Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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II Domingo de Adviento

por Al partir el pan

           Baruc 5,1-9; Filipenses 1,4-6.8-11; Lucas 3,1-6.

«Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado»

«El corazón misericordioso sufre con el que sufre, llora con el que llora. Grita con la voz del que grita. Se abaja, como Jesús en Belén. No mira desde lejos. Entra en la vida del hombre»

El otro día pude ver una película de dibujos: «Del revés». En ella se habla de las emociones y del control que tienen sobre nuestra vida. La alegría, la tristeza, la ira, el asco, el miedo. Emociones que nos hacen reaccionar de diferentes maneras ante la vida. La alegría es esa emoción del alma que nos hace sonreír y mirar la vida con optimismo. Pensando en positivo. La alegría construye pilares importantes de nuestra personalidad. Sobre ella se asienta nuestra experiencia de familia, de amistad, de éxito. Con la alegría construimos la solidez del alma. Pero hay otras emociones que también influyen en nuestro ánimo. A veces nos gustaría que la alegría fuera la que determinara siempre nuestra forma de actuar. La que marcara los ritmos y nos permitiera superar todas las contrariedades de la vida, todos los contratiempos. Pero no es tan sencillo. Nos bloqueamos en el dolor cuando perdemos el rumbo, cuando no controlamos la situación, cuando nos sentimos tristes. En esos momentos otras emociones se hacen dueñas del timón de nuestra vida. El miedo no nos deja emprender ciertas aventuras porque no quiere que lo perdamos todo. La ira saca la rabia del corazón cuando nos enfrentamos con algo doloroso o difícil y necesitamos expresar la frustración. El asco nos hace despreciar ciertos caminos por encontrarlos poco apetecibles o a ciertas personas por no congeniar con ellas. Y la tristeza puede llevarnos a mirar la vida con ojos demasiado depresivos. Tal vez hay más emociones. No pretende la película hacer un examen sicológico del ser humano en profundidad. Simplemente muestra de forma sencilla algunas notas interesantes. La tristeza, que nos parece que todo lo enturbia y afea, es muy importante en nuestra vida. La tristeza nos ayuda a conectar con el que sufre, con el que necesita ánimo en medio de su dolor. Dice Khalil Gibran: «Podemos olvidar fácilmente a aquellos con los que nos hemos reído, pero nunca podremos olvidar a aquellos con los que hemos llorado». Aquel que lo ve todo negro no necesita mi alegría, mi mirada demasiado positiva. Se aleja de mi ánimo victorioso. Porque se encuentra demasiado lejos y lo ve todo mal. Puede que le duela mi perfección, mi sensación de vivir tranquilo. El que más sufre necesita que lo comprenda, que sufra y llore con él, a su lado, en silencio. No precisa que le diga que no pasa nada, que todo está bien, que el tiempo pasa rápido, que Dios nos sana siempre en la enfermedad, que el tiempo lo cura todo, que los milagros ocurren. Esas frases tan conocidas no convencen a nadie, no apagan la pena, no acaban con el dolor que nos desgarra por dentro. El que sufre no quiere mi mirada satisfecha y tranquila. No quiere una palmada en la espalda ni una sonrisa que pretenda sacar su sonrisa. Al contrario, quiere que el que está cerca y le quiere llore con él. Sin poner trapos calientes, sin simular que todo pasará rápido. Quiere que me detenga y sufra a su lado. Que me calle, que no diga nada, que no recurra a respuestas fáciles. Que no quiera tranquilizar su ánimo con frases hechas, recurriendo a lugares comunes. Quiere que me calle y permanezca a su lado, o le deje solo el tiempo necesario. Tal vez prefiere que me ponga triste con él, que no sonría. Me gusta pensar en esa tristeza que sabe sacar del fondo de las lágrimas una sonrisa y encuentra en la mirada triste una chispa de esperanza. Me gusta esa tristeza que es realista, que se sobrepone a los momentos más difíciles y sabe soñar con lugares bellos. La tristeza no es mala, salvo cuando cierra todas las puertas a la esperanza y apaga todos los rayos de luz que pretenden despertar la vida. Dios me pide que acoja la tristeza del que sufre. El Papa Francisco nos dice a los sacerdotes: «Para nosotros sacerdotes las historias de nuestra gente no son un noticiero: nosotros conocemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo que les está pasando en su corazón; y el nuestro, al compadecernos (al padecer con ellos), se nos va deshilachando, se nos parte en mil pedacitos, y es conmovido y hasta parecer comido por la gente: ‘Tomen, coman’. Esa es la palabra que musita constantemente el sacerdote de Jesús cuando va atendiendo a su pueblo fiel. Y así nuestra vida sacerdotal se va entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios. Y siempre cansa». Es la mirada de la misericordia. El corazón misericordioso sufre con el que sufre, llora con el que llora. Se lamenta y grita con la voz del que grita. Se abaja, como Jesús en Belén. No mira desde lejos, no habla desde la cumbre. Entra en la vida del hombre. Se hace como él. Es lo que Dios hace cuando nace para sufrir a nuestro lado. Con el corazón roto. Ese corazón abierto en la cruz, roto por amor. Esas lágrimas derramadas por nuestro dolor. ¿Cómo lo hago yo con el que sufre? ¿Cómo me acerco al que está sumido en su tristeza y no logra llenar el vacío de su valle?

