Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Domingo de Cristo Rey

por Al partir el pan

         Daniel 7, 13-14; Apocalipsis 1, 5-8; Juan 18, 33-37.

«Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad»

«El amor es más fuerte que el odio. En nombre de Cristo construimos su reino. En su nombre, con sus manos. En nombre de Cristo, que reina, sembramos la paz, luchamos por la verdad»

Con el tiempo me he ido haciendo un experto en la llamada ley de dependencia. En ella se estudia hasta qué punto una persona por su edad o por la enfermedad es dependiente y necesita ayuda del Estado para poder vivir en su hogar. Hay grados que evalúan la necesidad de ayuda. ¡Qué importante poder saber la ayuda que precisamos! ¡Qué difícil es a veces saberlo! ¿Cuál es nuestro grado de dependencia? Pensaba que cuando nacemos y somos niños somos muy dependientes. No podemos vivir sin nuestros padres. No salimos adelante solos. Con el tiempo, con el paso de los años o a causa de la enfermedad, nos hacemos más dependientes, nos hacemos como los niños. Y dependemos entonces de nuestros hijos o familiares. El resto de nuestra vida, los años que están en medio, cuando somos jóvenes, o no tan jóvenes, pero nos sentimos fuertes para luchar por la vida, aspiramos a ser independientes. No nos gusta ser necesitados. No queremos pedir ayuda a nadie, en nada. A veces la enfermedad nos confronta con nuestros límites. Entonces perdemos nuestra autonomía. Como me decía una persona hace unos días: «No quiero preocupar a los que quiero. No quiero que sufran por mí». Si somos independientes no molestamos, no necesita nadie compadecerse de nuestra situación. Otra persona me decía: «Mi enfermedad ha sido una bendición. Me he vuelto más dependiente de los hombres y de Dios. Mi vida está en sus manos». Cuando la enfermedad nos hace dependientes, se abre un camino nuevo en nuestra vida. Un camino que, bien vivido, nos acerca más a Dios. La enfermedad, la crisis económica, la soledad, abren nuevas vías de crecimiento. Muchas veces agradecemos a Dios por las cosas buenas. Por la vida, por la salud, por los logros. Pero, ¡Cuánto nos cuesta agradecerle por las cruces y barreras que encontramos en nuestro caminar! Esos momentos en los que no tuvimos el poder, el dominio sobre la situación que nos tocaba vivir. Entonces nos cuesta ser agradecidos por todo lo que vivimos. No es fácil alabarlo por nuestras heridas y dolores. Pero es necesario. Aceptar que otros tengan compasión de mí, me miren con ternura, se conmuevan y quieran ayudarme. Alabar a Dios como Señor de nuestra historia y agradecer. La dependencia nos suele parecer intolerable. Y todo es porque no somos niños. Nos hace falta ser más niños y darnos cuenta de todo lo que nos regala Dios también en medio de las dificultades. Una persona rezaba: «Querido Jesús, tengo miedo. No quiero perder lo que amo. Dejar de poseer lo que poseo. Jesús, me gustaría ser pobre de espíritu, ser niño confiado. Pero quiero tenerlo todo asegurado y no avanzo. No confío. No me suelto. No me entrego. Perdón porque no te veo en todo lo que me pasa. Especialmente cuando sufro. Perdona por no llegar a las alturas. Por no ser más niño y pobre. Perdona por no ser luz en medio de la noche. Perdona por no saber amar bien, como querría. Por no lograr alzarme por encima de la tierra. Quiero pedirte el descanso, la paz, la vida que anhelo». Quisiera rezar yo también así. ¡Qué importante ponerle nombre a mis heridas y dolores y agradecer por ellas y alabar a Dios por ellas! A veces las heridas me paralizan. No se me abren caminos nuevos en el dolor, al menos no los veo. No descubro que una enfermedad pueda ser un trampolín al cielo. ¿Por qué