Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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IV Domingo de Pascua-El buen pastor

por Al partir el pan

Hechos 4,8-12; 1 Juan 3, 1-2; Juan 10, 11-18

«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas»

«Jesús es el buen pastor que cuida su rebaño. Entrega su vida. Le importan los suyos. Les ha abierto su corazón. Les ha dejado ver su herida. Están en su intimidad. Sufre por los suyos»

En ocasiones me da pena ver cómo me adapto de forma excesiva a las circunstancias. Me justifico cuando me dejo llevar en mis debilidades y no hago lo que sueño. Me da pena ver que grandes ideales se deslucen ante mis ojos y pierden su fuego inicial. No hago lo que quiero. Hago lo que no quiero. Me siento como S. Pablo ante la debilidad del alma. Mi corazón se apega a la tierra y deja de luchar. Se desordena. Se somete. No tiene la libertad de los hijos de Dios. Como si los sueños perdieran fuerza súbitamente y acabáramos pensando que son imposibles. Que la carne es carne y el espíritu no logra levantarme sobre el mundo. Como si mi amor humano no se pudiera teñir del amor de Dios. Como por un milagro. Y todo porque yo no me dejo tocar. Porque no le dejo entrar a Jesús en mi vida. Creo que tengo que volver a mirar con ojos de niño lo que sueño para no despistarme. Quiero alegrarme con el amor de Dios en mi vida, agradecer por su proximidad, comprender que su misericordia sana mis heridas. Y así volver a esperar lo más grande y no conformarme con los mínimos. El otro día escuchaba: «Algunos creen que ser humilde es soñar en diminutivo». Nunca he querido soñar en pequeño, sino en grande. Pero a veces la vida puede imponerse y logra que dejemos aparcados los sueños de nuestra juventud. Sutilmente o de forma más clara y abrupta, la realidad parece imponerse. El sueño se desvanece y la vida con su fuerza nos acaba dejando algo cansados y tristes. Dejamos de lado los esfuerzos y justificamos el lugar en el que estamos, defendiendo lo cómodo de nuestra situación como algo inevitable, irrenunciable. Pensamos que no es posible vivir de otro modo, hacer otras cosas, dejar de lado ciertos medios. Decimos que Dios lo quiere así, que es lo justo, lo único que se puede hacer con las circunstancias que nos han sido dadas. La Pascua es un tiempo para sorprendernos de nuevo ante el milagro, ante el misterio. Así lo dice el Papa Francisco: «Entrar en el misterio significa ir más allá de las cómodas certezas, más allá de la pereza y la indiferencia que nos frenan, y ponerse en busca de la verdad, la belleza y el amor, buscar un sentido, una respuesta no trivial a las cuestiones que ponen en crisis nuestra fe, nuestra fidelidad y nuestra razón». Vivir de verdad la Pascua supone abrir el corazón a la gracia que todo lo transforma. Sin miedo. Sin acomodarnos. Porque es verdad que todo puede ser justificado cuando nos damos cuenta de que la vida y el sueño corren por caminos diferentes. Entonces queremos adaptar nuestro sueño a la realidad, y no al contrario. Como si nos se pudiera soñar a lo grande, con el misterio de la vida, con lo imposible. No queremos que se nos apague el corazón. No queremos que se conforme. Ni que se mitiguen los anhelos de santidad y la vida corra por caminos comunes, algo vulgares, conservadores, mediocres, tibios, tal vez demasiado humanos. Soñamos con el fuego y el ansia de dar la vida por amor, por Jesús que nos llama, por su ley que es dulce, por su corazón que nos ama. Estamos dispuestos a partirnos por aquel que necesita mi vida como camino de esperanza.