Son muchas las emociones de mi ánimo. Son tantas que a veces me pierdo en un mar revuelto de emociones. Me gustaría controlarlas todas, pero no las puedo controlar. Dicen que los pensamientos son antes que mis emociones. Los pensamientos que me dejan oír mensajes y esos mensajes despiertan el miedo, la ira, la tristeza, la alegría, el asco. Esos mensajes están grabados en el corazón desde hace años. Me viene bien conocerme, saber quién soy, cómo soy, de dónde vengo. Descubrir esos mensajes grabados en el alma desde mi infancia. Escritos en mis relaciones de amor. En mis conflictos, en mis batallas. Como hijo, como hermano, como padre, como amigo. Esos mensajes han estado asociados a emociones y así han quedado grabados para siempre. Por eso, cuando vuelvo a encontrarme en una situación parecida, se despierta la misma emoción. Vuelvo a escuchar el mismo mensaje. Y tengo la misma reacción. Me defiendo, me enfado, me pongo triste. Si cuando era pequeño hice algo mal y recibí la reprobación de mi padre, seguramente la tristeza invadió mi alma, o el desánimo. En ese momento una frase quedó grabada. Tal vez exagerada: «No haces nada bien». Había hecho algo mal, pero tal vez alguien me dijo que era torpe, que no hacía nada bien y yo me lo creí. O mi subconsciente se lo creyó. Dicen que si un niño es rechazado o criticado duramente, gran parte de su autoestima se viene abajo. Posteriormente le podemos animar y enaltecer, pero es mucho menos lo que sube que lo que ha bajado anteriormente con nuestra crítica. Se graban esos mensajes para siempre en el alma. Aunque fueran mentira. Porque seguro que no era verdad que no hacía nada nunca bien. Es imposible. Algo haremos bien. Y algo haremos mal. Las dos afirmaciones son verdaderas. Pero decir que no hago nada bien es mentira. Pero si está grabada en lo hondo de mi ser, cuando hago algo mal, vuelvo a escuchar la misma frase y se despierta la misma emoción. Es tan importante entonces aprender a conocer mi alma. El otro día leía: «Es necesario que tú conozcas de dónde vienes, cuál es tu patrón habitual de comportamiento, cuáles son tus puntos frágiles y por dónde te puede enganchar la conducta, el impulso o la apetencia, qué factores te desestabilizan, qué significan las sensaciones, emociones, sentimientos o estados mentales en los que entras, qué cuidados necesitas, cómo has aprendido a realizar esas conductas, qué significado tienen, cómo han crecido, cuáles son tus patrones de engaño, en qué situaciones estás en riesgo»[1]. Conocerme a mí mismo me ayuda a enfrentar las situaciones de tensión. Conocerme y educarme para saber actuar en determinados momentos difíciles y reaccionar de una forma más madura. ¿Cuáles son las frases grabadas en mi alma? ¿Qué emociones se despiertan con más frecuencia? Quiero aprender a saber cómo soy. Lo que siento es importante. No quiero reprimirlo. Quiero mirar mis emociones con algo de distancia. Es lo que me da fuerzas para dar el siguiente paso. El otro día leía: «Tu historia es única e irrepetible. Es histórica y cada momento es tuyo y no volverá a ocurrir nunca más. Tú tienes tu propio desarrollo y sabrás cómo llevarlo adelante. Tú tienes tu propia identidad»[2]. Esas frases son las que quisiera grabarme en el corazón para siempre. Esas frases sencillas y claras. Sé lo que valgo. Sé lo que puedo llegar a dar. Sé cuánto me quiere Dios. Aunque a veces no soy capaz de mirarme en mi totalidad, como soy, con mis miedos y mis ascos, con mis tristezas y mis alegrías, con mi ira y mis enfados. Soy yo mismo. El mismo que es capaz de trepar las más altas cumbres y caer en la profundidad de los más inhóspitos valles.

