Sábado, 20 de abril de 2024

Religión en Libertad

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XXXII Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

1 Reyes 17,10-16; Hebreos 9,24-28; Marcos 12,38-44.

«Esa pobre viuda ha echado en el arca más que nadie. Los demás han echado lo que les sobra, pero ella ha echado lo que tenía»

«Si no hay amor es muy posible que todo se quede en buenas intenciones. Las grandes ideas, si no está el corazón comprometido, permanecen en los libros, quietas, como muertas»

Creo que a veces nos llenamos de buenas intenciones. Quizás demasiadas. Nos decidimos a hacer grandes cosas, a cambiar de vida. Nos marcamos líneas y diseñamos el trabajo a realizar. Nos proponemos ser mejores, cambiarnos y cambiar el mundo con nuestro testimonio. Es mejor eso que dejarnos llevar por la vida sin luchar, sin intentar nada. Pensando que no hay nada que hacer. Es cierto, tener buenas intenciones es mejor que no hacer nada, no soñar nada, no anhelar nada. El que nada espera, nada logra. Por eso nosotros soñamos, anhelamos, deseamos. La vida se nos queda corta, porque el alma tiene nostalgia de infinito. Soñamos en grande y nos consagramos a algo grande. Y el ingenio, en ese camino de la santidad, nos muestra rumbos desconocidos, nuevos, desafiantes. Comenzamos con brío, eso suele ser así, pero puede que luego el ánimo nos vaya abandonando. Nos acabamos dejando llevar por la rutina y nos olvidamos de lo que habíamos decidido hace poco tiempo. Nos falta fe en lo que queremos hacer. Nos falta tener sueños tan grandes y firmes que nada pueda acabar con ellos. Nos falta a veces fidelidad para no dejar por hacer lo que hemos iniciado. Nos da miedo que los grandes ideales se queden vacíos, sin vida. Y nuestros actos no tengan nada que ver con ellos. El otro día leía: «Las palabras son palabras, las creencias son creencias, nada más. Lo que cuenta es cuando se hacen realidad a través de nuestros actos. Llevando lo que pensamos y hablamos a la vida diaria. Sólo así nos trascendemos; de lo contrario seremos tan solo seres espirituales de biblioteca». Las buenas intenciones se pueden quedar en el papel y entonces no marcan nuestra vida. Son importantes porque soñar es lo primero. Pero si luego no se plasman en obras, en gestos, en amor concreto, no avanzamos. Nuestra vida es sabia cuando logramos llevar a la práctica lo que pensamos, lo que deseamos. Plasmar en obras los grandes ideales. Cuando vivimos de esa manera todo parece fácil. En ese momento en el que la vida que llevamos y la que soñamos coinciden. En ese momento en el que los sueños tienen rostro y maneras. En ese momento en el que algo de lo que anhelamos se hace vida en el alma. Se convierte en gestos de amor. Es entonces cuando le damos gracias a Dios porque lo ha hecho posible con nuestras manos. Por eso hoy me pregunto: ¿Estoy viviendo la vida que quiero vivir? ¿Estoy dándolo todo por plasmar en gestos lo que sueño? Si miro hacia delante, ¿cómo sueño mi vida en los próximos años? ¿Cómo me proyecto? ¿Me veo siempre llevando esta vida que llevo hoy? ¿Qué cambiaría? ¿Qué mueve mi alma?

