Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

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XXXIII Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

    Daniel 12, 1-3; Hebreos 10, 11-14. 18; Marcos 13, 24-32.

«Sabed que Él está cerca, a las puertas. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán»

« ¿Cómo podremos mantenernos firmes en un mar sin orillas? Sólo si Él navega conmigo. Sólo así es posible soñar con el cielo. Vivir la vida soñando lo que mis ojos intuyen»

Hay muchas cosas que me parece que duran demasiado. Se me hacen largas, pesadas, difíciles. Hay momentos en los que quiero que acaben ya, y me impaciento cuando no ocurre. Otras cosas, más agradables y bonitas, pienso que pasan demasiado rápido. Quisiera que fueran eternas y no lo son. La vida suele ser así. Lo bello, lo bueno, lo divertido, lo apasionante, suele durar poco, o al menos eso nos parece, porque quisiéramos que durara toda la vida. No se puede cambiar. Nuestro tiempo es finito, el alma infinita. Quisiera aprender a disfrutar las cosas intensamente, con toda el alma, con todo el cuerpo, para que el sabor de las cosas importantes durara eternamente. Quisiera acostumbrarme a sacar partido de aquellas situaciones tediosas que me cuestan, en lugar de lamentarme. Ahí se encuentra la sabiduría de vida. Consiste en aprender a vivir con hondura. Cuando aprenda a vivir de esta forma, todo será más fácil, lo tengo claro. En la película de «Alicia en el País de las maravillas», Alicia le pregunta al conejo blanco: « ¿Cuánto tiempo es para siempre?». Y el conejo blanco responde: «A veces, sólo un segundo». Alicia pregunta de nuevo: « ¿Y cuánto tiempo es un segundo?» A lo que el conejo blanco contesta: «Cuando amas, una eternidad». Hay preguntas con difícil respuesta. ¿Cuánto tiempo es para siempre? No lo sé. No hay tiempo en ese siempre. Sí que sé que hay cosas que me gustaría que fueran eternas, que duraran siempre. Otras, por el contrario, no me importaría que duraran un segundo. Pero no un segundo eterno. Y también veo que a veces la belleza que vivo en un segundo me gustaría que fuera eterna. O, por así decirlo, hay segundos que valen toda una vida. Un momento de luz. Un paisaje inolvidable. Una conversación. Una música. Un acto de amor. Una mirada. Un gesto. Un silencio. Una palabra. Un abrazo. Un segundo puede durar una eternidad. Es la paradoja del tiempo. Lo medimos todo en tiempo. Lo recogemos en muchos relojes, en libros de historia, en datos guardados en memorias que quieren durar toda la vida. Las historias, los momentos, los encuentros. Como si quisiéramos controlar la vida. Cada cosa tiene su tiempo. Cada vida. Cada esperanza. Cada rostro. Hemos sido creados en el tiempo y soñamos con vivir sin tiempo. No sé por qué pero me gustan los relojes con manillas que señalan a su ritmo el paso cadencioso de los segundos. Es como si me gustara ver el deslizarse lento de la vida. Tal vez quiero tenerlo todo controlado. Saber cuándo tengo que estar en otro lado o cuándo ocurre realmente lo que deseo. O cuánto dura lo bueno. O cuándo acaba lo malo. No lo sé. Pero a veces, cuando no tengo el reloj cerca, o me pongo nervioso, o me siento libre. Me gustaría sentirme más libre del tiempo. No estar tan atado. Pero sé que son importantes los momentos, y los tiempos. Me gustan los instantes llenos de luz. Esos segundos eternos. Y las esperas llenas de tiempo y de paciencia. Me gusta que llegue la hora cuando espero algo. Y que pase cuando ya no espero. Y que vuelva lo que tanto deseo. Otra vez, en otro día. Tal vez me gusta demasiado aprovechar el tiempo y no perderlo. Pero, ¡qué bien me viene aprender como Jesús a perder el tiempo! Son segundos en una carrera frenética hacia la eternidad. Días que pasan, meses, años. Me gustaría saber lo que va a ocurrir, cuándo y dónde. La hora exacta, el tiempo preciso. Dios me enseña a descubrir que no todos los tiempos son iguales. Me dice que hay tiempos en los que no sucede nada. Y tiempos sagrados en los que Él llena de luz mi vida y le da un sentido. Y sucede de golpe algo de su mano. Existen esos momentos eternos en los que Dios deja ver sus dedos jugando con mis horas. Y yo los veo. Son esos momentos en los que todo se tiñe de su presencia. Momentos en los que la vida tiene sentido y vivir merece tanto la pena. Momentos en los que el amor es más fuerte que la muerte y que el temor a perder todo lo que tengo. Puedo tomar decisiones importantes en un segundo. Y dejar pasar oportunidades en un momento perdido. Mi vida puede cambiar en un segundo. O puede seguir sin cambiar por mucho tiempo, muchos segundos. Pero, ¿son realmente siempre eternos esos segundos que veo pasar en mi reloj con agujas? A veces no son eternos. A veces pasan y mueren. Pero yo me quedo con el anhelo eterno de mi alma que sueña con ver a Dios cada segundo.