lo permite Dios? ¿Dónde está su reino de paz en el que todos descansaremos en sus brazos? Dios no desea mi dolor, no quiere que me hieran, no desea que sufra. Me lo quito de la cabeza. No es un Dios cruel que vive educándome a base de desgracias. Dios sí quiere que sea libre en medio del dolor que no controlo, a las puertas de ese camino que se me cierra cuando pensaba que era el que me iba a dar la felicidad plena. Cuando se frustran mis planes y nada parece tener sentido. Él camina conmigo y me sostiene. Él es mi sentido, el único. Quiere que recupere mi dignidad de hijo. Las cruces, las enfermedades, también la vejez, son una oportunidad para que recupere el corazón de niño y agradezca con un corazón sincero. Pero, ¡cuánto me asusta la dependencia, depender de otros, despertar compasión, preocupar, hacer sufrir! El que ama siempre sufre. Tengo que aprender a asombrarme siempre por las maravillas que Dios va haciendo en mí. Alabarlo en mi historia única y sagrada. Reconocer su paso cada día por mi alma. María me cuida siempre. Dios me sostiene siempre. ¿Por qué temo tanto no ser feliz y vivir una vida amargada? Dios me promete su reino. Dios me dice que estoy llamado a ser feliz, a descansar en su corazón de Padre.

Es verdad que toda nuestra vida es una escuela para ser más autónomos y libres. Jesús quiere educar hijos maduros, independientes, capaces de pensar por sí mismos. No quiere cristianos masificados que se dejen arrastrar por el mundo. Quiso formar apóstoles capaces de enfrentar la persecución y la muerte. Así surgieron los primeros mártires. Ellos fueron capaces de permanecer fieles hasta el final. El objetivo de toda educación es la autonomía. Educar hombres libres, independientes, capaces de pensar y decidir por sí mismos. Con criterio formado, con una conciencia madura. El hombre masa es el hombre que depende del ambiente, que se deja influir fácilmente y se deja llevar por la forma de pensar de los demás. A veces hay muchos cristianos masificados. Cristianos que dependen de lo que dice el sacerdote, de lo que dicen otros. Pero no tienen un criterio claro, no están formados en su corazón. No saben lo que la Iglesia piensa y no logran descubrir lo que Jesús les pide. El hombre masa es ese hombre que no tiene criterios ni principios propios. ¡Cuántos cristianos dependientes hay en nuestra Iglesia! Dependen de lo que les digan los sacerdotes, o los religiosos, o el Papa, para saber qué tienen que hacer. Consumen fe, pero no viven de la fe. Jesús vino a educar hombres libres. Su reino es un reino de libertad, de remeros libres. Jesús formó apóstoles capaces de decidirse por Él hasta la muerte. Pero ellos necesitaron la fuerza del Espíritu Santo para ser capaces de dar ese salto de fe. La libertad a veces se entiende mal. Hay personas que no quieren adquirir compromisos, porque ven en ellos un límite a su autonomía, a su independencia, a su libre albedrío. Y cuando el peso de las decisiones y responsabilidades que asumieron un día les parece muy pesado, lo cortan sin miedo. No se hacen responsables de lo que han asumido, de la palabra dada. ¡Qué poco vale a veces la palabra! ¡Qué poco valor tienen a veces las promesas! Buscan una independencia y rompen con esa dependencia que no les daba la felicidad. Decía el Papa Francisco: «La aspiración a la autonomía individual es empujada al punto de poner siempre todo en discusión y de romper con relativa facilidad elecciones importantes y ampliamente ponderadas, recorridos de vida emprendidos libremente con compromiso y dedicación. Esto alimenta superficialidad en la asunción de responsabilidades». Nos gusta ser independientes y confundimos autonomía con falta de