El otro día pude ver una película que invita a soñar muy alto: «Tres monjes rebeldes». Una película realizada por unos jóvenes de Schoenstatt a partir del libro «Tres monjes rebeldes» de M. Raymond. En ella se cuenta la historia del nacimiento del Císter en la Iglesia. Unos jóvenes audaces han vencido todos los obstáculos que se les han presentado durante varios años de trabajo y han logrado su sueño. Han creído que los sueños se pueden realizar. Y todo porque vieron cómo San Roberto comenzó un movimiento de renovación, de vuelta al origen, a la pureza de la regla de San Benito, creyendo en lo imposible. Viendo el testimonio de este santo, ellos mismos se encendieron y lucharon por su ideal. María los condujo en su aventura. Ellos fueron audaces. Su manera de luchar y confiar es un ejemplo para todo. Si no soñamos alto, nunca llegaremos lejos. En un momento de la película, el Abad del monasterio al que entra San Roberto, exclama: « ¿Hay alguien dispuesto a ser santo? ¿Hay alguien dispuesto a permanecer en la brecha de la muralla?». Escuchando esas palabras el corazón de Roberto se enciende. También el mío. Yo quiero ser santo. Y también permanecer en la brecha de la muralla. Roberto quiere ser un caballero de Dios. Quiere desenvainar su espada y no volverla a envainar nunca. Quiere ser fiel a la pobreza y la simplicidad siempre, sin conformarse con los mínimos, con lo diminuto. Sueña con ser un nuevo San Benito. Y su sueño no es un acto de soberbia. Cree simplemente que Dios quiere que sea santo. Es la misma invitación que nos hace Dios a todos. Roberto lo tenía todo. Tenía posibilidades. Podía haber sido un gran caballero en el mundo, pero opta por otro camino. Quiere ser caballero de Dios. Quiere servirle a Él con su vida. Y desde que entra al monasterio no está conforme con lo que vive. Sueña con más y decide vivir con radicalidad en la brecha de la muralla. Cada día, en cada trabajo u oración quiere ser santo. No quiere conformarse. No quiere adaptarse. Sabe que su vida merece la pena sólo si la entrega sin guardarse nada. La solitaria estrella vespertina en el cielo rojo de una tarde le hace ver a Roberto su ideal de vida. El blanco de plata sobre el rojo del fuego. Mira la estrella de la tarde y el fuego se enciende en su corazón. En noches de soledad, cuando llegue a dudar de la misión de su vida, volverá a mirar la estrella. En noches de pasión, cuando su ideal comience a vibrar en otros corazones, en otros monjes, la estrella dará su luz y él descansará en Dios. El blanco de la estrella es para él su ideal de la pureza de la regla en Cristo. Vivir como Benito vivió, como Jesús vivió. Vivir sin contemporizar con el mundo, sin adaptarse a la debilidad de la voluntad que no quiere esfuerzo. Sin intentar contentar a los hombres pretendiendo seguir los pasos de Dios. La radicalidad de vida, la lucha generosa, marcan su camino. Con el paso de los años, el blanco plata sobre rojo fuego significará la hostia blanca sobre su corazón enamorado. Su amor a Jesús le da sentido a todo. Jesús en la eucaristía le recuerda cada día hasta dónde ha de ser su amor. Es Cristo en medio de su corazón de fuego que palpita y arde por él. Roberto confía y deja que Jesús arda en su vida.

