisa. Y callo ante la vida que pasa ante mis ojos. Por delante de un Belén que me habla de la vida

Me gustan los belenes imperfectos. Pero muchas veces me atrae el brillo de la perfección. El orgullo me juega una mala pasada. Me gustaría mirar con misericordia mi debilidad. Mis heridas y mi cuerpo roto. Besar mi vida. Me gustaría ser más misericordioso con los heridos del camino. El Papa Francisco les decía a los sacerdotes: «El sacerdote, por una parte, ha de subir al atalaya de la contemplación para entrar en el corazón de Dios y, por otra parte, ha de abajarse continuamente en el servicio, y lavar, curar y vendar las heridas de sus hermanos. Tantas heridas morales y espirituales, que los tienen postrados fuera del camino de la vida. Pidamos al Señor que nos dé unas espaldas como las suyas, fuertes para cargar en ellas a los que no tienen esperanza, a los que parecen estar perdidos, a aquellos que nadie dedica ni siquiera una mirada y, por favor, que nos libre del ‘escalafonismo’ en nuestra vida sacerdotal». Me gustaron sus palabras. Una espalda fuerte para cargar con los heridos del camino. Con los imperfectos. El cargador herido. El sanador herido. Que no busca cargos. Que sólo sirve. El que no busca ascender sino abajarse. El que no quiere distanciarse sino acercarse. Es duro querer jubilarnos, dejar de trabajar tanto, para que no nos exija la vida con sus preocupaciones, para que el ejemplo de Jesús no quiera arrastrarme fuera de mi zona de confort. Estoy bien y no quiero que me molesten. Estoy bien en mi vida imperfecta como para tolerar otras vidas imperfectas. Tal vez por eso me gustan más los belenes heridos, rotos, incompletos. Allí cualquiera puede entrar. No va a manchar nada, no va a romper nada. No es una casa perfecta en la que hay que cuidarlo todo. No. La casa de Jesús es una casa rota. Allí pueden entrar los heridos con sus heridas, los que sufren con sus sufrimientos. El sufrimiento nos acerca a Dios. El sufrimiento propio, el que vemos en nuestros hermanos, nos hace buscar con pasión a Dios. Leía hace poco que el cura de Ars «era un hombre de luz. Él sufría en su alma y daba luz, mucha luz». Es curioso. Tal vez tenga algo que ver el sufrimiento con la luz. A lo mejor el sufrimiento es como el aceite que arde para dar más luz. No lo sé. El cura de Ars era un hombre débil, un hombre herido como yo. Un hombre enfermo. Y daba luz. Me gustan los belenes rotos llenos de luz. Una bombilla pequeña, o simplemente la luz del sol que entra por la ventana. La luz que surge de lo profundo del alma. Hoy escuchamos: «En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz». Yo también me siento llamado a ser testigo de la luz. Doy luz con mi vida cuando me dejo iluminar por la luz de Dios. Pero cuando dejo que las sombras se impongan ya no sé hacia dónde van mis pasos. Me gusta la luz que borra las tinieblas, acaba con la tristeza, hace brillar la alegría. Me gustan esas personas que dan luz con su presencia, con sus palabras, con sus silencios, con sus gestos sencillos llenos de amor. Me gusta más la luz que la oscuridad, la vida que la muerte. Me gusta la luz en el Belén que muestra un nuevo camino, el del amor. Decía Einstein: «El Amor es Luz, dado que ilumina a quien lo da y lo recibe». Quisiera aprender a amar de forma diferente. Que mi amor iluminara. En verdad, cuando amo de verdad, doy luz. Cuando amo de forma egoísta, siembro oscuridad. El amor que enaltece, que eleva, que saca lo mejor de los otros. Ese amor da luz, es luz en medio de la oscuridad. Me gustaría sacar con mi amor lo mejor de las personas a las que amo. Cuando no las amo, puedo llegar a sacar lo peor, puedo ahondar en sus heridas y sacar lo peor que hay en su corazón. Su rencor, su desprecio, su odio. Jesús vino como luz en las tinieblas.