Somos personas en construcción. Por eso me gusta la imagen de este domingo: «Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos». Preparar caminos nuevos; allanar los montes de mi alma, los montes que obstaculizan y no me dejan ver con claridad por dónde ir; llenar el valle para que tenga suficiente altura y así poder salir de mi nostalgia cuando me invada el desánimo. Me gusta la imagen de construir sobre cimientos sólidos mi vida. Cambiar lo que haya que cambiar. Dejar igual lo que funciona bien. No porque ya haga algo desde hace años tengo que cambiarlo. Si funciona y me da vida puedo seguir haciéndolo. Si no funciona, si me hace mal, lo cambio. Vivimos en una época en que lo nuevo es muy atractivo y las cosas quedan anticuadas en seguida. Queremos cambiar lo viejo aunque todavía funcione bien. No nos importa. Cambiar una lavadora porque me ofrecen una nueva muy barata. Funciona la vieja, pero la cambiamos. Como si lo nuevo fuera siempre mejor que lo viejo. Cambiar de trabajo, de casa, de ciudad, de amigos. Cambiar de vida. Como si la vida que llevamos nos aburriera. ¿Es necesario siempre cambiar por cambiar? No por cambiar soy más feliz. Tengo que hacerlo con un sentido. Es bueno cambiar lo que no funciona, mejorar mis hábitos y mis maneras cuando no son las adecuadas. Cambiar de casa cuando la que tengo no puedo mantenerla o me queda pequeña. Cambiar de trabajo cuando ya no doy más en el que tengo, porque he tocado mi techo o porque no me ayuda a ser mejor persona. Cambiar por cambiar no siempre es bueno. ¿Qué cosas tengo que cambiar al comenzar este Adviento? Cambiar el alma es importante. Porque siempre podemos ser mejores, tener mejor humor, ser más de Dios y vivir menos apegados a la tierra. Siempre podemos soñar más alto y alcanzar cumbres inexploradas. Creo que el cambio más importante pasa por construir sobre una tierra que esté en orden.