Son preguntas que nos cuestionan, que nos llevan a preguntarnos si es este el camino que deseamos recorrer o no lo es. Me encuentro con muchas personas que, inquietas por estas preguntas, no saben bien qué responder. Tal vez no quieren la vida que llevan y desean una vida que no alcanzan. Quieren ser felices y no saben bien cómo. Su gran preocupación es encontrar un lugar, un sentido, un camino. Es importante, es cierto. Pero ya lo decía el P. Kentenich: «Para ser hijos auténticos no hay que preguntarse dónde somos más felices sino dónde le damos más alegría al Padre. El hijo menor de edade inmaduro se pregunta dónde será más feliz, dónde estará más cobijado, mientras que el hijo purificado se pregunta qué es lo que le causa más alegría al Padre. Naturalmente, a esa mayor alegría estará unido el mayor cobijamiento, que en este caso será una consecuencia y no una finalidad. El cobijamiento es consecuencia de la entrega total. Cuanto más maduros seamos tanto más tenemos que eliminar la búsqueda consciente y directa de cobijamiento y descanso. Así es, si buscamos a Dios desinteresadamente, el descanso, la felicidad y el cobijamiento surgirán espontáneamente»[1]. Maduramos cuando no nos obsesionamos por ser felices. Sino por hacer felices a otros, a Dios. Hay personas que quieren amar con toda el alma, sin egoísmos. Pero se han acostumbrado a una forma egoísta de amar. Y le echan la culpa a la mala suerte cuando fracasan. Culpan a los otros y al mundo. Dicen que es imposible lo que a ellos no les resulta. Y les gusta destacar los fracasos de los demás para minimizar los propios. Tal vez sus sueños quedaron dormidos y sus buenas intenciones nunca se hicieron realidad. Se empeñan en ser felices y se ofuscan. Y en el fracaso, entristecidos, dejan de soñar. A veces nos puede pasar lo mismo. Es parte de la vida. Cuando no nos decidimos a actuar, cuando actuamos y no logramos lo soñado, cuando no nos ponemos en camino y nos dejamos llevar por la corriente. Entonces, en la precariedad de nuestra vida, el desánimo nos endurece el alma. A veces son otros los que acaban decidiendo por nosotros y llevamos entonces una vida que no queremos. O las circunstancias nos atrapan y no sabemos dar pasos audaces hacia delante. Es muy fácil soltar el timón en manos de otras personas y dejar que ellas decidan por nosotros. A veces la corriente, el ambiente que nos rodea, es muy fuerte y hace inútil nuestra lucha. Entonces podemos llegar a convertirnos en hombres masificados que no saben decidir lo que realmente quieren. El hombre masificado se deja llevar por lo que todos hacen. No piensa por sí mismo, no decide. Otros piensan por él, otros deciden. Así lo describe el P. Kentenich: «El hombre masificado no piensa por sí mismo sino que piensa lo que otros piensan y porque los otros lo piensan. No investiga. En el hombre masificado la acción de pensar es tan impersonal que en él piensa es como decir llueve, truena. Porque no pienso yo, no reflexiono yo. Porque ya no tengo la capacidad ni el tiempo para ello, porque estoy continuamente ocupado con la lucha por la existencia. Por eso pensar autónomamente sobre temas espirituales, ¡es algo que he olvidado por completo! La masa piensa por mí»[2]. ¿Soy yo realmente el que piensa la vida que quiero llevar o alguien la piensa por mí? ¿Tengo criterios claros, principios sólidos que no dejo de lado aún en circunstancias difíciles? ¿Sé de verdad lo que quiero? Desde hace años una frase quedó grabada en mi alma: «Sé lo que quiero y quiero lo que sé». Era una ideal para los jóvenes, un camino de vida para los niños en los campamentos. No basta en la vida con pensar con claridad lo que queremos y marcar las líneas a seguir. Después de pensar algo tengo que ser capaz de quererlo, de amarlo y así lo realizaremos. Si no es así, si no pongo el corazón en lo que deseo, es posible que aquello que pienso y decido se quede sólo en el papel. Necesita el amor para hacerse vida. Necesito el amor para ponerme manos a la obra. No es tan sencillo, pero es una tarea preciosa para toda nuestra vida. Querer aquello que decidimos. Amar aquello que soñamos. Saber lo que queremos es importante, pero mucho más amar lo que queremos, lo que intentamos realizar con nuestras torpes manos. Si no hay amor es posible que todo se quede en buenas intenciones. Las grandes ideas, si no está el corazón comprometido, permanecen en los libros, quietas, como muertas.