Porque sé que es así. Sé que mi corazón finito está hecho para lo infinito. Lo sé por lo que anhelo y por lo que sueño. Por lo que espero y lo que deseo. Es verdad que amo contando, cuantificando. Pero el deseo es infinito. Anoto días y momentos queriendo retener el tiempo. Tengo fechas, hitos y segundos. Me gustaría que los segundos llenos de luz fueran eternos. Pero no logro añadir un solo día a la cuenta de mi vida. Y a veces no sé amar para siempre, comprometerme para siempre. ¿Qué sucede con mis promesas? ¿Tienen más valor si son para siempre? ¿O si son más realistas y se limitan en el tiempo? ¿Puedo prometer inseguro y dubitativo un amor eterno que no poseo? Hoy cuesta tanto decir que sí para siempre. Asumir compromisos eternos. ¡Cómo va a poder un deseo infinito hacerse realidad en mi capacidad de amar tan finita y limitada! Cuestan esas ataduras eternas que nos limitan y chocan con nuestra torpeza. ¿Y si todo cambia en un segundo? ¿Y si se hace imposible mantenernos fieles a lo prometido? ¿Y si el amor primero se desvanece como el polvo entre los dedos? ¿Es posible jugar a ser dioses conjugando la vida en términos eternos? Una persona rezaba: «Quiero soñar lo que Tú sueñas, despertar donde me pidas. Quiero ser pobre y audaz, niño y valiente. Quiero ser santo y vivir eternamente. Pero no para ser recordado. En realidad sé que los santos no pretendían ser santos. Sólo anhelaban tu camino por amor. Querían seguirte por amor siempre y ser felices amándote. Eso es lo que quiero, vivir a tu lado siempre. No quiero esa santidad de los libros. No busco una perfección que no poseo. Sólo quiero decirte sí y seguir tus pasos, cada paso». Me cuesta pensar en dar la vida para siempre, a todos, en todo momento, todos los segundos. Me guardo, me reservo. Me gusta ir hacia atrás en el tiempo y contar los años que llevo caminando y alegrarme. A veces me proyecto hacia delante y sueño, o temo, o espero. Sueño con lo eterno. Pero mi mirada no alcanza el infinito. Sólo se abisma con temor en el océano inmenso y se turba. No me alcanza la vista. Pensar en términos eternos me lleva a mirar por encima del abismo. Por encima de mí mismo. Da vértigo. ¿Cómo es posible tomar decisiones eternas? ¿Cómo podremos mantenernos firmes en un mar sin orillas? Sólo por la gracia de Dios. Sólo si Él navega conmigo. Sólo así es posible soñar con un cielo eterno. Sólo así es posible vivir la vida, el presente, soñando lo que mis ojos sólo intuyen.