responsabilidades. ¡Cuántos compromisos hechos para toda la vida se rompen cuando pesan demasiado! Queremos aprender a educarnos en la libertad, pero en una libertad que es compromiso. Soy libre cuando asumo responsabilidades, cuando me comprometo y arriesgo mi vida. Hay responsabilidades que tengo que asumir con madurez en la vida. Los compromisos con los hijos, con los padres. ¡Qué fácil resulta a veces desentendernos de lo que nos ata, de lo que no nos deja vivir nuestra vida libremente! ¿Cómo asumimos nuestras responsabilidades hasta las últimas consecuencias? ¿Cómo educamos a nuestros hijos para decidirse y ser consecuentes con lo decidido? En detalles pequeños uno aprende. Niños que quieren un perro, pero luego sus padres lo sacan a pasear. ¡Cuántos padres hoy están en residencias o en sus casas olvidados! El compromiso, la responsabilidad que nos ata, es una oportunidad para crecer, para madurar. Queremos que nos den responsabilidades en el trabajo, pero luego la vida nos hace dejarlas de lado, encargárselas a otros. Las exigencias pueden sacar lo mejor de nosotros, aunque es cierto que también pueden sacar lo peor. Nos hacen mejores personas, pero también pueden llevarnos a no querer seguir luchando. Formar parte del reino de Jesús es una opción que tomamos en libertad. Nos hacemos responsables de los valores de ese reino. Ser cristiano es un compromiso que nos toma por entero. No somos cristianos a medias. En parte de acuerdo con lo que pide la Iglesia, en parte dejando de lado lo que no nos gusta. Ser cristianos o nos enciende por dentro y para siempre, o es sólo un barniz que desaparece cuando llega la tormenta a nuestra vida. El reino de Jesús es un reino de libertad y compromiso. Un reino en el que estamos llamados a dar la vida, a entregarnos por entero, a vivir con seriedad las decisiones que tomamos, el seguimiento a Cristo. Queremos libremente darle nuestro sí a Dios. Sin condiciones, sin miedo.

En la vida creo que no me hace mal reconocerme dependiente de los otros. En el reino de Jesús la dependencia no es un término con connotaciones negativas. Ser dependiente me hace niño, me hace hijo, me hace hermano. Nos necesitamos los unos a los otros. Mi necesidad ayuda a otros a crecer en su responsabilidad por mí. Les exige dar más y lo dan. Además, cuando me siento frágil y necesitado, vulnerable, necesitado de ayuda, logro sacar lo mejor de los que se acercan y me ofrecen su cariño. Una persona totalmente autónoma, que nunca necesita ayuda, se aleja en su perfección de nosotros. La autonomía viene acompañada muchas veces del orgullo. Y una persona muy orgullosa no es alguien cercano al que podamos seguir. Hoy recordamos a las personas que hay en nuestra vida a las que necesitamos para vivir. Pensar en nuestra muerte nos duele más por ellos que por nosotros mismos. Los necesitamos y ellos también nos necesitan. Tenemos en la vida personas que dependen de nosotros, niños, ancianos, enfermos. Nos hemos comprometido con ellos. Y nosotros, además, también dependemos de otros. Es sano necesitarse. Es sano pedir ayuda y necesitar. Es bueno, nos hace bien. No podemos vivir solos. No somos seres aislados en el mundo. No somos todopoderosos. Menos mal. Nuestra vida será un camino en el que viviremos la independencia y la autonomía como un anhelo. Y al mismo tiempo nos sentiremos dependientes de otros y nos sentiremos felices al ver cómo se vuelcan con nosotros. El amor dado y el amor recibido es lo que nos hace crecer en el camino. Sabemos que los vínculos crean dependencias. A veces algunas serán insanas. A veces esas dependencias excesivas a ojos de otros pueden ser necesarias. Quizás sólo por un tiempo, para que aprendamos a ser