Podemos darnos por contentos con los mínimos. Podemos dejar de soñar con las alturas. Todo puede llegar a parecernos bien, prudente, lo que corresponde. ¿Qué significa realmente ser santos? ¿Qué supone estar en la brecha de la muralla luchando por defender la vida de tantos? Nuestra vida se entrega para salvar a muchos. Decía el P. Kentenich: «La santidad no consiste necesariamente en el amor a la cruz, sino en la conformidad con la voluntad divina». La santidad supone fidelidad, amor concreto y diario, amor crucificado, entrega generosa, lucha por una vida en las manos de Dios. Es necesario dejar que Dios reine en nuestra vida, dejar que su poder cambie nuestro corazón y nos haga más libres. El otro día leía: «La tarea de entregar la propia voluntad a la voluntad de Dios. El hombre tiene que abandonar muchas cosas para que le vaya bien. Tiene que dejar el mal, la obstinación, la arbitrariedad. Pero también tiene que renunciar a lo bueno en tanto en cuanto impida el progreso. Pues lo bueno puede impedir el avance del hombre en su camino hacia Dios»[1]. Se trata de renunciar para poseer, de abandonarnos, para dejar que Jesús guíe nuestra vida. No querer controlar, no buscar tantas seguridades. Aunque es verdad que muchos de los seguros que nos ponemos para sobrevivir nos ayudan tantas veces a caminar tranquilos. Nos protegemos para poder seguir viviendo. Pero Jesús quiere entrar allí donde yo no le dejo. Quiere que deje de lado mi propio yo, ese yo que tanto me ata, como nos recuerda el P. Kentenich: « ¡Cuán profundamente apegado estoy a mi yo, aun cuando haya abandonado el mundo!»[2]. Podemos desprendernos de muchas cosas, pero nuestro yo sigue mandando, centrando nuestra vida. Queremos dejar que Dios rompa nuestras defensas, abra la muralla para que por la brecha de nuestra alma herida pueda entrar su amor sin límites. Dios sólo nos pide que permanezcamos abiertos ante Él y ante los hombres. A veces me parece imposible. Construimos muros defensivos. Las heridas nos duelen y no sanan si las tocan tanto. Nos protegemos para no sufrir más. Es lo normal en la vida. Cuidar el alma que sufre, el corazón que ha experimentado el desengaño. La vida no es siempre como queremos. Las expectativas que tenemos no siempre se cumplen. Nos hacen daño. Hacemos daño. Y los recuerdos difíciles nos dejan tocados, heridos, con dolor. Al sentirnos débiles nos protegemos. Construimos un muro que impide así la intimidad con otras personas. Y, al mismo tiempo, evita que suframos más. No queremos sufrir. Nadie quiere sufrir en realidad. Dejar que Dios penetre mis muros es el camino para que Él calme mi corazón. Para que lo llene. Siempre tendremos seguros y protecciones, lo importante es que esas defensas no impidan que amemos con toda el alma, sin miedo, sin temer perder la vida. Darnos, sabiendo que podemos pasarlo mal, sufrir, ser heridos. Pero amando siempre. Y dejándonos amar sin miedo. Así lo hizo Jesús. Él dio su vida. Se dejó querer. Cada día, con cada persona. Me gusta esa intimidad que fácilmente creaba Jesús con cualquiera. Sus conversaciones acababan en lo importante, en lo que necesitaba la persona con la que estaba. ¡Qué peligro quedarnos en conversaciones superficiales! ¡Qué fácilmente evitamos profundizar, ir más a lo hondo del alma! Nos cubrimos para no ser vulnerables. Para no comprometernos demasiado. No dejamos que nadie invada nuestro mundo sagrado. Y pasamos por la vida de puntillas. Sin amar del todo, sin llegar a amar de verdad, hasta la raíz del corazón.

Hoy celebramos el domingo del buen pastor. Jesús amó hasta el extremo. Hasta la raíz. Hoy nos dice: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas». Jesús se nos revela como el buen pastor que cuida a su rebaño con su vida. Normalmente el pastor cuida las ovejas. Pero él da la vida por ellas, no es un asalariado. Le importan los suyos. Les ha abierto su corazón. Les ha dejado ver su herida. Están en su intimidad. Conoce sus vidas. El buen pastor sufre por los suyos. Se conmueve en el dolor y en el peligro. Se entrega por ellos y los protege. Es bonito pensar que nosotros somos sus ovejas. Porque en Él descansamos y nos sabemos seguros. Él nos cuida y protege. ¡Qué importante es tener personas y lugares en los que sentirnos seguros! ¡Qué importante llegar a encontrar en Jesús en la oración el descanso y la paz! El abrazo del pastor calma a la oveja. Muchas veces nos cuesta la imagen de la oveja. La docilidad del cordero. El silencio. La inacción. La actitud demasiado frágil y bondadosa de la oveja mansa. ¡Cuántas veces nos han dicho: hay que ser buenos pero no tontos! Nos parece que ser ovejas es ser un poco tontos, excesivamente débiles, vulnerables. No sé por qué pero nos gusta más la imagen del lobo. Ese lobo que se hace respetar e impone su poder. La fuerza parece dar fruto tantas veces. Ser temidos antes que respetados. El lobo consigue lo que quiere por su fuerza. Es la actitud de aquel que sabe sacar ventaja en muchas circunstancias de la vida. Imponiendo su dominio, haciendo valer su poder. Pero no es así con Jesús. Nos lo dice al hablar del reino: «Para Jesús, la verdadera metáfora del reino de Dios no es el cedro, que hace pensar en algo grandioso y poderoso, sino la mostaza, que sugiere algo débil, insignificante y pequeño»[3]. Su reino es pequeño en la apariencia. Infinito en su majestuosidad. Surge de lo frágil, de lo que no llama la atención, de lo despreciado por los hombres. Se extiende a partir del reconocimiento de la propia pequeñez. Jesús es el cordero, no el lobo. Es el pobre, no el poderoso. Jesús se experimenta débil y necesitado tantas veces en su camino. Calla y es llevado al matadero sin defenderse, sin hacer valer sus derechos, sin buscar la ayuda y protección de los poderosos. Su reino nos parece a veces demasiado impotente e insignificante. No vence por su mucha fuerza. No se impone por sus cualidades. Jesús no sólo es el pastor, Él mismo es la oveja que no se resiste al ser llevada a la fuerza. ¡Cuánto nos cuesta ser ovejas y no luchar por nuestros derechos! Imitar la docilidad y mansedumbre de Jesús es un ideal de vida. En realidad es una constante paradoja. No somos fuertes. Pero nos llegamos a creer que sí lo somos. Somos frágiles y no acabamos de aceptarlo. El otro día leía: «Con los reveses, el tedio, la oscuridad y la visión o la experiencia del pecado, el hombre descubre lo que es: una pobre cosa, un ser frágil, débil, un conjunto de orgullo y de mezquindad, un inconsciente, un perezoso, un ilógico. No hay límite en esta miseria del hombre»[4]. Experimentamos la fragilidad de nuestra vida pero no queremos ser frágiles. Caemos y fracasamos pero no queremos aparecer como derrotados. Necesitamos la ayuda de los demás, pero nos cuesta tanto buscar ayuda. Aceptar que otros carguen con nuestro peso. Pedir que alguien nos socorra en nuestra angustia. Nos hace mucho bien darnos cuenta de que somos ovejas.