A veces la oscuridad no quiere saber nada de la luz. No quiere la exposición de la luz donde se ve la verdad del corazón. Me pasa a mí cuando guardo, oculto, callo. Y me lleno de oscuridad y no dejo que la luz irrumpa y lo llene todo de vida. Me niego a que el Espíritu gobierne mi vida. Me aferro a mi pecado, a mi orgullo. Y no dejo que me ilumine esa luz del Espíritu Santo que quiere llenarme con su fuego. La luz de ese fuego interior que hace nuevas todas las cosas. En mí, en los que se dejan tocar por Él. Quiero que Dios venza en mí todas las resistencias que le pongo. A veces me quedo en las formas y no creo en la luz que trae Jesús sin pedirme nada. Me regala todo en su gratuidad y yo sigo ofreciendo mis méritos, mis logros, mis esfuerzos, como moneda de cambio. Queriéndome así ganar su amor. Él sólo me pide mi pobreza para poder iluminar mi oscuridad. Mi noche para llenarla de día. Mi pozo vacío para llenarlo con su agua. Mis manos rotas para sostenerlas en las suyas. Si conociera el don de Dios, todo sería distinto. Me gustaría aprender a contemplar a Jesús en mi vida y alabarle por su generosidad conmigo. Me gustaría vivir siempre en su luz y seguir en su claridad el camino que me muestra. Pero no puedo por mí mismo. Solo no sé hacerlo. El otro día leía: «Esta contemplación no la puede alcanzar el hombre por sus propias fuerzas, por lo que requiere, de alguna manera, la ayuda del mismo Dios: la gracia, en forma de iluminación especial que le permitirá al alma adquirir la capacidad para alcanzar la visión de Dios. Porque hay algo más que lo que se ve: está lo visible, pero también lo invisible. Y la espiritualidad consiste en aprender a ver lo que no vemos; buscar otra forma de sentir y comprender. Para encender la luz de vivir»[4]. Si pienso que ya lo sé todo me estanco, me cierro a Dios que siempre es novedad, siempre es renovación. No lo sé todo. Estoy aprendiendo cada día. Si me aferro a lo que ya sé, pierdo la vida, me seco, me lleno de sombras y me dejo llevar por la corriente. Vivir en la luz de Belén es vivir en la presencia del Espíritu. Quiero iluminar mi Belén con la luz de Dios. Iluminar el camino de mi vida con su amor. Aunque sé que a veces en mi vida tendré que vivir oscuridades y cruces. Necesito pasar por la noche para llegar al día. En la oscuridad de todo atardecer está en germen la luz de un nuevo amanecer. Siempre estamos en camino hacia esa segunda conversión del corazón que deseamos. Navidad es pedirle a Jesús que me convierta de nuevo. Que haga que todo mi corazón sea suyo y para siempre. Decía el P. Kentenich: «La segunda conversión es el giro desde la imperfección hacia la totalidad de la entrega de toda la personalidad a Dios, a sus planes, a sus deseos, a su voluntad. Para ello puede ser que Dios trate de desasirnos de nosotros mismos y, en consecuencia, tenga que introducirnos en la oscuridad del alma, en la oscuridad del entendimiento»[5]. Dios puede permitir la oscuridad en el camino para liberarnos de lo que nos ata y hacernos más suyos. Una oscuridad puente hacia la luz. Podremos entonces vivir la oscuridad de la cruz. El dolor del abandono, de la soledad. Pero confiamos. Porque Dios está detrás sosteniéndonos con su amor.