hijos, niños, pequeños. ¿Cuándo mis relaciones dependientes son sanas? ¿Qué relaciones mías no lo son? ¿Cómo cuidamos los vínculos que nos atan y al mismo tiempo nos enriquecen y nos ayudan a ser personas? A veces nos gustaría que los que dependen de nosotros se liberaran y fueran más independientes. Los descuidamos. Otras veces en cambio buscamos que los demás dependan de nosotros. Depende del caso. La pregunta sigue viva: ¿Nos hacemos responsables de aquellos que Dios nos confía? ¿Asumimos nuestros compromisos? Decía el Papa Francisco: «La sociedad contemporánea y sus modelos culturales predominantes – la “cultura de lo provisional” – no ofrecen un clima propicio para la formación de elecciones de vida estables con relaciones sólidas, construidas sobre la roca del amor y de la responsabilidad en lugar de la arena de la emoción». Hoy hay muchos vínculos en los que la emoción es lo que manda. El sentimiento. Pero no la responsabilidad. Jesús vino a formar un reino donde el amor fuera eterno, para siempre. Jesús amó y se dejó amar. Su reino nace en el corazón del hombre. Sus vínculos fueron sólidos. Tenían la semilla de la eternidad en su interior. La familia es el lugar donde aprendemos a vivir vínculos fraternos, de amistad, vínculos como hijos y como padres. La familia es el primer lugar en el que se hace vivo el reino de Jesús. Amando nos hacemos familia. Vivimos una dependencia sana y una independencia que nos libera. Somos responsables los unos de los otros. Nos necesitamos, nos cuidamos. Somos dependientes e independientes al mismo tiempo. Hay hoy tantas familias rotas. Tantos hogares sin raíces profundas. Cuando Jesús nos dice que ha venido a establecer su reino, me está invitando a crear ambientes de Dios, ambientes de vínculos sólidos y permanentes. Ambientes donde reine un amor que libera y enaltece. En la familia aprendemos a amar de verdad. A tener alas que nos hacen libres y raíces que nos atan a una tierra. Allí nos damos cuenta de algo importante: mi santidad, mi entrega, mi generosidad, mi alegría, beneficia a otros. Puedo cambiar ese entorno en el que amo. Puedo cambiar la realidad con mi presencia. En eso consiste construir el reino del amor de Jesús. Allí donde su amor se hace fuerte. Allí donde yo me dejo amar y amo con todo mi corazón y para siempre.

A veces, en nuestra relación con Dios, tendemos a ser independientes. Tomamos sin Él las decisiones. Actuamos movidos por el deseo de ser autónomos sin mirarlo a Él cada vez que surgen las dudas. Si nos va bien no lo necesitamos. Podemos vivir muy bien sin Él. Como si Dios no nos hiciera falta, como si no existiera. Le hacemos a Dios grandes promesas sobre el papel, conmovidos, emocionados y luego vivimos como si no tuviera nada que ver con nuestra vida. Tal vez nos vendría bien aprender a ser más dependientes de Él. Nos vendría bien hacernos pequeños, hacernos necesitados, hacernos niños. El reino de Dios es el reino de los niños. De los que confían, de los que tienen una mirada y un corazón entregado. De los niños pobres que se saben en las manos de Dios. De los niños que saben cuánto valen, porque se conocen y Dios les ha hecho ver su belleza. Pero a veces hemos acentuado demasiado nuestra miseria, hemos destacado que no valemos para nada. Decía el P. Kentenich: «Si queremos ser como los niños tenemos que tomar conciencia del alto valor de nuestra persona. No se dejen masificar. Hemos hecho las cosas al revés, hablamos siempre de la bondad de Dios y de vez en cuando de la miseria del hombre. Sin embargo, el hombre de hoy necesita decirse con mayor decisión y claridad: -Reconoce, hombre, tu dignidad. El niño debe experimentar que está rodeado de amor, debe sentir