Jesús es un pastor herido. Un pastor pobre. Es hijo y padre. Es oveja y pastor. ¿Cuál es el verdadero poder de Jesús, el buen pastor? «Yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por esto me ama el Padre, porque Yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que Yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre». Juan 10, 11-18. A la gente le gusta saber cuánto poder tienen los otros. Su trabajo, su posición social. Quieren saber si tienen poder suficiente para hacer algo. A los apóstoles también les preguntaron con qué poder hacían las cosas: «Nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre». Nosotros también nos preocupamos por saber cuánto poder tienen los demás. O por saber de dónde les viene su poder. Actúan de una manera o de otra de acuerdo al poder que tienen. A veces nos importan más las personas con poder, con influencias. Aquellas que nos abren puertas y nos facilitan la vida. El poder siempre es tentador. El poder de la información. El poder de decidir. El poder de opinar. El poder de las influencias. El poder del dinero. El poder de la violencia. El poder de la fuerza. El poder de Jesús es otro. Es su impotencia fuente de poder. Jesús se pone a favor de los que nada pueden. El otro día leía: «Se pone a favor de los que sufren y en contra del mal, pues el reino de Dios consiste en liberar a todos de aquello que les impide vivir de manera digna y dichosa. Si Dios viene a reinar, no es para manifestar su poderío por encima de todos, sino para manifestar su bondad y hacerla efectiva»[5]. Jesús sirve. Su poder siempre es el servicio. El pastor que sirve y da la vida por amor. Jesús tiene el poder de dar la vida. Me impresiona ese poder. No es el poder de salvar su vida en el peligro. No es el poder que podía haberle abierto puertas entre los fariseos. No es el poder de salvar a todos con milagros, de curar todas las enfermedades. Jesús se muestra débil. Su impotencia nos desconcierta. Su poder en lo humano es debilidad. El buen pastor es débil. No es el pastor que aniquila a los lobos. Es el pastor que fortalece a las ovejas para resistir en medio de lobos. El pastor que educa a pacificar en medio de la violencia. Pero en medio de su impotencia, Jesús tiene un poder que supera a todos los demás poderes. Es el poder de dar la vida por amor. En realidad ese poder lo tenemos todos. Tenemos el poder de guardar la vida o de perderla. De entregarla por amor o malgastarla. Podemos hacer tantas cosas por los demás o quedarnos sin hacer nada. Podemos amar y podemos también odiar. En realidad podemos vivir con sentido o dejar que la vida se nos escape sin ninguna esperanza. Podemos vivir de verdad, con pasión, o conformarnos con una vida gris. El otro día acompañé a una persona en su lecho de muerte. Una mujer a la que había conocido hace unos años ya enferma de cáncer. Siempre me impresionaron su sonrisa, su mirada, la pureza de sus ojos. Ya a punto de morir me miraba con una sonrisa. Ya nada le funcionaba en su interior. Sólo el corazón, sus ojos, su voz, su sonrisa. Eso sí. Miraba con los ojos de Dios. Hablaba de la belleza de su vida. Daba gracias a Dios en medio de muchos dolores. Me conmovió su fe. Su mirada llena de luz. Es cierto, la fe nos salva. Me tocaron mucho su voz, su alegría, su esperanza. Tenía el poder de dar la vida. Nadie se la quitaba. Ella la daba, se la devolvía a Aquel que le da sentido a la vida. Abrazaba a los suyos. Abrazaba a Dios. Es el mismo poder de Jesús. El poder de saber vivir y morir, amar y dar la vida. Así quisiera vivir yo. Así quisiera morir un día. Con ese mismo poder. Desde la impotencia el único poder que nunca perdemos es el de vivir con pasión, con dignidad, con altura. Ese poder no se pierde en el lecho de muerte cuando ha estado presente en nuestro corazón toda la vida.