El otro día leía cómo hay dos formas de enfrentar la vida a la hora de tomar decisiones. Hay personas más extrovertidas que se muestran muy decididas a la hora de actuar. La autora del libro afirma que esta forma es la más valorada: «Vivimos con un sistema de valores que yo llamo el Ideal de Extroversión. El extrovertido prefiere la acción a la contemplación, tomar riesgos en vez de prestar atención, la certeza antes que la duda. Favorece las decisiones rápidas, incluso a riesgo de equivocarse»[3]. Ese tipo de personas tiene más éxito social, logra más cosas. Parece como el ideal a seguir. Y, ¿qué ocurre si uno por su carácter es más introvertido? «Muchos introvertidos son altamente sensibles. Si eres del tipo sensible, eres más apto que la persona promedio para sentirte placenteramente abrumado por la Sonata a la luz de la lunade Beethoven, o una frase bien escrita o un acto de bondad extraordinaria. Puedes ser más rápido que otros para sentirte enfermo por la violencia y la fealdad, y probablemente tienes una conciencia muy fuerte. Cuando eras un niño, probablemente te llamaban tímido, y hasta este día, te sientes nervioso cuando estás siendo evaluado, cuando das un discurso o en una primera cita»[4]. El introvertido tiene más dificultades en la acción rápida. Corre el riesgo de dejar pasar oportunidades en la vida. Pero tiene una gran sensibilidad y se detiene en lo importante. ¿Dónde me sitúo? ¿Me acepto como soy? Hoy parece que lo más valorado es la acción, el éxito y los logros. Podemos caer en la tentación de condenar al que no actúa sin conocer lo que realmente sucede en su corazón. Le damos tanta importancia a los actos, que dejamos de tomar en cuenta las intenciones. Los hechos incuestionables, los logros medibles, nos parecen más valiosos. Lo que sucede en el corazón se nos escapa, porque no lo vemos. Por eso creo que el ideal en esta vida no es simplemente actuar y lograr cosas. Porque podemos llegar a vivir de forma excesivamente extrovertida la vida, volcados hacia el exterior, sin profundidad. Si perdemos la interioridad, nuestra motivación interior, el fuego que mueve nuestros actos, perdemos lo más importante. Actos sin corazón, actos sin hondura. Actuar por actuar no tiene tanto valor. Soñar y amar pero sin plasmarlo en hechos, puede parecernos una pérdida. ¿Dónde está el término medio? ¿Dónde está ese hombre en el que la interioridad y la acción van íntimamente unidas? Un hombre que piensa lo que va a hacer en la profundidad de su corazón. Ama lo que piensa. Sueña con grandes metas y realiza lo que desea. Un hombre que se conmueve y emociona ante la vida, ante el sufrimiento de los hombres que deja una fuerte impresión en su alma. ¿Cómo educarnos en nuestra extroversión para pensar mejor las cosas, para meditar con calma antes de actuar, para tener un rico mundo interior, hondo y cuidado? ¿Cómo educarnos para convertir en obras lo que sentimos y vivimos en nuestro interior, para plasmar el entorno en el que vivimos y no quedarnos con la sensación de haber dejado pasar la oportunidad de actuar? El equilibrio es el sueño del corazón. Sabemos que esa armonía perfecta sólo tendrá lugar en el cielo. Mientras tanto caminamos y asumimos el desequilibrio en el que vivimos. Aprendemos a vivir en tensión. Tenemos que conocernos y aceptarnos como somos. Aceptar si somos más introvertidos o más extrovertidos. Querernos como somos. Y construir a partir de nuestra verdad.

Lo que tengo claro es que necesitamos sabernos muy amados por Dios para poder ponernos en camino. Un solo hecho, un acto, una decisión, no marcan nuestra vida. Necesitamos una experiencia honda del amor de Dios que nos impulse a vivir. El amor de Dios marca un rumbo y un punto de partida. Una persona rezaba: «Mi alma sedienta, busca salir de sí misma, beber de tu fuente de agua viva, navegar contigo mar adentro, saltar al vacío, confiada, entregada, agradecida. Tu mar infinito calma la sed de mi alma y tu amor consuela mi pobre corazón herido. Déjame perder mi vida por seguirte, vaciar mi alma para colmarla de ti, abandonarme dócil y alegre a tu voluntad de cruz. ¡Déjame consumirme en el fuego de tu amor, y que, olvidándome de mí misma, sea sólo reflejo de tu luz, Señor!». El amor de nuestro Padre nos hace tomar conciencia de hijos y nos da valor para ponernos en camino: « ¡Qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos! Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él se purificará a sí mismo, como Él es puro». 1 Juan 3, 1-3. Me gusta pensar que su amor me hace hijo. Todavía no veo a mi Padre tal cual es. Todavía desconfío y no veo su rostro. Pero sé que me quiere. Lo sé en lo profundo de mi corazón, aunque a veces dude cuando me alejo de Él y me cuesta creer en la misericordia. Uno es hijo cuando se sabe profundamente amado por su padre. El amor nos capacita para la vida. Nos hace conscientes de lo que valemos y de lo que podemos llegar a ser. Nos da seguridad para vivir. Esa honda experiencia de tener un hogar nos lanza a la vida, nos capacita para luchar. No buscamos un hogar para sentirnos en casa. Pero cuando lo tenemos es más fácil vivir con el corazón en paz. El amor de Dios es un amor estable y sólido, un amor que no se muda, que no deja de amar y permanece siempre. Me gustaría amar así cada día y sentir siempre ese amor verdadero en mi vida. Porque a veces corro el riesgo de correr detrás de amores que pasan queriendo sanar la herida de mi corazón. Amores de los hombres que me hacen sentir bien por un momento y me recuerdan torpemente cómo tiene que amarme Dios. Pero puedo mendigar amor y pensar que sólo así podré luchar y seguir adelante. Podemos buscar los halagos y el reconocimiento de los demás para sentirnos en paz y felices. Vivir mendigando amor nos hace vivir intranquilos. Necesito tocar el amor de Dios cada día en mi vida. Necesito esa experiencia de hogar para poder caminar y navegar mar adentro.

