Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Lo esencial es maravillarse

por El rostro del Resucitado

 

En estos días he leído algunas homilías de Maurice Zundel, teólogo y místico suizo del que ya hemos hablado en entradas anteriores de este blog. Mientras leía ésta, cuya traducción brindo a nuestros lectores, mi mente era literalmente asaltada por algunas obras de arte, libros, recuerdos y pasajes de mi propia vida donde ese maravillarse ha sido ver a Dios.

 

Porque es verdad que nuestro corazón, que está bien hecho, sabe reconocer lo que le corresponde y lo que no, del mismo modo que el hombre o la mujer enamorados saben reconocer en su corazón el objeto de su amor. Y para que el amor hacia el otro crezca, es cierto que descubrir rasgos de él que no conocías aumenta ese amor como signo de un misterio. Porque somos un misterio al que sólo Dios tiene acceso total. ¿Quién puede decir que conoce a otro ser humano hasta el tuétano de su alma? Nadie. Yo no conozco a mi hija en su profundidad, aunque llevemos viviendo y compartiendo la vida desde hace trece años. Hay una parte de su vida que será siempre un misterio para mí. Y es bueno que así sea. Y viceversa. Es la parte en la que Dios tiene cabida total para que así nosotros podamos estar con Él en un tú a Tú plenamente personal.

 

¿Que es difícil? Desde luego. Un amigo sacerdote me dijo hace tiempo que el camino que me indicaba como el único para la sanación personal no era un camino de rosas ni una palmadita en la espalda. ¡Y Dios sabe que tenía razón! Pero si se persevera –ayudados por la gracia de Dios, la compañía de la Iglesia y de los amigos que te ayudan a levantar la mirada cuando miras al suelo, entre otros– esa maravilla se va haciendo cada vez más evidente en tu vida y en la de los que te rodean.

 

Y, utilizando una palabra que sólo he oído utilizar de manera tan expresiva a don Giussani, el "gusto" por la vida y sus bellezas en vez de perder sabor, surge de nuevo y con mayor fuerza. "Gusto" y "maravilla" van de la mano porque, siempre como dice Giussani, "si Dios es ayer, también es hoy y es mañana" y la maravilla es ayer, es hoy y es mañana.

 

He aquí la homilía, intercalada por algunas imágenes que no dejan de maravillarnos cuando las contemplamos habitados por una Presencia. Pero seguro que a cada lector le surgen otras en su mente y en su corazón. Porque cualquier cosa que admiramos, cualquier persona que amamos, nos maravilla más, la amamos mejor cuando somos conscientes de que nos remite a ese Otro que en él habita y que, en el caso de las personas, nos hace amar su vida y el destino común que tenemos todos, Cristo. Ya sea tu marido o tu esposa, tu padre o tu madre, un amigo o mi hija.


 

 


DIOS, ESTÁ CUANDO NOS MARAVILLAMOS

 

Homilía pronunciada por Maurice Zundel en Notre Dame du Valentin, Lausanne, el 5 de febrero de 1961.

 

Un sacerdote, al que he visto una sola vez en mi vida, entró una mañana en mi celda de Neuilly y me dijo: "Dígame algo que pueda llevarme en el viaje que voy a hacer". Yo le dije: "¡Pues bien! ¡Que Dios, que Dios le sea nuevo cada mañana!". Y desapareció rápidamente para tomar su tren. Ya ha fallecido y me emociono al pensar que el único vínculo entre él y yo fueron esas palabras: ¡Que Dios le sea nuevo cada mañana!  

 

En efecto, es imposible concebir una religión viva si Dios no es nuevo para nosotros cada mañana. Nos cansamos de lo que conocemos, sentimos la necesidad constante de la renovación. Y un amor que no descubre cada día en el rostro amado un rasgo nuevo que desconocía está condenado a morir pronto.

 

La vida del Espíritu es un descubrimiento inagotable; y para que Dios se convierta en alguien al que amamos apasionadamente es indispensable que cada día Dios sea para nosotros un descubrimiento nuevo. Tenemos la costumbre de hablar de Dios en los términos del catecismo y nos parece que damos vueltas en un círculo cerrado. En realidad, las palabras del catecismo, si las comprendemos bien, son palabras-sacramentos, son palabras abiertas, son palabras que nos invitan a comprometernos en una aventura infinita y maravillosa.

 

Por lo tanto, no es casualidad que la Iglesia, en su liturgia, haya reunido en torno al altar perfumes, colores y sonidos. No es fruto del azar que los más grandes artistas hayan trabajado para la Iglesia y edificado las más bellas obras de arte en la catedral y alrededor del altar del Cordero eternamente inmolado. Ellos sentían, con razón, que toda esa nostalgia de la Belleza encontraba su expresión más alta y su máximo esplendor en Dios y por Dios.



 

 

Todos los grandes hombres, todos los genios, todos los sabios, todos los que están a la cabeza del recorrido de la humanidad son seres que han sabido admirar y maravillarse. Y ha sido Einstein, uno de los más grandes sabios de todos los tiempos, quien dijo esas palabras magníficas con las que nos reveló su alma: "El hombre que ha perdido la facultad de maravillarse y de sentir reverencia es como si estuviera muerto".

 

Es por lo tanto necesario que, de acuerdo con la belleza de este día, en el que sentimos tanta alegría por volver a ver el sol, aprendamos a maravillarnos. Porque las oraciones que pronunciamos aquí, en la iglesia, las oraciones que decimos juntos, estas oraciones quieren comprometernos a esa otra oración secreta, esa oración silenciosa, esa oración personal en la que pronunciamos lo más íntimo de nosotros.