Hoy Jesús nos habla en la última cena de su libertad interior. Nadie le quita la vida, la da libremente. Obedece. Se somete. Hoy pensaba en la libertad. Es lo más grande que tenemos. Pero, ¡cuánto nos cuesta cuando nos la arrebatan, cuando pensamos que otros nos la quitan! La libertad está en el corazón. Nadie puede imponerme algo en mi corazón, en mi alma. Ahí está el reino de Dios. Mi alma es sagrada. Jesús, nunca fue tan libre como cuando lo ataron a la columna. Ni hubo tanta libertad en su mirada como cuando lo ataron al madero. Nunca sus manos fueron tan libres como cuando estuvieron atadas. Ataron sus manos pero acarició más, consoló más, sanó más que en todos sus milagros por los caminos. Clavaron sus manos y sus pies, pero su abrazo fue más grande y poderoso. Y sus huellas hacia mí fueron mucho más profundas. Yo elijo vivir de una forma o de otra la misma situación. Yo elijo vivirla con Dios o sin Él. Por fuera nada cambia, pero todo es distinto en mi interior. El buen pastor no encierra a las ovejas. En otro evangelio dice que entran y salen del redil. No sólo entran, también salen. Cada una elige. Dios sólo ofrece, propone, espera. Yo elijo estar con Dios o sin Dios. Cada uno tiene su tiempo. Dios no fuerza el corazón. Dios no quiere tenernos a todos cumpliendo sus normas, pero sin ser capaces de entregar el corazón. Lo único que Dios busca es que seamos felices. La oveja es libre de ir, de venir, de elegir. Jesús también es libre cuando se deja prender, azotar, crucificar, matar. Es curioso porque a partir de esta noche Jesús no va a decidir nada ya. Todo lo van a decidir otros. Lo último que decide hacia el exterior es ir al huerto de los olivos a rezar. Es el cordero manso. Es la oveja y el pastor. En el huerto el sí que le da a su Padre lo libera. Ese sí le hace libre. Jesús dice: «Sí, acepto. Sí, quiero. Mi corazón es libre. Soy Yo el que da la vida, no me la arrebatan». Me impresiona su dignidad. Igual que me impresiona su contestación a Pilatos, su mirada en la cruz. Quiero ser como Él. Siempre puedo elegir entre vivir con Él o sin Él en situaciones que me vienen dadas. Puedo hacer de esa situación mi atadura, porque me hace esclavo al quitarme la paz, al llenarme de rabia y de victimismo, o puedo darle un sí. Como Jesús en la noche de Getsemaní. Como María al pie de la cruz. Doy el sí y me hago libre por dentro. Si soy libre, podré navegar por mares desde tierra y surcar montañas sin moverme. Puedo cambiar el mundosi yo soy libre, si decido y opto por Dios. Mi mirada cambia el mundo. ¡Qué tesoro tan grande tenemos con la libertad! Da vértigo. A veces temblamos al decidir y tememos que otros decidan por nosotros. Ejercer nuestra libertad es lo que nos hace más plenamente hombres, hijos. Dejar de ser libres es lo peor que podemos hacer. Cuando nos dejamos llevar, cuando otros deciden por nosotros, nos hacemos esclavos. Queremos tomar las riendas en nuestras manos. Ejercer la libertad de los hijos de Dios. ¿Soy libre en las distintas circunstancias de mi vida? ¿Elijo yo o eligen por mí? ¿Le doy mi sí a Dios a circunstancias que yo nunca hubiera elegido?