Sólo delante de Dios no tenemos máscaras. Porque Dios nos ama en nuestra verdad, tal como somos. Ante Él no podemos ocultar lo que hay en el corazón, no logramos tapar nuestras flaquezas, fingir que somos mejores por dentro de lo que realmente somos. En realidad, para Dios somos los mejores. Somos su pertenencia más preciada. Se asombra siempre. Nos admira cada día. Pero nos cuesta tocar esa admiración, ese amor incondicional. Por eso nos cuesta tanto mostrarnos como somos ante los hombres. Desnudos, vulnerables, heridos, rotos. Pensaba en lo que Jesús les dice hoy a los escribas: «Les encanta pasearse con amplio ropaje». Nosotros también llevamos a menudo amplios ropajes. A veces me descubro detrás de mi máscara, de mi ropaje con el que me siento importante y protegido. Siento que pertenezco a un grupo, a un lugar, y eso me protege. El otro día leía un pasaje de Gilbert Brenso: «Cada vez que me pongo una máscara para tapar mi realidad, fingiendo ser lo que no soy, lo hago para atraer a la gente. Uso la máscara para evitar que la gente vea mis debilidades; luego descubro que al no ver mi humanidad, los demás no me quieren por lo que soy, sino por la máscara. Me pongo una máscara, convencido de que es lo mejor que puedo hacer para ser amado. Luego descubro la triste paradoja: lo que más deseo lograr con mis máscaras, es precisamente lo que impido con ellas». Dentro de la máscara me siento seguro. Ahí escondido pienso que valgo más. Soy tomado en cuenta por lo que aparento, no por lo que soy, al menos es lo que creo. Detrás de mi ropaje me siento más fuerte. A los sacerdotes nos puede pasar. Nos refugiamos en el ropaje de sacerdotes. Amplias vestiduras blancas. Tenemos un lugar, un espacio. Poseemos prestigio. Los ropajes son importantes, pero no nos definen. Nos dan identidad pero pueden hacernos esclavos. Nos sentimos seguros y no dejamos que los demás vean quiénes somos detrás de ellos. Cuando nuestros gestos no se corresponden con lo que hay en el alma, cuando nuestros ropajes no tienen que ver con el alma, pierden todo su valor. Lo sabemos, «el hábito no hace al monje». Ayuda, es verdad. El ropaje puede ayudar a sacar lo mejor que uno tiene. En esa seguridad nos podemos dar con más libertad. A veces nuestra máscara, si tapa lo que de verdad somos, nos puede llegar a alejar de las personas a las que amamos. Si no somos lo que mostramos, podemos vivir una mentira. Nos querrán por lo que aparentamos, no por lo que somos de verdad. Todos quisiéramos ser amados por lo que de verdad somos, no por lo que deberíamos ser. Amados por esa verdad confusa y llena de sombras y luces que cargamos en vasijas de barro. Por esa originalidad que Dios ha sembrado en el alma. Pero nos da miedo presentarnos ante los demás con nuestra autenticidad como única carta de presentación, como único ropaje. Tememos el rechazo. Nos parece un pobre equipaje para ganarnos el afecto de los otros. Nos vemos demasiado expuestos y desnudos, pobres. Nos dan vergüenza nuestras mentiras, nuestras debilidades. Nos parecen inaceptables. Los primeros que las rechazamos somos nosotros. Nos juzgamos de forma inflexible. ¿Cómo vamos a pensar en la aceptación de los demás cuando nosotros mismos no nos aceptamos?