la fe en la medida de lo posible. Hoy necesitamos la conciencia de un elevado valor personal. Verán cómo esa conciencia despertará en ustedes el respeto por ustedes mismos y a la vez un profundo amor filial»[1]. En el reino de Jesús nos sentimos amados por lo que valemos. Somos importantes. Somos hijos de un Rey. Tenemos un tesoro que llevamos en vasijas de barro. Dios nos quiere mucho y nos recuerda cuánto valemos. Alabamos a Dios al darnos cuenta de esta verdad: Él hace maravillas con nuestra vida. Quisiera aprender a ser más niño necesitado de su misericordia. Me haría bien pensar que su casa es mi casa, su reino mi reino. Darle el poder sobre mi vida y no pretender yo tener un poder absoluto sobre todo lo que hago. Me gustaría buscarle más y esperar más de Él. Que Él fuera mi Rey y yo su hijo. Soy hijo de reyes. Y eso lo olvido. La dependencia con Dios es algo sano. Me hago dependiente y crezco. Me hago niño y soy más. Cuanto más independiente de Dios quiero ser, más me alejo de su amor. Si me hago dependiente, niño necesitado, pobre, Dios se vuelca sobre mí. Pero para poder experimentar su amor no puedo perder su paso. Tengo que estar cerca suyo, caminar a su lado. Escribía Santa Teresa de Jesús: «Sentirlo cerca, traer su compañía. Gozar de su presencia. La debilidad del hombre necesita encontrar siempre en Cristo un eco de sus sentimientos, un amparo en sus miserias. Porque le miramos hombre y vémosle con flaquezas y trabajos. Y es compañía». Una amistad con Jesús que es compañía, que me hace dependiente. La dependencia me une a Él para siempre, mientras que la independencia me aleja de Él. Me deshumaniza. Me hace egoísta y esquivo. Me hace vivir pensando en mis cosas, en lo que necesito, en lo que quiero. En mis planes, en mi salud, en mi felicidad. Jesús vino a establecer un reino de amor, de misericordia. Un reino de hombres dependientes de Dios. Un reino en el que el amor por el otro esté en el primer plano. Para eso tengo que descentrarme y dejar de mirar mi ombligo, mis necesidades, lo que me hace falta, lo que me preocupa. Debería dejar de pensar tanto en mí y pensar más en los demás. Dejar de buscar que me quieran, que me reconozcan y empezar yo a querer más y a reconocer más el valor de los otros. Debería ponerme en un segundo plano y no buscar ser yo el que esté en el centro. Para eso tengo que tener un nido, un hogar seguro en el corazón de Dios. Para no vivir mendigando gotas de cariño. Por eso, cuanto más dependiente soy de Dios, más niño me hago en sus brazos. Dios me quiere dependiente y necesitado. Dios me quiere débil cuando soy capaz de reconocer mi pobreza y entregársela. Como esos niños que confían y dejan el timón en las manos de Dios. Como esos niños que no temen porque los brazos de su padre son poderosos y firmes. Me gustaría abandonarme más en las manos de Dios. Me gustaría tener un alma fácil que se dejara llevar por Dios como una hoja llevada por el viento. Parece tan sencillo. Pero, ¡cuánto cuesta seguir las insinuaciones de Dios! A veces soy tan fácil que la vida me arrastra y busco sólo mi comodidad. Pienso en mí, no pienso en nadie más. Jesús necesita que mi alma sea fácil, dócil, sencilla. Pero yo a veces no me siento fácil, creo que soy más bien difícil y me cuesta aceptar su camino, sus deseos, su voluntad. Hago mi vida fuera de su reino. Me pongo rígido y duro. Me desentiendo de su amor que me busca por los caminos. Me desparramo sobre el mundo. Me gusta esa imagen, vivo descentrado, desparramado en mil cosas, apagando mil incendios. Sin hogar en Él, sin encontrar que sólo si vivo en Él puedo construir su reino. Desparramado en las cosas y en las personas. Sin contención. Sin descanso.