Me inclino a pensar que no todos los tiempos son iguales. Hay tiempos de calma y tiempos de urgencia. Tiempos de tempestad, muy revueltos y tiempos de sosiego en los que el alma descansa. Tiempos en los que sólo podemos esperar sin hacer nada y tiempos en los que hay que actuar con decisión para que la vida no se me escape de las manos. Tiempos para escuchar y otros tiempos para hablar. Tiempos para vivir y tiempos para morir un poco, para perder y volver a empezar. Hay tiempos para las risas y tiempo para el llanto. No lo sé, pero creo que tengo que educarme para saber vivir bien todos los tiempos. En la escasez y en la abundancia. En el éxito y en el olvido. En el amor y el desamor. Si no me educo para lo bueno y para lo malo me convertiré en un niño malcriado que sólo quiere que se cumpla su voluntad, a tiempo y a destiempo, cuando lo desea. Educarme para la vida supone saber gestionar muy bien mi alma. Enfrentarme con paz a lo que ocurre. Sin prisas, sin impaciencia. Aceptar las contrariedades con sonrisas y mirar con optimismo lo que viene. Sin ese miedo esquivo que paraliza. Sin querer vivir otra vida u otros tiempos. Pienso que vivimos hoy tiempos de cambios. No sé si más o menos que antes. No importa. Pero sé que son tiempos de luchas y tensiones. Tiempos en los que ser cristiano no es un camino fácil. Tal vez nunca lo ha sido. Tiempos de mártires, de radicalidad y tiempos de luz entre las sombras. Decía el P. Kentenich: «Hay situaciones en las cuales no existe otra salida, tiempos en los cuales cada cristiano o es un héroe o no puede seguir siendo más cristiano»[1]. Un héroe, un mártir, un apasionado de la vida y de Dios. Un enamorado de lo humano y de lo divino. Un héroe que no se paraliza en las encrucijadas de la vida. Héroe o nada. Héroe o villano. No me conformo con menos. Podría hacerlo, dejarme llevar, acomodarme, pero no estoy dispuesto. Vivo tiempos llenos de gracia, de presencia de Dios y el desafío es grande. ¿Qué estoy haciendo con mi presente? ¿Cómo me doy por entero allí donde Dios pide mi sí que quiere ser eterno? ¿Qué hago con los talentos que Dios me ha dado?

Vivimos hoy tiempos traspasados por el dolor y la esperanza. Siempre que leo textos apocalípticos me conmuevo: «Mas por esos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas. Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria; entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre». Marcos 13, 24-32. Estos textos fueron escritos a comunidades cristianas que estaban sufriendo la persecución. Sufrían el odio y el desprecio. Morían, eran encarcelados, se arruinaban por seguir a Jesús hasta el extremo. Pero no perdían la esperanza, no se desalentaban. No querían conocer exactamente el día de la venida del Señor. Pero sabían que la victoria estaba de su mano. Por eso estas palabras no son negativas. Al contrario, están llenas de luz. Para esas comunidades la opción consistía en seguir a Jesús hasta el final o renegar de su amor incondicional. Muchos se mantuvieron fieles. Me conmueven estas palabras de ánimo, de esperanza. Es como si esos textos los escribieran hoy para nosotros. En medio de la oscuridad, el sol está cerca, la esperanza, la victoria final. Son palabras que se actualizan hoy para tantos hombres que ofrecen su vida en el martirio, fieles hasta la muerte. Pero sé también que el miedo a la muerte nos paraliza a menudo. Nadie quiere morir de repente. Nadie quiere perder el honor y la vida. Nadie quiere dejar de luchar por mantenerse vivo. Por eso el sí a Dios se hace más radical y hondo cuando la posibilidad de la muerte es una amenaza muy real. Sé también que Dios, en esas ocasiones, logra sacar lo mejor de mi interior. En la presión de la vida me abro por entero a su voluntad, a su deseo. Como leía el otro día: «Nosotros debemos afrontar la muerte y su espera y, mirando al miedo, elegir decir sí al Padre. Todos somos enfermos terminales, sólo es cuestión de tiempo»[2]. La muerte y su espera. Caminar y confiar. Vivir e ir muriendo paso a paso. Somos enfermos terminales. Todos lo somos. Es verdad. Caminamos al encuentro con ese Dios eterno que nos espera. Sólo vale entonces darle el sí de nuevo a Dios cada mañana. En mitad del dolor, en medio de la muerte. Y sentir la compañía de Jesús que no me deja nunca. A veces puede faltar la esperanza, lo sé, a veces no vemos claro por dónde caminamos. Por eso me conmueven las palabras de hoy: «Sabed que Él está cerca, a las puertas». No importa lo que ocurra en mi vida. No importa dónde me encuentre. Él siempre está cerca, a las puertas de mi vida, de mi corazón. Esperando, acompañando. Nada temo. O mejor, temo y confío. Espero y tiemblo. ¿Cómo es mi actitud de espera?