Colocar cimientos firmes es posible sobre la base del perdón. Pienso que todos tenemos tanto que perdonar en nuestra vida. Normalmente tapamos esos sentimientos negativos que nos molestan. Los miramos un rato, los sufrimos y luego queremos olvidarlos. ¿A quién tenemos que perdonar? ¿Qué tenemos que perdonar? Comenta el Papa Francisco: «El perdón es vital para nuestra salud emocional y sobrevivencia espiritual. Sin perdón la familia se convierte en un escenario de conflictos y un bastión de agravios. Sin el perdón la familia se enferma. El perdón es la esterilización del alma, la limpieza de la mente y la liberación del corazón. Quien no perdona no tiene paz del alma ni comunión con Dios. El dolor es un veneno que intoxica y mata. Guardar una herida del corazón es un gesto autodestructivo. Es autofagia. Quien no perdona enferma físicamente, emocionalmente y espiritualmente». Cuando no perdono guardo el rencor en el alma. Y el rencor va llenando el corazón de mensajes negativos. Que me hacen pensar que no valgo, que no sirvo. Que me hacen creer que no puedo seguir adelante porque esas heridas me duelen demasiado. El dolor me acaba enfermando. A veces pretendemos hacer como si no hubieran existido esas experiencias. Las colocamos en lo más hondo del subconsciente queriendo olvidarlas. Pero el dolor permanece oculto. Y vuelve de vez en cuando. Cuando se repiten dinámicas parecidas. Cuando escuchamos quejas similares. Cuando nos hacen acusaciones semejantes. En esos momentos reaccionamos con tristeza, con ira, con dolor. Pero no acabamos de entender nuestras reacciones. El perdón es la medicina que nos sana. El perdón de tantas cosas de nuestra historia. En la película «Inquebrantable» dice el protagonista: «Si tú odias a alguien. No le haces daño a él. Te haces daño a ti mismo. El perdón sana». El odio, el rencor, son emociones que nos acaban enfermando. Como leía el otro día: «Las personas buenas tienen mejor la piel que las que tienen mala leche». Y el rencor acumulado agria nuestra leche, nuestro ánimo, nuestro humor. ¡Qué importante es aprender a perdonar! A nuestros padres y hermanos, a nuestros profesores y amigos de infancia, a nuestro cónyuge e hijos. Perdonar las críticas que nos han hecho en el camino. Perdonar las calumnias y las difamaciones vertidas sobre nuestra persona. Perdonar a los que no respondieron a nuestras expectativas. A los que nos defraudaron. Una persona rezaba: «Jesús, que llegue siempre ante ti sin rencor. Sin quejas. Que nunca te use de refugio cuando he hecho daño. Que siempre llegue ante ti habiendo perdonado. Sin pensar mal. Sin cuentas pendientes. Sin estar enfadada. Sin queja interna. Con alegría. Quiero adorarte en otros. Cuidarte en otros. Déjame amar por ti en otros. Desgastarme y renunciar con una sonrisa. Sin mirar lo que otros hacen. Feliz. Limpia». Perdonar a los que nos hirieron tantas veces sin darse cuenta nos limpia por dentro. El perdón sana. Suelen ser los que más nos quieren los que nos hacen más daño. Le pedimos a Dios en este Adviento que nos ayude a perdonar. Él puede hacerlo en nosotros. Él siempre puede.