Estos días hemos vivido el miedo y la angustia con los ataques terroristas en París. Nos hemos conmovido y hemos sufrido ante la impotencia. ¡Tanto dolor! ¡Tanta crueldad! ¡Tanto odio! El corazón se rebela ante la injusticia. No nos gusta el odio de la guerra. No queremos vivir en el miedo de un ataque terrorista. El miedo a perder la vida en cualquier momento. Nos duele el terror sembrado en el nombre de Dios. A veces podemos usar su nombre en vano para sembrar el odio y la violencia. Decimos que es por Dios, pero es por nuestro egoísmo, por nuestra maldad. En nombre de Dios no se puede matar a nadie, no se puede odiar. Es imposible porque Dios es amor. Decía Lombardi, portavoz del Vaticano, a raíz de los atentados: « ¡Atención! A esos asesinos, poseídos por un odio descabellado, se los llama terroristas precisamente porque quieren sembrar el terror. Si nos dejamos atemorizar ya habrán conseguido su primer objetivo. Hay que resistir con valentía a la tentación del miedo. Por supuesto, tenemos que ser prudentes y no ser irresponsables, tomar precauciones razonables. Pero tenemos que seguir viviendo y construyendo la paz y la confianza recíproca». Pienso en ese reino de la paz que vino a instaurar Jesús desde la cruz. Un reino donde hay confianza y seguridad, porque Dios reina. Pienso en todo el amor que sembró con su vida. No hubo víctimas a su paso. El amor verdadero nunca deja víctimas. El amor auténtico, generoso y hondo construye otro tipo de hogares, otro tipo de familias. Jesús sembró un fuego apasionado en los que lo amaban. Un fuego que rompe las cadenas y libera. Un fuego que hace soñar con un amor eterno. En su reino uno no se pone en el centro. Pone en el centro al otro, pone en el centro a Dios. El amor verdadero crea dependencias sanas. El amor que enaltece y dignifica es el amor de Dios. Así es como queremos que sea el nuestro. El odio sí que hiere. Me conmueve Jesús cuando me pide que no resista al mal (Mt 5,39). Me pide que ponga la otra mejilla y dé mi otra capa. ¿Cómo puedo hacer eso cuando tantasveces el corazón quiere vengarse? Mi tentación es resistir el mal. Expulsarlo de mi vida. Echar al que hace el mal. Al que odia y hiere pagarle con la misma moneda. Al que deja víctimas a su paso hacerle a él víctima. Mi tendencia es no querer soportar al que está lleno de odio. Y alejarlo de mi presencia, negarme a acogerlo en mi corazón. Yo me resisto al mal. Es el instinto más verdadero que mueve mi corazón. No soporto el mal, me hace daño, me hace perder la inocencia, me hace mirar la vida sin la pureza de Cristo. Me resisto. No lo quiero. Y Jesús me pide que no me resista. Me pide que no odie, que no quiera vengarme. Me pide que no quiera hacer justicia por mi cuenta. Que no siga la ley del ojo por ojo y diente por diente. Jesús me pide que sea manso y pacífico. Que siembre amor donde haya odio. Que ame a mis enemigos, a aquellos que me odian. Y dé esperanza en medio de la muerte. Que mi reino, el reino de Dios que hay en mi corazón, el reino que siembro, sea el reino de la vida, del amor, del respeto. Un reino en el que haya esperanza. Porque la esperanza es lo último que me pueden quitar como cristiano. La llevo grabada en el alma para siempre, a sangre y fuego. Nadie puede llevarme a odiar sin que yo quiera. Nadie puede lograr que siembre odio con mis manos si yo no quiero. El amor es más fuerte, mucho más fuerte que el odio. En nombre de Cristo construimos un reino diferente. En su nombre, con sus manos. En nombre de Cristo, que reina, sembramos la paz, luchamos por la verdad. Porque Él es la verdad. En su nombre construyo su reino de paz.