A veces me da miedo pensar que Jesús pueda llegar a decir de mí lo que dice de los escribas: « ¡Cuidado con los escribas! Les gusta que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos». Me da miedo pensar que a Jesús no le gusten mis ropajes y mis máscaras. Me da miedo ser como los escribas, tan preocupados por los cargos, títulos, honores y puestos. Jesús no acepta la falsedad, las máscaras, las pretensiones de los hombres enfermos que buscan la fama y el amor de loshombres a cualquier precio. Le duele ese afán de apariencia, de quedar bien, de que todos los reconozcan, de buscar el primer puesto porque es a lo que tienen derecho. A veces también yo me creo con derecho a cosas, porque me lo merezco. Pienso que me deben algo. Jesús no mira por fuera. Él no mira el puesto en el que estoy, ni mi prestigio, ni las alabanzas de los demás, ni mi fama. A Él no le deslumbra lo que parece. Mira a los escribas, y le duele esa diferencia entre lo que parece y lo que es. Jesús mira la verdad del alma. Se fija en lo que nadie se fija y le da igual lo que a los demás deslumbra. Me da miedo caer en lo mismo que los escribas. Me da miedo buscar los primeros lugares y vestirme para que me admiren. Me da miedo que me atraigan los asientos de honor, el prestigio y la fama. Que me guste demasiado que me admiren y alaben. Que reconozcan mi labor. Una persona le decía a Jesús: «Querido Jesús, me es difícil no andar por la vida juntando montañas de halagos. Vanidad del alma. Busco elogios en una carrera desenfrenada por caer a todos bien, por tener fama de santo. Vanidad de vanidades. El corazón busca reconocimiento como si no le bastara sólo el de Dios». ¿Cuál es mi asiento de honor que no quiero dejar nunca y busco con pasión? ¿Dónde descansa mi fama refugiada en su comodidad? Me veo ocupando asientos de honor, esperando que los demás me hagan reverencias y me den banquetes. No me gustaría aprovecharme del necesitado, pasar por delante del mendigo, esquivar al que pueda plantearme problemas y ser cruel. Dejarme servir en lugar de servir. Dejarme ayudar en lugar de ser yo el que ayude. Puede que lo haga. El honor de ser valorado, de ser tomado en cuenta o consultado, de ser preguntado. El honor del reconocimiento de los hombres. Me cuesta que hablen mal de mí. Que me critiquen. Busco los primeros puestos. 