¡Qué difícil contestar al odio con amor, responder a la agresión con una sonrisa, perdonar siempre que nos ofenden, callar cuando nos insultan! Estamos tan expuestos en esta vida, somos tan frágiles y vulnerables. Estamos expuestos al juicio de los hombres y a su condena. Hoy pueden saber tantas cosas sobre nosotros. Hoy lo pueden saber todo. O tal vez sólo una parte de mi verdad y hablar mal de mí, difamarme, escribir mal de mi vida. Decía estos días el Papa Francisco: «La prensa debe decir todo, pero sin caer en los tres pecados más comunes: la desinformación, es decir, decir sólo a medias la verdad y no el resto; la calumnia, cuando la prensa ensucia a las personas. Y la difamación, que es decir cosas que quitan la fama a una persona». Pueden agredirnos y nosotros corremos el riesgo de acabar contestando, reaccionando, volviéndonos violentos, guardando rencor y odio. ¿Es tan fuerte el dique del amor que logra detener las aguas del odio? Muchas veces nos romperán nuestras seguridades y nos sentiremos abandonados, solos, rechazados. Podemos llenarnos de odio y rencor. O podemos hacernos más niños en nuestra debilidad. Decía el P. Kentenich: «Dios permite nuestro desamparo, más aún, Él quiere que nosotros experimentemos muchas veces un total desamparo para que hallemos cobijamiento en un plano superior: el amparo filial en Él»[3]. Subimos más alto. En lugar de poner nuestro sustento, nuestro pilar central en los demás, en los hombres, en sus opiniones, buscamos a Dios. Y aceptamos nuestros límites y debilidades hasta el extremo de experimentar el rechazo y el juicio sin llenarnos de odio: «Como hombre maduro me haré cargo de todas las debilidades que experimente en mí. Con humildad y gratitud aceptaré que las personas que hasta ayer casi me adoraron, hoy me vuelvan más y más la espalda al irme conociendo mejor»[4]. ¡Qué difícil la soledad y el rechazo! ¡Qué duro cuando nos juzgan y condenan y estamos en boca de todos! ¡Cuánto nos cuesta que juzguen nuestros actos sin conocer nuestras intenciones! Entonces perdemos la paz. Nos llenamos de angustias y miedos. La tristeza domina entonces nuestras emociones. Si no busco más hondo. Si no se llenan los valles de mi tristeza. Si no cavo buscando a Dios. Si no soy capaz de abajar los montes. Es difícil encontrar paz en una superficie que cambia continuamente, en las aguas de un río revuelto. Una persona rezaba: «Me gustaría ver que me salvas, que me sacas de mi fragilidad, de mi hondura. Te pido que allanes lo que en mí es escabroso. Que rellenes los vacíos de mi alma, que endereces lo que está torcido, que suavices mis asperezas. A veces creo que gritas en el desierto de mi alma y no te oigo. Quiero que me trabajes como trabajas la tierra. Regando lo seco, quitando las malas hierbas. Hay tanto por enderezar y cuidar. Oigo tu voz en mi desierto. Oigo tu voz pero no te hago caso. Endereza lo torcido, allana mis montes. Lléname donde no estás con tu presencia. Me encuentro rígido, duro. Reblandece lo duro. Moldéame». Me gustaría dejarme modelar por Dios. Ser blando en sus manos y que su voluntad se hiciera roca en mi barro blando.