El reinado de Jesús comienza en el trono de la cruz. Allí se manifiesta su dependencia. Jesús se hace dependiente de los hombres hasta la muerte. En la pasión es llevado sin oponer resistencia. Calla, se deja llevar. Verdaderamente su reino no es de este mundo. Pero su reino cambia al hombre en este mundo. En esa cruz solitaria se manifiesta la verdad de Dios en el testimonio del abandono. En la dependencia más absoluta, en la impotencia más dura, en el odio de los hombres más extremo, Jesús reina. Es rey desde el servicio, desde la entrega, desde la humildad. Calla y es rey. No manda y es rey. No es socorrido, es abandonado, y es rey. Parece un reinado absurdo, impotente, irrisorio. Rompe todos nuestros esquemas. Su reinado sigue estando hoy vivo en la fuerza de sus santos. En el testimonio vivo de los que se entregan y aman. Su poder es el servicio y la generosidad hasta el extremo. En la impotencia, Jesús reina. Un reino que no está en lucha con otros reinos. Un reino lleno de paz y de verdad. Queremos que se haga presente el reino de Jesús con nuestras manos. Dependemos de Él. Porque sólo Él puede cambiarnos el corazón. ¡Cuánto nos cuesta! Su reino es un reino que no se ve, está oculto en el corazón del hombre. Pero es un reino estable y firme, sólido y eterno. Un reino que no se basa en el dinero. Que no busca el poder. Porque su poder es el servicio. Y no se puede servir a dos señores. O se sirve a Dios. O se sirve al dinero y al poder. ¿En qué reinado servimos? A veces nos dejamos llevar por esa imagen de reino poderoso. Nos gustaría que acabara el dominio del mal y triunfara el bien por la fuerza. Y Jesús nos dice que no resistamos el mal. Esas palabras me cuestionan. Me conmueven. Me duelen. Resistir el mal es lo más propio de mi corazón que no quiere sufrir. Resistimos el mal que es violencia, opresión, agresividad. Nos resistimos a un mal que nos esclaviza. Nos resistimos a todo lo que nos hace daño. Jesús es el rey que libera el corazón de sus esclavitudes. Pero es un rey que no nos libera del mal, de la cruz, del dolor. No borra de un plumazo mis sufrimientos. Es verdad, por más que se lo pido. Pero me hace fuerte cuando acepto la cruz con paz. ¡Cuánto me cuesta aceptar la vida como es, con sus cruces y su oscuridad! ¡Cuánto me cuesta callar y ser manso como cordero! Jesús me ha mostrado ya el camino. ¿Cómo se construye este reino? Diciendo que sí a sus deseos: « ¿Cuál es entonces su tarea? Decir sencillamente sí. Lo peor que podemos hacer es justamente decir no. Si decimos que sí, entonces todo está bien»[2]. Decir que sí. No resistir el mal. Caminar de su mano obedeciendo. Ser niño en sus manos, confiado.