El buen pastor conoce a sus ovejas: «Yo soy el buen pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y Yo conozco al Padre». Conocer tiene que ver con amar. Con querer hasta el fondo del alma. Con tocar las entrañas de la persona a la que amo. Conocer y amar son dos verbos que se unen. Decía el filósofo Khalil Gibran: «El amor no tiene otro deseo que el de realizarse. Que vuestros deseos sean estos: fundirse y ser como el arroyo, que murmura su melodía en la noche; saber del dolor del exceso de ternura; ser herido por nuestro propio conocimiento del amor; sangrar voluntaria y alegremente». El amor presupone conocimiento, entrega, renuncia. El amor verdadero lo pide todo. El amor auténtico es hasta el extremo. Así nos ama Dios. Sin límites, sin medida. Nos ama porque nos conoce. Y sólo logramos amar lo que conocemos. El conocer aumenta el amor. Cuanto más conocemos, más verdadero y profundo es nuestro amor. A veces creemos amar, pero no conocemos en profundidad a la persona amada. ¿Conozco de verdad a quien amo? ¿Conozco su vida, sus anhelos, sus deseos? ¿Conozco sus aficiones y pasiones, sus miedos y debilidades? ¿Conozco lo que le inquieta, lo que le entristece, lo que anhela, lo que sueña, lo que espera? ¿Sé lo que le hace feliz? Conocer nos ayuda a amar mejor a quien ya amamos. El amor del pastor por su oveja es el amor de Jesús por el hombre. Un amor que conoce a los suyos hasta las entrañas. ¿Conozco yo así a los que me ha confiado? Jesús nos conoce en lo más íntimo de nuestro corazón. Conoce nuestras luces y nuestras sombras. Sabe por qué lloramos y por qué estamos felices. Respeta nuestros tiempos. Acepta nuestras debilidades. Conoce nuestros límites y nuestros sueños. Lo sabe todo antes incluso de que lo hayamos pensado. A veces intentamos ocultar lo que pensamos, lo que sentimos, nuestros miedos y pesares. Jesús nos pide que no le cerremos la puerta. Porque nos ama como somos. Una locura de amor. Y nos pide que le amemos. Pero, ¡es tan difícil amar a Dios cuando no lo conocemos! Tenemos una imagen distorsionada de Dios. Un Dios juez, duro, lejano. Un Dios que nos hiere y nos envía desgracias. Un Dios que nos castiga y espera de nosotros un comportamiento perfecto. Es difícil amar a un Dios que quiere nuestro mal. ¡Qué importante conocer a Dios verdaderamente! Un Dios misericordioso y bueno en quien descanso. Decía el P. Kentenich: «El poder nutritivo de mi amor procede, por una parte, del mar de las misericordias de Dios, y por la otra, del mar de mis miserias. Mi miseria, debidamente gustada, puede significar más fuerza nutritiva para mi amor que beber de las misericordias de Dios»[6]. Dios conoce mis miserias y me ama con inmensa misericordia. Es el Dios bueno que me quiere en mi debilidad, que me sostiene y acoge. El amor que conoce. El amor que acoge. Y quiere que me ame en mi pobreza. Que no pretenda ser perfecto ante Él. Que reconozca y bese mis heridas. Quiere que aprenda a aceptarme pequeño y frágil, necesitado. Mi miseria es fuente de vida.