En el Adviento me gusta pensar en la paciencia de Dios. Me veo muy impaciente. Quiero que las cosas ocurran inmediatamente, lo antes posible. Pero no ocurren y me desespero. El tiempo pasa y no sucede lo que anhelo. Quiero que se cumplan los plazos y se tomen las decisiones. Me quedo quieto esperando a que el sol se hunda en la noche. A que amanezca en medio de la oscuridad. Aguardo impaciente a que el brote deje ver la flor. A que las hojas caigan en su momento desnudando ramas. Quiero ya el presente y no dentro de tanto futuro. Me inquieto cuando no cambio yo mismo a la velocidad que deseo. Cuando no progreso, cuando no soy mejor que hace algún tiempo. Me duele repetir los pecados. Me impresiona la torpeza de mi voluntad. Me turbo al ver las canas como único fruto de la madurez que anhelo. Aunque bien sé que madurar no es perder la sonrisa ni los aires de niño y volverme más serio. Eso no lo quiero. Como dice Jim Carrey: «Creo que madurar no significa ser una persona seria, mucho menos aburrida. Madurar es poder tontear, jugar, bromear, hacer sonreír como un niño. Pero sin olvidar nuestras responsabilidades. Aceptar que ya no somos niños, pero sin olvidar que un día lo fuimos». Madurar es aceptar que la vida se puede llenar de luz con una sola sonrisa. Entre algunas bromas. Y no por ello crecer pasa por ser algo serio. Dios es paciente con la sonrisa de esos niños que viven en un presente eterno. Dios es paciente con mis inmadureces, con mis caídas, con mis torpezas. Respeta mis tiempos y mis ansias. Me mira como una madre a un niño esperando los primeros cambios del paso del tiempo. Y me sueña todavía mejor de lo que ya me ve. Porque cree en la potencialidad que se esconde en mi alma. En la semilla enterrada. Sabe que puedo ser mucho más libre, más puro, más generoso, más suyo. Sabe las posibilidades que aguardan bajo mi tierra. Desea una vida más plena de la que vivo. Y espera que dé el primer sí que provoca el cambio. Una persona rezaba: «Quiero caminar por tus caminos a Belén. Anhelo el camino. Es un camino nuevo, lleno de posadas y de etapas, de misterios donde José y María guardan el secreto, su misterio, se apoyan, se cuidan, comparten sus sueños y sus miedos. Y se sienten muy pequeños, muy indignos, se admiran mutuamente, se miran con ternura. ¡Cuánta ternura en su camino hacia la montaña! Quiero ir con ellos. Todo empezó por un sí. También te lo doy hoy. Sí, aunque no vea. Sí, aunque tema. Sí, aunque ame con toda mi alma. Sí, aunque renuncie. Sí, aunque sólo tenga el hoy. Gracias». Dios es paciente conmigo. Cuando me pierdo sale a mi encuentro. Él me deja caer porque respeta mis pasos. Me invita a no tener miedo al ridículo, al fracaso, al abandono. Tengo miedos. Quisiera vivir más de la fe. Dios tiene paciencia y sale a mi encuentro. Necesito audacia para tomar riesgos por Jesús. Hay decisiones locas que no tomo. Me conformo, me quedo quieto. Me da miedo perder mis seguridades. Exponerme al rechazo y a la soledad. Se me olvida que cuando regalo lo que tengo recibo mucho más. Me cuesta creer en la generosidad de Dios. Quisiera tener más libertad interior. Pero sé que no puedo yo mismo allanar mis montes, elevar mis valles. Dios tiene paciencia y es Él quien lo hace. Hoy lo escuchamos: «Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo monte y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios. Y hasta las selvas y todo árbol aromático darán sombra a Israel por orden de Dios». Baruc 5,1-9. Eso me consuela. Él lo hace en mí. Lo que yo no puedo Él lo hace. Y yo sólo tengo que abrir mi corazón y dejarme hacer.

Me gustaría ver que la salvación de Dios llega a mi vida. Juan Bautista hoy es el profeta que «se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados». Estando Juan en el desierto vino la palabra de Dios sobre él. Y algo cambió en su corazón. Pienso que encontró su misión. Su misión de abrir un camino para otro, de señalar a otro. Se convierte en esa «Voz que clama en el desierto». Me impresiona que grite con fuerza en el desierto. Nadie lo oye. Y él continúa gritando. Me apasiona su fuerza. Grita, no calla. No es un pastor indiferente. No es un centinela de los que critica Isaías: «Sus centinelas son ciegos, ninguno sabe nada. Todos son perros mudos que no pueden ladrar, soñadores acostados, amigos de dormir» Is 56,10. Juan no es un guardián que se olvida. Él se eleva, grita, denuncia, pide, reclama, exige. Pide que cambiemos de conducta, que dejemos de actuar movidos por nuestros vicios. Me impresiona su fuerza y lo poco que le importa el qué dirán, la reacción de los hombres a sus palabras duras. A mí me importa más lo que piensen de mí. Y me cuesta que no tenga eco mi voz. Me asusta el olvido en el camino o el rechazo de los hombres. No quiero ser como ese polvo que se pierde. Pero me asusta callarme, ser mudo. Me da miedo ser un centinela dormido, un perro mudo. Me da miedo sestear acariciando las palabras de Jesús en horas de café. Escribir poesía que no transforme mi vida. Suavizar las palabras de Jesús, y sus gestos, y su amor. Me impresiona esa fuerza de Juan para denunciar, para decir la verdad, sin miedo, sin tapujos. Y hoy a veces endulzo tanto el Evangelio para que no me duela tanto. Adormecida el alma nada temo. Como si la vida fuera un contemporizar con lo que vivo. Justificando mis formas. Sin criticar nada, sin juzgarme nunca. Y me da miedo que hablar de la misericordia se convierta en una mano suave que me deja tranquilo y conforme con la vida que llevo. Porque hoy Juan me dice que tengo que preparar los caminos porque así «todos verán la salvación de Dios». La salvación que necesita el hombre de hoy. Un hombre asustado con las guerras, con el cambio climático, con la contaminación, con la vida que es tan cara y no nos deja tener hijos. Un hombre adormecido en su sillón, cansado de la vida y de las prisas. Un hombre que descansa y no quiere que nadie le incomode. Me gustaría que Jesús trabajara este Adviento mi corazón. Que eliminara lo escabroso, reblandeciera lo duro, humedeciera lo seco. Que me hiciera más audaz, más valiente. ¿Cuál es el camino que tengo que seguir? Desde mi corazón a su corazón. Es el camino más rápido. El que comienzo a allanar. Porque de su corazón sale el camino al que sufre, al herido