Siempre me impresiona este diálogo de Jesús con Pilato: «Mi Reino no es de este mundo. Entonces Pilato le dijo: - Luego, ¿Tú eres Rey? Respondió Jesús: - Sí, como dices, soy Rey». Juan 18, 33-37. Jesús se presenta como rey. Su reino no es de este mundo. Su reino tiene otras categorías. Jesús es condenado a muerte. Es apresado. Duerme en un calabozo. Es atado. Lo llevan donde otros quieren. No decide sobre su vida ni sobre su muerte. Es azotado. Coronado de espinas. Es objeto de burlas. Es un hombre despojado de lo más valioso: su autonomía, su independencia. Su capacidad para hacer lo que quiera. Depende de otros. De la decisión de otros. Siempre me impresiona su mansedumbre. Dios sometido al hombre. Dios sometido al libre albedrío humano. Está ante Pilato. Ya lleva horas sin ser dueño de su vida. No tiene poder. Es impotente. Realmente me hace adorar más a ese Dios que caminó con nosotros por amor y renunció a su poder. Jesús camina a mi lado. Ese rey que se despojó de todo privilegio está ahí, solo. Sin ejército, sin poder, sin trono. No me extraña la pregunta de Pilato. Tiene algo de curiosidad y extrañeza. «¿Y Tú eres rey?». No sé bien qué pensaba Pilato al hacer esa pregunta. Pero está claro que en su esquema de rey no entraba ese hombre que dependía de su sentencia. Su idea de rey no era esa. Tampoco la nuestra en realidad. Cuando pensamos en la fiesta de Cristo Rey solo pensamos en su poder infinito. En su gloria. Y la lectura nos coloca hoy en el momento más humano y más despojado de poder de Jesús. Esa pregunta me conmueve. Sí, es rey. Es mi rey. Lo llevan y lo traen. Pero es profundamente libre. Puede decidir cómo amar. Puede decidir cómo rezar. Cómo sufrir. Cómo callar. Cómo morir. En eso es soberano. Nadie es más rey que en el momento en el que decide cómo va a sufrir. Cuando no deja que la vida le imponga la forma sino que en su corazón lo elige. Jesús lo elige por dentro. No buscó el dolor. No quería sufrir. Imploró a su Padre. Pero al obedecer es más rey que nunca. Elige amar. Elige dar la vida en su corazón. Elige morir perdonando. El cómo es lo que nos hace reyes. La manera de vivir y de morir. La forma de enfrentar la enfermedad. Ese es el poder que nos enseña Jesús. El poder de amar. El poder de perdonar. Nunca Jesús es más poderoso que cuando es tan impotente. Su trono es la cruz. Su corona es de espinas. Su poder es el perdón. Es su sí al Padre. En eso nadie puede decidir. Sólo Él en su alma. En su corazón. Hoy adoramos a Jesús. Nuestro rey que no impone. Que sólo ama. Su reino no es de este mundo. Es mi rey. Mi rey humilde. Mi rey impotente. Mi rey poderoso. Tan poderoso que puede cambiar mi cruz y convertirla en camino. Mi herida en puerta. Mi tristeza en paz. Puede cambiar mi corazón que quiere poder y alabanza. Que quiere el primer puesto. Que quiere brillar. Tan poderoso que puede perdonar desde la cruz y contestar hoy con paz a Pilato. Lo puede todo cuando no puede nada. Puede cambiar el mundo sólo por un sí. Su capacidad de moldear su voluntad con la de su Padre lo hace rey. Hoy lo elijo como rey. Rey de todo lo que hay en mí. De mis sentimientos. De mi cruz. De mi vida tal como es ahora. Quiero entregarle el poder que me empeño en retener yo. Quiero hacerme esa pregunta. ¿Eres mi rey, Jesús? ¿No es verdad que le pido que haga un milagro y me baje de la cruz? ¿No es verdad que le pido como Herodes que haga magia para demostrarme su poder? Le pido que sea rey a mi modo. Al modo del mundo. Jesús me dice lo mismo que a Pilato: «Mi reino no es de este mundo. Yo estoy a tu lado. Muero por ti. Te espero siempre. Te perdono siempre. Te acaricio con mis manos atadas. Te acompaño con mis pies clavados. No hay mayor poder. Impotente lo puedo todo». De rodillas lo adoro. Porque me lo da todo y no pide nada. Para mí eso es imposible. Quiero que reine en mi corazón caótico. Que me enseñe a ver su reino en medio de mi historia. Le entrego mi poder. El poder del amor es más fuerte que la muerte. Él puede sanar mis heridas más hondas si le dejo entrar. Si me dejo amar. Su mansedumbre es más fuerte que todas las imposiciones. Hoy le pregunto: «Jesús. ¿Tú eres rey? ¿Eres mi rey?».



[1] J. Kentenich, Niños ante Dios

[2] J. Kentenich, Niños ante Dios

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