Martes, 16 de abril de 2024

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El pecado como entropía

por Alejandro Campoy

Podemos intepretar los juegos analógicos como pasatiempo, como un ejercicio mental en momentos de ocio sin más valor que el de un simple crucigrama; de esta forma, las reflexiones a vuelapluma no se convierten en certezas subjetivas, al quedar prevenido de antemano el sujeto ante ellas por la negación a las mismas de cualquier valor epistémico, al menos hasta que no hayan sido objetivadas, o como se dice ahora, intersubjetivadas. Se trata, por lo tanto, de simples juegos mentales, no de certezas.

Y así podemos imaginar al hombre individual como un sistema, como un sistema emergente al modo de los que hoy nos describen las ciencias naturales. El emergentismo como paradigma es un hallazgo relativamente reciente, si bien su base fundamental es vieja como la humanidad: lo que define al sistema no es su estructura, la yuxtaposición de las partes, sino el modo en que éstas se relacionan entre sí. Y esa relación es concebida, además, como dinámica, de tal forma que unas partes interactúan sobre otras provocando modificaciones en el conjunto del sistema.

Simultáneamente, sabemos que el segundo principio de la termodinámica nos dice que todo sistema tiende al caos, lo que se conoce como el crecimiento de la entropía o tendencia a un equilibrio térmico. Si establecemos una primera analogía entre el hombre individual concebido como sistema y la segunda ley de la termodinámica, podemos concluir en que todo hombre individual tiende también al caos.

Esto puede verificarse sin ningún inconveniente en el plano orgánico, pues basta con observar el proceso de envejecimiento para constatar la tendencia de la materia al desorden final: cada uno de los órganos y partes constitutivas del sistema “individuo humano” se va degradando progresivamente de tal suerte que al final desaparecen como partes diferenciadas para venir a confundirse en un simple polvo o ceniza: el crecimiento de la entropía o grado de desorden del sistema queda consumado.

Pero aún podemos ir más allá, y podemos imaginar que el sistema “individuo humano” concebido como “ser autoconsciente” y generador de un “yo” tiende también al caos. Esto supone adoptar de entrada la postura fisicalista extrema, la que identifica por completo todos los procesos mentales con interacciones neuronales, postura defendida entre muchos por filósofos como Paul Feyerabend o biólogos como Francis Crick. Y esta postura implica de entrada la negación de la existencia de la voluntad y de la libertad. Ambas cosas son consideradas como ficciones peligrosas que llevan al sujeto al autoengaño.

Según esta posición, también esa construcción mental a la que llamamos “yo” experimenta un progresivo crecimiento de la entropía, fuerza que el sujeto experimenta como una tendencia irreprimible hacia el caos, hacia un despliegue vital dominado por las pulsiones de la instintividad animal orientadas casi exclusivamente a la supervivencia del individuo y de la especie: nutrición y procreación; la manifestación de estas pulsiones dependerá entonces de la ocasión y no de la decisión.

Naturalmente, esto implica también la negación de la racionalidad, de la justicia, de la ética y la moral, del derecho, la política y la economía, entre otras muchas construcciones mentales. Tales construcciones se aparecen como opuestas al normal desarrollo de la segunda ley de la termodinámica en el sujeto humano: tienden a crear orden, a establecer reglas, a imponer disciplina a las leyes de la física. Existe un debate entre Paul Ricoeur y Jean Pierre Changeux paradigmático de esta dicotomía.

El último paso consiste en identificar esa ley física, ineludible e irreprimible, con el pecado: el individuo humano no peca, eso que se ha llamado pecado no es más que su condición natural, que tiende hacia el caos por exigencias de las leyes de la naturaleza; así, desde el pecado original hasta la última manifestación de una conducta “irregular” del último hombre no hay más que exigencias de las leyes físicas. Hay que insistir en que esta postura niega por completo la existencia de voluntad y libertad, conceptos considerados como ficciones neuronales. Y desde este punto de vista explican sin ningún problema cualquier tendencia hacia el tipo de pulsiones que sean, desde el aguijón de la carne de San Pablo hasta la concupiscencia de Lutero y su ulterior justificación: sólo es entropía.

Lo curioso es que desde esta postura salta también por los aires toda la racionalidad de la Ilustración y sus secuelas, la noción de progreso, y de rebote, toda la filosofía desde los primeros escritos hasta hoy: sólo son interacciones y sinapsis neuronales. Por otra parte, la guerra, la violencia, el odio, el terror y el crimen quedan legitimados como simples manifestaciones, más aún, exigencias de la irreprimible tendencia al caos del individuo humano y sus formas de agrupación. Hay pocas cosas tan grotescas hoy como ver a algunas personas, de las que Gonzalo Puente Ojeda es la más destacada, defendiendo al mismo tiempo el fisicalismo y la racionalidad de la Ilustración.

No cabe duda de que la mayor amenaza teórica que hoy se cierne sobre la humanidad procede de la neurobiología, contando además con que este biologicismo tiene un negro precedente en nuestra historia reciente: las teorías evolucionistas darwinianas dieron pie al llamado “darwinismo social”, verdadero motivo de inspiración del nazismo alemán y de los campos de exterminio. Y este agujero negro de nuestra historia puede quedar al nivel de una simple anécdota al lado de lo que las actuales teorías fisicalistas pueden llegar a provocar.

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