Me gusta Juan que señala el camino que lleva a Jesús. Él no está en el centro. Siempre mira a Jesús. Su vida es para otro. ¡Qué grande es Juan! Su misión es en función de otro. A veces sentimos que nuestra tarea es ayudar a otros, ser para otros, cuidar la vida de los otros. Dejar que nuestra vida desaparezca por otros, por servir a otros. Les pasa a los padres, a los que tienen como tarea cuidar a otros, también a los religiosos. Pienso mucho en Juan. Su vida sólo tiene sentido para dar paso a Jesús. Es obediente como Jesús. Es dócil a la Palabra. Y dedica toda su vida a cumplir esa llamada a partir de ese momento en el desierto. La palabra de Dios vino sobre él. Esa llamada fue su vocación. Fue el momento en que se sintió escogido y amado por Dios. Es el momento en que supo para qué había nacido. Es el momento de luz. Quizás no tuvo muchos más, hasta que no se encontró con Jesús en el Jordán. Pero por un sólo momento, este hombre de una pieza entregó su vida. Me admira su fidelidad y su honestidad. Su humildad y su sencillez. Él tendría quizás otros planes. Tendría un mensaje que dar al mundo, a los demás Tendría una búsqueda en su corazón. Juan era un hombre buscador que se fue al desierto a encontrarse con el Dios de su vida. Y se hace hombre humilde que deja todos sus planes, todos sus proyectos, toda su vida, por ser fiel a esta llamada a anunciar, a abrir un camino para otro. A hacer crecer el anhelo de la llegada de otro en el corazón de los hombres. Buscó toda su vida, se retiró al desierto, tendría tantas preguntas en su interior. Tendría una inquietud dentro que no sabría qué hacer con ella. ¿Cuál era su misión? No encajaba en el mundo que había conocido, en el mundo del templo de su padre. Reconoce que ahí no está su verdad. Nos podemos identificar todos con él. ¿Qué quiere Dios de mí? Juan fue al desierto. Y en la oración, en la soledad, se encontró con Dios que le habló al corazón. Y el evangelista sólo dice que cumple lo que Dios le pide. Es íntegro. Reconoce, igual que le ocurrió a María, igual que le ocurrió a José, que ahí está Dios, que ahí está su vida, aunque siga habiendo incertidumbres. Juan se convierte en voz en el desierto. Todavía no conoce la Palabra. No conoce a Jesús. Pero ya sabe quién es Él. Y sabe que hay una esperanza. Sabe que el Mesías vendrá pronto. Tocará nuestro mundo. Sólo José y María en ese primer Adviento sabían el secreto de Dios hecho hombre en su seno. Pero Juan compartía también la espera anhelante. Juan fue el elegido para anunciar. Recibió la palabra de Dios en el desierto y empezó un camino. Ese camino se hizo más verdadero, más hermoso, cuando se encontró con Jesús. ¿Cuál fue mi momento en la vida, con fecha, con hora, en el que Dios me habló en el desierto e intuí mi vida? ¿Cómo anuncio yo a Jesús? ¿Cuál es mi forma de hablar de Él, de contar de Él? ¿Lo hago con la pasión de Juan? ¿Cómo es mi encuentro con Él, mi espera, mi anhelo de que lo cambie todo y lo haga nuevo?