Al pensar en la oveja y en el pastor, pienso en la oveja perdida. Se pertenecen mutuamente. Es su oveja. Es su pastor. Ningún otro conoce su nombre. Ninguna otra reconoce a su pastor. El pastor conoce a su oveja perdida de forma especial, la que un día se fue. Y le dice: «Conozco tus sueños de libertad. Los sabía antes de que te fueses. Conozco tu corazón. Sé que sueñas con mares y montañas. Me gusta porque eres coherente y te vas, no te quedas por miedo, por obligación. Fuiste fiel a tus sueños. Yo sólo quiero que te quedes si tu sueño es estar conmigo». La huida de la oveja perdida se convirtió en su momento de mayor amor. En su momento de vida. En la encrucijada más importante. Cuando fue herida, cuando fue recogida. Como los discípulos de Emaús. Jesús fue a buscarlos porque los amaba. Salió a su encuentro. No hizo cálculos. Daba igual el número de los que se quedaban. Los amaba a ellos, los necesitaba a ellos. Salió de su camino por acercarse al de ellos. Los llamó por su nombre, los conoció, como el pastor a las ovejas. Y cuando parte el pan, los suyos le conocen a Él. Es el Señor. Su pastor. La oveja del redil se va. Da igual que queden noventainueve en el redil. Por ella merece la pena dejarlo todo. El pastor conoce su nombre, la nombra en su corazón, sabe de su herida y de sus sueños, sabe lo que le entristece y alegra. Teme por ella. Conoce su sed, su limitación. Sabe que quiere irse. No se siente en casa. Se siente impotente. Se va. Va a buscarla porque le preocupa que le pase algo. La conoce y sabe que lo necesita. La oveja no conoce a su pastor. No sabe de su amor, cree que lejos hará mejor su camino. Es libre para elegir. ¿Y yo? ¿Conozco a Dios en mi vida? ¿Quién ha sido para mí? ¿Con qué nombre lo llamo? ¿Huyo de Él buscando otros pastos mejores? Pienso que Dios nos llama a cada uno de una forma única, pero que también cada uno de nosotros lo llama de una forma personal que tiene que ver con nuestra historia, con nuestros límites y nuestros dones. Dios responde siempre a mi llamada personal. El evangelio dice que las ovejas conocen su voz. ¿Conozco yo la voz de Dios en mi vida, en mi alma, en mi historia? ¿Sé escuchar su susurro, su llamada, sus palabras de amor en medio de mi día? Siempre me gusta cuando Jesús habla de reciprocidad. Habla de un amor libre, que da y recibe. Yo conozco a mis ovejas. Las mías me conocen. El reconocimiento es mutuo. Soy su pastor. Son mis ovejas. La pertenencia mutua. Las ovejas escuchan mi voz. Yo escucho la suya. La llamada mutua. Me conocen. Las conozco. ¡Qué seguridad da saber que no soy un número! ¡Qué paz tener un lugar único en el corazón de Dios, un lugar reservado para mí! ¡Qué misterio que Dios me conozca! Ante Él no tengo que ser de otra forma. Me conoce y me ama. ¡Cuántas veces no nos mostramos como somos porque tenemos miedo a que no nos quieran! Dios sana esa herida de amor tan profunda. Esa herida que me hace mendigar cariño tantas veces. Decía el P. Kentenich: «No es posible conformar nuestra vida con la voluntad de Dios si no nos gusta que los demás nos valoren de acuerdo a como somos. De ser así, nuestra falta de libertad interior es todavía muy grande. Si quiero llegar a ser libre para Dios, debo estar libre de mí mismo, de una valoración enfermiza de mí mismo»[7]. La oveja perdida no conocía a su pastor todavía. Lo conoció en su huida. No se conocía a sí misma. Desconocía su herida, su carencia, su vacío, su necesidad, su desorden. Igual que el hijo pródigo. Igual que los discípulos de Emaús. Igual que Pedro y Tomás. Su pecado y su huida fueron el camino al corazón de Jesús. En el camino la oveja se supo vulnerable. El encuentro de su vida fue fuera del redil, fuera del lugar al que estaba llamada. Porque se hizo dependiente y frágil, porque en su soledad necesitó a su pastor. Su vocación y su felicidad eran ser oveja, ser hijo, pero se alejó porque no quería ser vulnerable ni dependiente. Quería ser como Dios. Su momento de salvación sucedió fuera de su redil, fuera de su camino. Sólo Dios puede hacer eso, convertir la huida en luz, la herida en la mejor posibilidad de desplegarme del todo, la miseria en fuente de amor. Exclamamos hoy con S. Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos». La oveja conoció el extremo del amor de su pastor, que lo dejó todo por seguirla. Y volvió con el corazón libre, subida a hombros de su pastor. Me imagino ese camino lleno de ternura, el pastor curaría sus heridas. Le hablaría con cuidado, sin regañarla, lleno de alegría. Era su oveja encontrada.



[1] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 65-66

[2] J. Kentenich, Hacia la cima

[3] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[4] C. Carretto, Cartas del desierto, 10

[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[6] J. Kentenich, Hacia la cima

[7] J. Kentenich, Hacia la cima

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