Me gustaría esperar siempre confiado mirando con los ojos de Dios el futuro incierto. A veces tengo una cierta nota dramática en mi alma. Y temo, y dejo de soñar. Y veo sólo lo peor, no confío. Es verdad que cuando uno mira así las cosas, con dramatismo, si todo cambia de golpe en el último minuto, la alegría es inmensa. Pero, ¿para qué tanto sufrimiento por aquello que no hay llegado a suceder? ¿Para qué sufrir por cosas que nunca llegan a ocurrir? Hay tiempos de desesperanza, de dolor, de angustia. Tiempos en los que parece que todo va a salir mal. Como si las desgracias nunca vinieran solas. En esos momentos dudamos, desconfiamos, tememos. No vemos el futuro, lo desconocemos. A veces sufrimos por futuribles, por cosas que no han ocurrido. Nos asusta la vida y la espera se hace eterna. En esos momentos vemos todo peor de como es. No tiene sentido sufrir por lo que no ha ocurrido, llorar por lo que no hemos perdido, lamentarnos por las desgracias que sólo forman parte de nuestra imaginación. ¿Cómo aprender a vivir la espera sin dramatismos? Es un arte. Es una gracia. No es tan sencillo. Mirar el presente como un instante sagrado que Dios me regala para vivir. No querer anticiparme al desenlace de la vida. No querer vivir en el pasado mañana. Sólo hoy. Es ese instante que Dios me regala para amar, para decirle que sí, para dar un paso. Sólo uno. El primero, el último. Un paso hacia delante. Con miedo tal vez. Temblando, no importa. Un paso firme. Un paso con el alma llena de sueños. Decía el Papa Francisco en Cuba: «Un escritor latinoamericano decía que tenemos dos ojos. Uno de carne y otro de vidrio. Con el de carne vemos lo que miramos. Con el de vidrio vemos lo que soñamos. En la objetividad de la vida tiene que entrar la capacidad de soñar. Un joven que no es capaz de soñar está clausurado en sí mismo, cerrado en sí mismo. Uno va a soñar cosas que nunca van a suceder. Pero suéñalas, deséalas, ábrete a cosas grandes. Sueña que el mundo contigo puede ser distinto. Sueña que si pones lo mejor de ti vas a ayudar a que ese mundo sea distinto. No se olviden, sueñen. Y cuenten sus sueños. Hablen de las cosas grandes que desean». Queremos soñar con un mundo distinto, mejor, más humano, más de Dios. Lo hacemos como esos ciegos que confían en la voz de su pastor que les promete el cielo. Eso me alegra. Jesús no me deja. No sabemos cómo es el cielo, no conocemos la luz de la eternidad que nos espera, esa esperanza prometida. No alcanzamos a vislumbrar, ni siquiera vagamente, lo que va a ser ese amor infinito que colmará por fin y para siempre nuestro anhelo infinito, nuestra sed insaciable. Decía el P. Kentenich: «Si un ciego de nacimiento recobrase por milagro la vista, se diría: - Lo que yo me imaginaba no es nada en comparación con la gloria que veo ahora. Pues bien, ése es el estado del alma cuando es colmada por el don de la sabiduría: de pronto verá las cosas en una luz resplandeciente que otros difícilmente se imaginan; y se encenderá su entusiasmo y fervor, de modo que el alma querrá abrazar esas verdades y realidades, y estará dispuesta a vivir y morir por ellas»[3]. De repente ver lo que soñamos con más claridad nos parece imposible. Un ciego sólo se imagina cómo es la realidad que no logra ver, la realidad que sueña. Yo, aquí en la tierra, no veo nada, pero sueño. Soy un ciego esperando el cielo, deseando el cielo. No vislumbro lo que no veo. Sólo intuyo cómo tiene que ser ese cielo que me espera tras esta vida. Porque tendrá que parecerse en algo a lo que vivo en la tierra. Tendrá que haber una coherencia entre ese amor mío tan limitado y el amor que me promete Dios. Una línea continua entre mi felicidad exigua y la felicidad plena que anhelo. Por eso anhelo, sueño, deseo, algo inmenso, infinito, inabarcable. Un mar sin orillas, un cielo sin nubes. Mis ojos no lo ven. El corazón lo presiente. Me gustaría verme colmado de ese don de la sabiduría para paladear algo de lo que me espera en el futuro eterno. Allí donde los relojes no marcarán nunca más los tiempos. La esperanza en ese tiempo eterno y pleno me pone en movimiento. No me detengo. No quiero vivir aburrido, sino lleno de esperanza. Comenta el Papa Francisco: «La oración no es aburrida, la eternidad tampoco. La oración que nos aburre está dentro de nosotros mismos como un pensamiento que va y viene; la oración en nombre de Jesús nos hace salir de nosotros mismos». La oración auténtica, el diálogo hondo con Dios, nos sumerge en el amor de Dios, en su sueño eterno. No es aburrido vivir, no es aburrido soñar con la eternidad. La vida no es aburrida en el presente, ni en ese futuro eterno que anhelamos.