 

Cada uno de vosotros tiene un gusto particular. Cada uno de vosotros es atraído por un determinado aspecto del universo: hay quien ama los bosques y quien ama el mar; los hay que aman las montañas y los hay que aman la música; otros, la poesía; quienes aman las matemáticas o la astronomía; y hay quien, a su vez, comprende que son todas necesarias. Pero cada uno, en esta búsqueda, en este amor, en esta pasión, encuentra su manantial, este manantial que Jesús revela a la Samaritana en el pozo de Jacob y que nos hace entrar, a todos y a cada uno de nosotros, en esa vida eterna que es el Dios vivo en lo más íntimo de nuestro corazones.

 

No hace falta, por lo tanto, pensar que nuestra oración se agota en las fórmulas que recitamos en la Iglesia, en el rosario, en el via crucis, en el "Padre Nuestro" o en el "Ave María". La oración es la respiración del alma que descubre, de golpe, el rostro impreso en nuestro corazón.





 

Y como todos somos distintos, como cada uno de nosotros es único e irremplazable, como Dios no se repite cuando crea un alma, Él da a esta alma, justamente, le confía un rayo de Él mismo y la llama a expresar su belleza en su propio lenguaje, que es único, para que así todas las almas, juntas, constituyan una inmensa sinfonía donde la belleza de Dios no deja jamás de ser cantada.

 

Es por lo tanto necesario que vosotros veáis, que cada uno de nosotros vea sus gustos para que, además de la oración comunitaria, tengamos nuestra oración personal y que cada día, siguiendo nuestro impulso interior, dando un paseo, mirando los juegos que hace la luz, admirando la puesta de sol en las montañas, respirando el silencio de la mañana, escuchando el trinar de los pájaros o una hermosa música, leyendo un buen libro o contemplando una magnífica obra de arte, o emocionándonos al ver el sueño de un bebé, es indispensable que mediante todos esos caminos renovemos en nosotros nuestra admiración, sin la que nuestro amor no podrá mantenerse.

 

En el fondo, todos los santos han sido personas muy apasionadas y el más grande de todos, San Francisco de Asís, quiso morir escuchando el Cántico del Sol. Y San Agustín, cuando quiso expresar el movimiento más íntimo de su conversión, se dirigió hacia esa belleza siempre nueva y siempre antigua que está dentro de nosotros y en la que encontramos la revelación de Dios más personal y más viva porque es Dios mismo escondido dentro de nosotros como un sol, cuya luz es el día de nuestra inteligencia y el reposo de nuestro corazón.

 

Todos los santos son grandes apasionados y esto es porque al ser entusiastas de Dios, su vida, naturalmente, se expresa y florece en Dios.

 

También para nosotros la santidad, es decir, esta adhesión plena que hace de la vida divina, como decía San Agustín, la vida de nuestra vida, también para nosotros la santidad debe penetrar dentro de este impulso, de esta atracción que constituye nuestro gusto esencial, que constituye nuestra pasión maestra y a través de la cual alcanzamos nuestro entusiasmo más total y profundo. Por consiguiente, es necesario que cada uno de nosotros, alejándose de caminos trillados, no se crea en absoluto vinculado a fórmulas ya hechas y no piense además que para rezar por la mañana o por la noche es indispensable decir algo, lo que sea. Lo esencial es recogerse.



 

 

Lo esencial es escuchar. Lo esencial es maravillarse. Porque cuando nos maravillamos, cuando admiramos, salimos obligatoriamente de nosotros mismos y permanecemos suspendidos en la belleza de Dios, gozamos de Su presencia, nos perdemos en Su amor.

 

Y es porque lo esencial para nosotros, para cada uno de nosotros, no es tanto seguir ese u otro camino ya trillado, sino que es mucho más: es darnos cada día la posibilidad de maravillarnos. Si cada día respiramos durante cinco o diez minutos el silencio en el que nuestra vida reencuentra su origen, si cada día Dios se nos muestra con rasgos absolutamente nuevos, si cada día somos promovidos, como dice un gran poeta, a la dignidad de admiradores, entonces Dios dejará de tener para nosotros un rostro ya visto, que nos cansa y aburre.

 

¿Cómo podría ser Dios para nosotros fuente de aburrimiento y lasitud si es en realidad el origen de toda belleza, si todos los cantos del mundo se inspiran en Él, si es el lazo de todas nuestras ternuras y si todos los grandes contemplativos, ya sean sabios, poetas, escultores, músicos o místicos, si todos los grandes contemplativos, a través de un universo vuelto transparente a Dios, han percibido el manantial de un descubrimiento que nunca podrá agotarse?

 

El que ama canta, dijo San Agustín. Cierto, el que ama canta porque el amor surge siempre del maravillarse.

 

Por lo tanto, debemos intentar descubrir cuál es en nosotros la fuente de agua viva. Queremos ir, cada día, al encuentro de ese pozo de Jacob donde Jesús nos espera para revelarnos el secreto más profundo de nuestro amor. Queremos escuchar, queremos escondernos en el corazón del silencio. Queremos entrar en esa gran procesión de la Belleza y entonces descubriremos, efectivamente, un Dios que será nuevo para nosotros cada día y podremos tomar ese atajo audaz que fuerza un poco el lenguaje, pero que contiene una muy profunda verdad: ¡Dios, Dios está cuando nos maravillamos!

 

No lo olvidemos: ¡Dios, está cuando nos maravillamos!

 

 

Helena Faccia

elrostrodelresucitado@gmail.com

 

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