Jesús se sienta delante del arca de las ofrendas y observa: «Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero. Muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales». Jesús se queda a observar la vida. Nunca me había parado a pensar en ese gesto. Jesús mira. Me impresiona esta escena. Jesús sentado, observando. Sin hacer grandes cosas. Sólo eso. Dios en la tierra perdiendo el tiempo. No siempre hay que estar haciendo cosas productivas. Eso me lo enseña Jesús. Mira la vida. No está sentado con la gente. Está sentado observando un gesto ritual que muchos hombres realizan. Un momento de paz en medio del ajetreo del día. De saborear, de mirar en profundidad. ¡Qué poco tiempo estuvo Jesús en la tierra! Además treinta años los pasó con su familia, escondido, sin hacer nada especial. Amando y dejándose amar. Y ahora, en su vida pública, no siempre lo vemos enseñando, curando, llenando sus horas de obras de amor. A veces, como hoy, sencillamente, está sentado, mirando. Me sorprende que lo recoja el evangelista. Lo que hace también es importante. Y me gusta leerlo una y otra vez. Jesús está en Jerusalén. Ha estado enseñando en la explanada del templo. Seguro que la actividad de la ciudad es increíble. También la suya. Cura. Enseña. Está con la gente. Se sienta a mirar a los hombres. Él mira por dentro. En esta escena hay dos miradas. Mira a los ricos y mira a la viuda. Muchos hombres ricos se acercan al templo y echan su dinero. Jesús no los alaba. Me impresiona. Pienso en las colectas en las misas. Nos alegramos con la generosidad del que da mucho. Pero Jesús parece no alegrarse con la generosidad de los ricos, de los que más tienen. Ve que echan mucho dinero pero eso no le impresiona. En eso no se fija. Jesús mira por dentro. Para Él no es tan importante, porque dan de lo que les sobra. Son ricos. Lo tienen todo. Y dan lo que no necesitan. Yo me siento identificado con ellos. Lo tengo todo y me quejo. Rico no es el que tiene más dinero, sino el que tiene en abundancia y no necesita tanto. Rico puede llegar a ser un término despectivo. Porque al rico no se le puede ayudar. Lo tiene todo. No necesita nada. El otro día me impresionó que hablaban de un hombre en la televisión que por momentos había sido el más rico del mundo. No sé cómo se sentiría en su corazón. Tal vez vería realizados muchos de los sueños y anhelos de toda su vida. Tanto esfuerzo recompensado. Toda su vida consagrada a ese fin y lo había logrado. Me impresiona. Por unos momentos el más rico. ¿Uno se siente mejor, es más feliz, si por unos momentos es el más rico? No lo creo. Jesús hoy mira con compasión a los ricos. Porque lo tienen todo y no tienen nada de verdad. Ser ricos no nos hace más felices. A veces nos obsesionamos con tener, con lograr, con ser los más ricos, los más poderosos. Olvidamos lo importante de la vida. Estamos llamados a amar y ser amados. Lo demás es secundario. Podrá no faltarnos de nada, pero a lo mejor nos falta amor. Podremos poseer los bienes más preciados, pero eso tampoco nos hace mejores y no logra darnos la paz que buscamos. Queremos ser ricos, cobrar mucho, poseerlo todo. Nos gustaría tener todas las posibilidades del mundo. Cruzar el Atlántico, llegar a lugares donde nadie ha llegado. Presumimos de lo que hacemos. Nos gusta aparentar más de lo que hay. ¡Qué curiosa es el alma humana que vive comparándose! Nos comparamos con los que más tienen. Menospreciamos a los que tienen menos. Ninguno de esos ricos se fijó en la viuda. Ninguno valoró su gesto. Ellos sintieron que hacían una gran obra dando su dinero a Dios en el Templo. Fueron generosos. Sólo con lo que les sobraba.

Jesús mira con más compasión a la viuda que echa dos reales. «Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir». La viuda que no tiene nada. Es la última, la más pequeña. Escondida, pasa desapercibida. Humilde. Jesús la mira. Ve su corazón. Ve su pureza de intención. Ve su pobreza que es su tesoro. Porque no se queja, sino que además da todo lo que tiene. Ve que todo lo que ha puesto es más de lo que puede. Me impresionan esas personas que viven al día, confiadas. Dan cuando tienen poco, se alegran con la alegría del que recibe. Siempre dan, siempre tienen. Me recuerda a la viuda que habla con el profeta Elías y le da de comer: «La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará». Da todo lo que tiene y se alegra. Y nada le falta. Me impresionan esas personas que no calculan, no llevan cuentas, no escatiman, no se quejan. Me sorprende su generosidad y su confianza plena en el Dios que camina en su vida. No temen, no se angustian. Para Jesús, la viuda es hoy el templo verdadero. Porque Dios está en ella. No mide. No cuenta. Da y confía. Así actúa siempre Dios. Da de lo que no tiene y nos llena con su vida. Ojalá pudiera dar yo así siempre. Sin tacañerías. Sin miedo a no tener. La actitud de la viuda, la actitud de esas personas generosas que conozco en esta vida, me recuerdan el amor de Dios. Jesús me ayuda hoy a fijarme en lo que nadie ha visto. Jesús se conmueve ante esa mujer. Llama a los discípulos para que miren lo que Él ha visto. Le parece importante hablarles de ella. Ellos todavía valoran los puestos, el poder, los amplios ropajes, el lugar principal. Ellos tal vez se fijaron en la generosidad de los ricos. Pero Jesús quiere contarles que para Él eso no cuenta. Ni siquiera cuenta quién da más o menos en el templo. Dios sólo mira el corazón. La intención recta. La pureza y la autenticidad. Sólo mira el porqué hacemos las cosas. El cómo. Jesús quiere que sus discípulos miren lo mismo que Él mira. Que aprendan a mirar más allá de lo que parece. De lo oculto. De lo que no cuenta. Jesús también quiere que miremos como Él y seamos como esa viuda. Quiere que tengamos ese corazón generoso, sin límites. También nos llama a cada uno y nos dice: «mira». Nos pide que miremos a los demás por dentro. El otro día leía: «La compasión es el modo de ser de Dios, su primera reacción ante el ser humano, lo primero que brota de sus entrañas de Padre. Dios es compasión y amor entrañable a todos, también a los impuros, los privados de honor, los excluidos de su templo. Por eso, la compasión es, para Jesús, la manera de imitar a Dios y ser santos como Él. Mirar a las personas con amor compasivo es parecerse a Dios; ayudar a los que sufren es actuar como Él»[5]. Jesús tiene una mirada compasiva. Se fija en los ricos y se conmueve con la viuda. Porque ella sí lo da todo.

