Viernes, 04 de octubre de 2024

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¿Todos fuimos adolescentes, no?

¿Todos fuimos adolescentes, no?

por Echad vuestras redes...



Tener un hijo o una hija adolescente en casa puede llegar a resultar un auténtico reto, un ponerse a prueba la paciencia y los nervios, por no hablar de la capacidad de educar, la coherencia, entre otras muchas cosas.

No deseo a nadie verse en el trance de tener que lidiar con un, o una, adolescente y no contar con recursos personales suficientes para salir exitoso de dicha confrontación, discusión o, por decirlo suavemente, intercambio de pareceres. Muchos conservan rasgos y comportamientos inmaduros e infantiles incluso. Ni nosotros somos ellos ni ellos nosotros, por mucho que se quieran medir adolescentes y adultos entre sí.

Pienso que el problema radica en un distinto concepto de la libertad, la responsabilidad, de lo que es sano y razonable de lo que no lo es. Las referencias, valores y modelos parecen hacer aguas en medio de una mentalidad común relativista, de la que participa más, o es más vulnerable, el adolescente o joven, donde todo vale o se lo lleva el viento.

Cuando no convencen del todo los valores “mamados” en casa durante, pongamos el caso, dieciocho años, el adolescente ha de salir a buscar los suyos, los que ocupe ese gran vacío, que antes no se había puesto tan en crisis. No sólo valores, sino también creencias y todo tipo de ideales.

Para descargo de la supuesta debilidad de nuestros ideales o valores, o de nuestra incoherencia y errores, está que a nuestros adolescentes hemos procurado que no les faltara de nada, que pidieran y no pararan de pedir, y estábamos allí para darles lo que necesitaban.

Hemos sido nutricios más que críticos, siempre que hubiera un mínimo de obediencia a las normas comunes de convivencia de la casa, pero cuando les ha importado más su libertad (sin límites aparentes o visibles por nosotros los padres) entonces hemos sido los primeros críticos, de los que han podido acabar hartos.

El recuerdo de nuestro pasado, según haya sido nuestra obediencia, resistencia a la norma (razonada o no), rebeldía,… puede en algún caso devolvernos algo de nuestra cordura o sensatez a la hora de afrontar con más calma un encuentro (o desencuentro) con hijos adolecentes.

Hay que considerar que para muchos de ellos llegar a los dieciocho años es alcanzar su sueño dorado de la independencia, pero en la realidad no es así, ¡qué más quisieran! Salvo en muy contados casos ni siquiera se esfuerzan por aliviar un poco la economía familiar. Y ya ni hablar de la supuesta madurez mental correspondiente a la cronológica, como algo esperable.

Porque se trata de convivir pacífica y familiarmente, de comprender más que de  tener razón unos u otros, quiero proponer tres claves:

Primera: Se trata de relativizar tanto por parte del educador (profesor, madre, padre,…) como del o de la adolescente. Relativizar en el buen sentido de no dar pie a discusiones innecesarias, por cualquier mínimo motivo provocando continuas alteraciones en el ánimo y en la convivencia.

Segunda: Tener paciencia. Escuchar y ver mucho, y sólo después juzgar y, por último actuar.

Y tercera: Pensar -en contra de la mentalidad dominante- que el ejemplo es el mejor maestro, que cunde y es efectivo. Es verdad que quizá no veamos el fruto ni a corto ni a medio plazo, pero lo importante es sembrar una semilla buena en cada momento. Es decir, esperar contra toda esperanza que la adolescencia ha de dejar paso a a la madurez, cuando toda la revolución hormonal y emocional alcance su equilibrio personal.

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