Dios a veces permanece en silencio: «La palabra estaba junto a Dios». ¡Cuántas veces hemos vivido cada uno en nuestra vida el silencio de Dios! En nuestra historia Dios guarda silencio. Su corazón late con el nuestro. Mira con sus ojos nuestra vida. Nos espera. Pero es verdad que tantas veces no oímos su voz. No entendemos sus palabras. Me gusta estar en silencio con algunas personas especiales. Personas que quiero y que me quieren, y con las que no hay que decir nada. Sólo estar. Mirar. Es la mayor complicidad. Descansar juntos. Mirar el mar sin decir nada. Compartir el cansancio de un día, callados. A veces alguien muy querido está triste y yo no sé qué decir, porque soy torpe, pero estoy ahí. Cerca. Callado. El abrazo mejor es sin palabras. La alegría desbordante también a veces nos deja callados porque no hay ninguna palara que exprese lo que sentimos. La ternura es callada a veces. Contemplar a alguien que queremos sin decir nada. Da paz hacerlo y te une a esa persona con lazos invisibles. Pienso en el silencio de Dios. ¡Cuántas veces lo he sentido! Lo conozco muy bien. Creo que a veces ha coincidido con momentos de mucho ruido, de ir de un lado al otro, de mucha dispersión. No le dejo hablar. No le dejo espacio. Y de repente, me paro, ¿por qué no me hablas, Señor? Pero es que no le he dejado. No le he dejado que me acompañe en el camino y directamente le pido la solución. ¡Qué paciencia tiene! Después de una pregunta huyo a otra parte, sin esperar respuesta, sin esperar siquiera el eco en Dios de mi pregunta. Otras veces el silencio de Dios es ese que dura mucho, ante una encrucijada de la vida. No sabemos qué hacer. No sabemos qué opción es la que Dios quiere. Siempre recuerdo esa pregunta, tan humana, que S. Felipe Neri le hace a Jesús en un momento en la película «Prefiero el paraíso». Delante del crucifijo pregunta: «Señor, ¿qué quieres de mí?». Me conmovió verlo mirando la cruz. Escuchando el silencio de Dios. Siempre había pensado irse de misionero, pero no salía, no se abrían puertas, y los niños más pobres lo necesitaban. Quizás Dios le pedía otra cosa. «¿Qué quieres de mí, Señor? Habla más alto». Ese momento de encrucijada en que Dios calla es uno de los momentos más importantes de nuestra vida. Escuchamos nuestro corazón. Y tanteamos a Dios que parece que no habla pero está a mi lado en silencio, abrazándome, confiando, sin forzar. Respetando mi tiempo, mi momento de libertad, mi búsqueda que me hace más compresivo, frágil, vulnerable. Le agradezco a Dios su silencio sonoro de alguna época de mi vida cuando me equivoqué porque no lo sabía todo. Cuando llegó su palabra después del silencio, mi alma estaba abierta. Agradecí esa luz. Pienso que el silencio de Dios es sonoro. Porque suena en el silencio y en la oscuridad. No es vacío. Es espera. Son pasos en la oscuridad. Es caminar a su lado. Él siempre a mi lado. Hay otros silencios en los que preguntamos porque no comprendemos. El porqué del dolor. El porqué de mi cruz y de la de los que amo. Esa pregunta tan humana que brota de la incomprensión. Es Dios el que en silencio, con un silencio sagrado, está a mi lado sosteniéndome en el dolor, sufriendo conmigo. Calmando mi corazón, abriéndolo para que el dolor no lo hago duro. Diciéndome que me quiere más que nunca. Y me manda ángeles humanos que me confortan. O me hace ángel para otros. Muchos silencios de Dios, es verdad, son silencios míos. Cuando me distancio. No le hablo. No cuento con Él. Cierro esa vía personal de diálogo con Dios. Dios suele usar siempre el mismo camino para llegar a mí y hablarme al corazón. A través de la música, o de la belleza, o de alguien que quiero, o de las lecturas, del dolor, de las alegrías, de la misericordia que siento ante el que sufre. De la soledad, de la diversión. Cada uno tiene su lenguaje con Dios. Y a veces callo yo. Dios me habla, y yo no estoy con Él. He cerrado ese pasadizo secreto entre los dos. ¿Lo conozco? ¿Sé cuál es esa llave?

La palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Dios entre nosotros. Navidad es un Dios que habla en nosotros. Se acabó el silencio, pasó la noche. La palabra que Dios pronunció sobre el hombre en ese primer adviento resuena hoy: «Estoy contigo, dentro de ti, vengo a caminar contigo, a acampar junto a ti, te quiero con locura». Dios rompió el silencio preguntando a María, pidiendo permiso, tocando la puerta de María con infinito respeto. Por una sola palabra, por un sí, Dios acampó entre nosotros. Y la palabra se hizo carne para siempre. Es decir, se hizo como yo. Humano, vulnerable. Con mi miedo y mis sueños, mis incertidumbres y mis preguntas. Mis luces y mis pérdidas, mis fracasos y mis conquistas. Mis nostalgias, mis tristezas, mis alegrías, mis renuncias, mis decisiones, mi vocación. Me encanta la palabra «carne» que habla de una verdad honda. No es «como si fuera hombre». Jesús no vino a decirnos cosas elevado sobre la realidad pasando intocable por la vida. Vino a acampar. A quedarse. A vivir a fondo el ser hombre. A tocar mi vida. A pisar con sus pies mi tierra, hollando mi mismo camino. Gastó sus manos curando, amando, consolando, abrazando. Lloró lágrimas de alegría y de tristeza, de angustia y de emoción. Como yo. Se rió con la vida más humana, con la alegría de compartir con sus amigos el camino. Navegó con ellos, era hombre. Y su carne le dolió en la cruz, ante el pecado, ante la enfermedad. Miro a Jesús. Se despojó de todo. Pobre, pequeño, vulnerable, necesitado. Siendo Dios lo dejó todo. ¡Qué grande es su pequeñez! Yo no conozco a Dios. Tengo mi idea de Él. De su forma de premiarme y castigarme, de sus normas. Pienso que se decepciona por mis fracasos. Y es que no lo he visto. No lo he conocido. Porque si miro de verdad a Jesús. Si me dejo asombrar por ese misterio de que Dios se hizo hombre y me alegro ante un Dios que se fija en mí. Un Dios que no mide mis éxitos, sólo me ama y quiere que descanse en Él. Entonces, de eso estoy seguro, ya nunca más voy a estar solo.

Esta semana ha acabado el año y ha comenzado un nuevo año. El corazón se calma y agradece. Le doy gracias a Dios por todo lo vivido. Hoy pensaba en las palabras que han definido mi año. ¿Podría hacer una lista de estas palabras sagradas? Serían muchas. Es mi oración del año. ¿Cómo me ha hablado Dios en este año que ha terminado? ¿En qué momentos me ha hablado? ¿Cuáles son las palabras que Dios pronuncia y que hacen vibrar mi alma? Y en mi relación conyugal, de amigos, en mi comunidad, con Dios, ¿qué palabras uso con las personas a las que quiero? Hoy se las quiero decir a Jesús en el pesebre. Le agradezco por su voz en mi vida. Me gusta pasar por el umbral del corazón de María al comenzar el año. Es sentir su abrazo y su bendición porque quiere que mi año esté marcado por su presencia. Me gusta entrar en el corazón de María y escuchar la bendición de Dios: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz». Me gustan esas palabras y saber que Dios ilumina su rostro sobre mí y me muestra el camino y me da su paz. Una persona rezaba: «Acabo el año, miro hacia atrás. Jesús, te doy gracias. Sueño con el cielo en la tierra. Sueño con la plenitud que no poseo. Me encuentro tan lejos. Si supiera amar como Tú amas. Si lograra hacer una mínima parte de lo que anhelo. Temo conformarme con lo logrado. Temo estancarme y no aspirar a las cumbres. Me da miedo permanecer pasivo en mi comodidad. Dame vida, Jesús. Quieres nacer en mí de nuevo. Eso me da esperanza». Comienza un año nuevo lleno de propósitos. Acaba un año lleno de logros y fracasos. El atardecer de un año. El amanecer de un nuevo año. Todo escrito en los meses que acaban. Todo por escribir en las páginas en blanco con el que comenzamos a caminar. ¿Cuáles son las primeras palabras que escribo? Se me llena el alma de buenos deseos. Tal vez nos pasa a todos que creemos que sí, que esta vez vamos a ir más rápido, vamos a lograr todos nuestros sueños, vamos a esforzarnos por alcanzar lo que anhelamos. Puede ser. El corazón desea siempre más, no se conforma. Eso me alegra. Me gustaría tener un corazón siempre atento, siempre dispuesto a luchar, a correr, a navegar. Pongo sobre el altar mis buenos propósitos y deseos. Todo un año para tocar la misericordia en mi vida, para entregar misericordia, para vivir la gratuidad del amor de Dios. Es un don al comenzar este nuevo año. El corazón se alegra como los niños ante lo nuevo que se me regala. Pienso en cómo quiero plasmar este año que comienza. Mis sueños, mis anhelos, ¿cuáles son? ¿Dónde puedo dar más, entregar más, ser más fiel?

 



[1] Simone Troisi y Cristian Paccini, Nacemos para no morir nunca, 153

[2] Simone Troisi y Cristian Paccini, Nacemos para no morir nunca, 122

[3] J. Kentenich, carta a su familia de Schoenstatt, 13 diciembre 1965

[4] Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa

[5] J. Kentenich, Madison Terziat, 1952

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