A veces vamos por la vida buscando soluciones para todo. Queremos soluciones concretas y les damos soluciones a los otros. El otro día leía: «Siempre estamos buscando soluciones. Nunca aprendemos que no hay solución. Nuestras soluciones son sólo parches, y así vamos por la vida: de parche en parche. Pero si no hay solución, en buena lógica es que tampoco hay problema. O que el problema y la solución son la misma y única cosa. Por eso, lo mejor que se puede hacer cuando se tiene un problema es vivirlo»[4]. Buscamos para todo soluciones temporales que nos arreglan temporalmente la vida. Pero luego vuelve a ocurrir algo que nos trastoca de nuevo todos los planes. Más soluciones, nuevos problemas. A veces me piden soluciones para la vida. Respuestas prácticas y efectivas. Me sorprendo a mí mismo tratando de cumplir sus deseos, buscando como loco respuestas convincentes. Pero no lo logro. No tengo soluciones para todo, ni para todos. Mejor dicho, para casi nada. No tengo la mejor teoría, ni la mejor solución. Me veo compitiendo conmigo mismo por encontrar la solución más sabia a cualquier problema, la teoría más útil. Conozco personas a las que les gusta tener teorías y soluciones para la vida. Tienen buenos consejos prácticos. Saben la respuesta de muchas preguntas. Conocen el camino más rápido para cualquier sitio. Han descubierto la forma más fácil de vivir la vida. Yo no me veo tan capaz como ellos. Muchas veces me surgen las dudas. No me sé la teoría mejor, ni el mejor camino. No tengo el mejor libro, ni sé lo que tendrían que hacer siempre. A veces, ante el dolor ajeno, me quedo sin palabras, sin soluciones. El problema me supera. La cruz hay que vivirla sin tantas explicaciones. No podemos eludirla, ni darle un sentido inmediato. A lo mejor en el cielo se llena de luz. La cruz, el problema, tenemos que vivirlo. Enfrentarlo. No querer apartarlo en seguida con una solución rápida. ¿Qué libro puedo leer para este problema? ¿Qué tengo que hacer exactamente para vivir bien mi vida hoy y ahora? Preguntas difíciles. A veces guardo silencio. Conozco algunas personas que conocen bien la cruz porque la están viviendo y saben que sólo tienen que vivirla con esperanza. No buscan soluciones fáciles. No me piden respuestas rápidas. Saben que sólo tienen que cargar con la cruz de cada día, en silencio, en presente. Sin angustias. Decía el P. Kentenich: «Dios no envía una cruz más pesada de lo que nuestras fuerzas puedan soportar. Por eso mi camino de cruz es un camino relativamente fácil. Mi sí es un sí filial y confiado a mi camino al cielo»[5]. Repiten seguros su sí filial. Se abandonan y esperan, confían. Es verdad que en el presente la cruz de mi vida es la que puedo soportar hoy, no sé mañana. La cruz en presente supera los sueños eternos. Es hoy, aquí y ahora. A veces, es verdad, abrumados por el momento imposible que vivimos, nos parece inalcanzable una eternidad perfecta. Nos faltan las fuerzas. Por eso me gustaba esta frase: «Algunas veces me parece que debo recordarle a Dios que tengo mis límites. Él me empuja siempre más. Cuando le digo eso, Él me dice que puedo hacerlo. Pero, si ahora siento que no puedo, esperaré hacerlo más adelante»[6]. Me gustaría recordarle a Dios siempre mis límites. Cuando no puedo más. Cuando la oscuridad, la presión, la desolación, el dolor, pesan demasiado. A veces el corazón no puede más. Repito mi sí confiado. Quiero entregarle mi vida en presente. Sé que mi sí es para siempre, es eterno. Aunque la caída me debilite, vuelvo a repetirle que sí, que amo para siempre, que no me conformo con lo vivido hasta ahora, que quiero dar la vida en la oscuridad y en la luz del camino. Así es la vida. Así es lo que podemos llegar a hacer cuando nos dejamos hacer por Dios.