En Schoenstatt hablamos mucho del ideal personal. La idea original de Dios para mí, que responde a mi sed y mi anhelo más profundo, diferente de todos, único. Hoy hemos leído el momento en que Juan escucha su ideal personal. No es improvisado. Él probablemente ya había hecho un camino en su corazón. Se conocía e intuía qué cosas le daban vida. Creció en un hogar donde la esperanza era real. La espera fue el ambiente en el que creció. El anhelo, la certeza de que llegaría el momento en que se cumpliría la promesa. En su alma ese anhelo se enraizó profundamente. Lo compartía con Zacarías e Isabel. Pero siempre en la vida sucede así, llega un día en que la llamada es personal. En parte coherente con nuestra historia, en parte siempre una novedad. Juan y Dios se encontraron en el desierto en esa hora que remarca el evangelista. Y Juan descubrió por fin por dónde caminar. Dónde anunciar a otro. Qué caminos allanar. Hasta ese encuentro en el Jordán en que Jesús creció y él se hizo pequeño y desapareció. En ese momento del bautismo se cumplió del todo su misión. Juan es de los pocos que vio en la tierra cumplida su misión. Fue fiel siempre a esa primera llamada en el desierto. Le pido a Dios que me ayude a escuchar su voz. A irme al desierto a escucharle, al silencio, a la soledad. El Adviento es tiempo de desierto. Para conocernos más, para descubrir hacia dónde vamos. Quiero pedirle que me enseñe a ser fiel siempre a esa voz. A ser dócil a su voluntad como Juan, como María. A abrir mi corazón para que siempre me sorprenda con su mirada. Jesús fue más que el anuncio de Juan. Él siempre es más que mi idea de Él, que mi anuncio de Él. Mis palabras apenas dibujan torpemente su rostro. Mis gestos deslucen muchas veces su amor. Siempre es más, siempre me sorprende. Quiero que cambie mi corazón estas semanas. Le entrego los valles de mi alma, los montes, los caminos. Todo lo que soy. Le entrego mi paisaje original, para que llegue y entre, y ponga sus pies en mi barro. Quiero rezar como rezaba una persona: «Me alegra dar la vida. Pero me cuesta sufrir. Tengo tantos apegos. Quiero inscribir mi corazón en el tuyo, Jesús. Es posible. Sería un milagro. Quiero soñar con cosas grandes. A veces me quedo corto. Quiero besar tus deseos. Pero me aferro a los míos. Quiero soñar con tus cumbres. Y me conformo con vivir en el llano. Deseo tocar lo que no veo». Quiero que Él llegue en este Adviento y pueda hacer su casa con mi barro, con mis piedras, con mi agua, con mis valles y montañas. Con mis rocas duras, con mi tierra blanda. Le entrego mi vida como es ahora para que haga milagros con ella. Mi vida limitada y pobre. No como me gustaría que fuera. Le entrego mis caminos confusos, mi jardín lleno de maleza, mi pozo tantas veces seco. Se lo entrego todo para que Él llegue y se meta en mi interior, y lo cambie todo.

 

 

 



[1] Carlos Chiclana, Atrapados por el sexo

[2] Carlos Chiclana, Atrapados por el sexo

[3] J. Kentenich, Niños ante Dios

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