La viuda dio todo lo que tenía. Dio sin ser vista. No se detuvo en un gesto histriónico haciendo ver al mundo su generosidad. Nadie se percató de su acto. Nadie, salvo Jesús, sintió que su donativo era cuantioso. En realidad, no lo era. En comparación con lo que dieron los ricos, la viuda no dio nada. Jesús ve su corazón, ve toda su vida y se conmueve. Me impresiona que Jesús se diera cuenta. Yo no me doy cuenta de todo lo que dan tantas personas que no tienen. No lo valoro, no me sorprendo. Me acostumbro a que me den, a que den. Al mismo tiempo yo no doy de lo que me falta, de lo que necesito. Sólo doy lo que me sobra. Si es que lo llego a dar. Es verdad que los ricos dan mucho, pero no lo dan todo. Yo ni siquiera doy mucho. Y me aprovecho para mi interés, para lo que yo quiero. ¿Dónde queda mi deseo de pobreza? A veces decimos que queremos ser austeros, pobres como Jesús. Y luego, al caer la tarde, nos damos cuenta de cómo se encuentra apegado nuestro corazón a la riqueza. No somos pobres, no somos generosos. Quisiera vaciarme de lo que no es importante, y buscar sólo su amor. Temo perder lo que tengo y guardo, me reservo. Conservo la vida porque me da miedo desgastarme. Es lo que hizo Jesús en su vida. Se fue desgastando día a día, poco a poco. No de golpe, no en la cruz. Su vida fue dejarse la piel y el alma amando, entregando. Muriendo por amor. Dio más de lo que tenía, lo dio todo. Me gustaría amar como Él, dar como Él, hasta el extremo y desgastarme amando, dando hasta que duela. Jean Vanier lo describe así: «Imagina a alguien que se cae en la calle y tú vas a ayudarlo a levantarse. Comienzas a escuchar a esa persona, se convierte en amigo. Quizás descubras que él o ella vive en la miseria y tiene poco dinero. No sólo estás siendo generoso: estás entrando en una relación que cambiará tu vida. Ya no estás al mando. Te has vuelto vulnerable; has llegado a querer y preocuparte por otra persona. Has oído su historia. Has sido tocado por esa persona increíble y hermosa que ha vivido algo increíblemente difícil. Ya no estás al mando, no tienes el control, ya no eres más el generoso, te has vuelto vulnerable. Te has convertido en un amigo». El gesto de dar de la viuda, el gesto de dar de Jesús, tiene que ver con esta imagen. Abajarnos para comprometernos con el que sufre, con el que no tiene. Me hago vulnerable y frágil. Una persona rezaba: «Quiero amar en mis palabras y seguirte en mis deseos. Sé que sólo seré feliz si me amoldo a tu sueño y me entrego en cuerpo y alma. Cuando no retenga nada, cuando me desgaste alegre. Sé que si me contengo, pierdo. Si calculo me confundo. Pero, ¡cuánto cuesta amar sin medir y dar sin guardar! Te quiero, Jesús, déjame tocarte siempre. Y al tocarte, acercarme al que te busca. Quiero entregar lo que yo tengo». Me gustaría decirle siempre a Jesús que quiero dar la vida por Él. Seguir sus pasos y dar eso mismo que tengo para vivir. Sin desconfiar de Él. Porque es más generoso, mucho más generoso, de lo que yo pueda llegar a ser nunca.



[1] J. Kentenich, Niños ante Dios

[2] J. Kentenich, 28-10-1962

[3] Susan Cain, El poder de la introversión

[4] Susan Cain, El poder de la introversión

[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

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