Me gusta el otoño con sus hojas caídas. Los árboles se desnudan en variados colores. La naturaleza se repliega en un intento por volver a nacer. Las calles se tiñen de un manto lleno de matices. La vida espera quieta, aguarda oculta, escondida. Duerme llena de esperanza en una vida que presiente. Muere para que más tarde pueda surgir una vida nueva. Así son los árboles, la naturaleza, la vida. Las hojas caen delante de mis ojos y me conmueve ese suelo a mis pies cubierto de hojas muertas. Esas ramas tendidas a lo eterno, desnudas, casi sin vida. Parecen rendidas a la llegada del invierno. La vida parece que desaparece súbitamente, sin darnos cuenta. Se oculta, se esconde. Lo eterno se vuelve caduco. Muere para volver a nacer. De las hojas muertas vuelve a surgir la vida. De esas hojas muertas que se transforman en alimento que trae nueva vida. En medio de la noche, de los días cortos, me gustaría hacer lo que leía: «Tenemos que encender una gran luz: entonces las cosas negativas se superan y abandonan rápidamente. Si nos colocamos bajo el fulgor de esa gran luz, siempre puede extraerse todavía muchísimo de nosotros»[7]. Me gustaría encender siempre una luz en medio de la noche. Un árbol de hoja perenne en medio de la vida caduca. Hojas verdes que se niegan a dejar sus ramas. No todo es provisorio. Muchas cosas permanecen. Vivimos una época de cosas provisorias. Decía el Papa Francisco: «El ser humano aspira a amar y ser amado, en modo definitivo. La cultura de lo provisional no aumenta nuestra libertad, sino que nos priva de nuestro verdadero destino, de las metas más verdaderas y auténticas. ¡No se dejen robar el deseo de construir en su vida cosas sólidas y grandes! ¡No se den por contentos con metas pequeñas! Aspiren a la felicidad, tengan la valentía, el coraje de salir de sí mismos y de jugarse en plenitud su futuro junto con Jesús». Las hojas caídas me hablan de lo provisorio, de lo temporal, de lo caduco. Y yo sueño con lo eterno. Me hablan de dejar irse a lo que ya no sirve, a lo que no cuenta. Me tocó estar cerca estos días de una persona mayor. No andaba. Su cabeza no regía bien, estaba desorientada mirando el blanco de las paredes del hospital. Los médicos se preguntaban si era necesario invertir en ella. ¿Camina? No era útil, no servía. La vejez va dejando hojas caídas por las aceras. Todavía con vida. Pero ya parecen inútiles. No sirven. Me cuestioné sobre el sentido de la vida. ¿Merece la pena vivir así, sin más, sin ninguna utilidad? ¿O tenemos que vivir haciendo algo concreto? Si no servimos para algo, ¿no servimos para nada? ¿Dar amor y recibir amor no es suficiente para vivir? ¿No basta con sonreír en respuesta al cariño recibido? Me da miedo una sociedad que mueve los árboles para que caigan sus hojas amarillas, las que van perdiendo la vida lentamente y se descuelgan frágiles de sus ramas. Me da miedo agitar las ramas para que caiga lo caduco, lo que no nos gusta, lo que nos incomoda, lo que exige tiempo y dinero. Esa persona mayor me conmueve. No dice muchas cosas. Pero mira llena de luz. Y sonríe llena de vida. Sabe responder a preguntas sencillas y a veces se lanza a hablar de algo que yo no entiendo. No importa. Está llena de cariño y sus ojos azules me hablan de un mar inmenso que yo no abarco. Tiene tanta vida dentro que parece eterna. Y un segundo a su lado, lo aseguro, vale toda una vida. No es una hoja caduca, no muevo la rama para que caiga. Parece que no da nada, y lo da todo. Su sonrisa y su mirada tienen tanta vida que en ellas veo la luz en medio de la noche. Una luz que ilumina el sentido de la vida. Una luz que abre la puerta a la esperanza en medio de las pruebas.

Me gusta mirar a María cuando desconfío, cuando las cosas no resultan, cuando la vida parece no tener tanto sentido. En esos momentos en los que me abruman los problemas, y las prisas, y las hojas caducas que caen o tiemblan. Sí, me gusta mirarla a Ella que camina buscando a Dios por los caminos. Me gusta verla alegre saludando a su prima Isabel con una promesa en su vientre. Me gusta mirarla arrodillada en el Calvario sujetando en sus brazos una carne llena de esperanza, con los ojos rotos. Me gusta mirarla y que me mire y me diga que confíe, que no tema, porque la vida merece la pena. Porque Dios está conmigo y me abraza, y me conduce. Que no tema cuando haya signos de desesperanza en mi vida, signos de noche. Que crea en los brotes verdes que surgen de la nada. Que espere, que crea, que luche. Ella me lo dice siempre. Se alió conmigo un día para construir un nuevo mundo. Un mundo de hojas perennes. O de hojas que se entierran para dar vida. Y desde entonces no me deja, me sostiene. Me mira y me sonríe. Y yo sonrío. Y su abrazo firme me recuerda que estoy hecho para una vida más plena que la que vivo, una vida más honda, más verdadera. Y quiero confiar como Ella en los planes que no entiendo, en los caminos extraños. Mi vida está en sus manos. El P. Kentenich, con cuidado y delicadeza, les mostró desde el principio a los jóvenes cómo María es Madre y Educadora. Me lo recuerda a mí hoy. María nos conduce en el camino de la autoeducación: «María es nuestra guía. ¿A quién temeremos? Ella nos guiará y ayudará en la labor de explorar y conquistar nuestro mundo interior»[8]. Y explica cómo el amor a María desarrollará «un subconsciente religioso extraordinariamente profundo y delicadamente abierto y despejado». María es Madre y educadora de nuestra esperanza. María educa mi corazón. Y me da esperanza en medio de las dudas que me turban. Me levanta aturdido por las preocupaciones y problemas. Tantas veces busco soluciones. Quiero aprender a confiar sin haber resuelto todos los problemas de la vida. Mirar a María me lleva a confiar en su poder. Le entrego mi vida. María no sólo es maravillosa, Reina, Inmaculada, Virgen, pura. María es principalmente Madre. Y no se desentiende de mi vida. Juan se la llevó a su casa a partir de ese día en el Calvario. Se la llevó para cuidarla. Tuvo la suerte de tener a María a su lado a partir de entonces. ¡Qué suerte tuvo Juan! Gracias a su fidelidad al pie de la cruz estaba allí para llevarse con él a María. Estaba en el lugar y en el momento oportuno. Yo también quiero ser fiel al pie de la cruz, para poderme llevar a María, para poder descansar en su regazo, para poder confiar con sus palabras tranquilas. Quiero estar en ese momento oportuno. Porque a veces puedo ponerme dramático. Y sé que Ella va a calmar mi corazón. En mis exageraciones me centra. En mis desánimos me anima. En mi debilidad me fortalece. No desprecia mis quejas, las acoge como Madre. Se conmueve ante mi debilidad asumida y reconocida. Se conmueve y me regala su amor lleno de misericordia. A su lado temo menos y espero mucho más.

 

 



[1] J. Kentenich, Niños ante Dios

[2] Simone Troisi y Cristian Paccini, Nacemos para no morir nunca, 132

[3] J. Kentenich, Hacia la cima

[4] Pablo D´Ors, Biografía del silencio

[5] J. Kentenich, Niños ante Dios

[6] Simone Troisi y Cristian Paccini, Nacemos para no morir nunca, 142

[7] J. Kentenich, Pedagogía del ideal

[8] J. Kentenich, Noviembre 1912

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