Jueves, 25 de abril de 2024

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Meditación de Pablo VI sobre la muerte

Meditación de San Pablo VI sobre la muerte

por Un alma para el mundo

Meditación de Pablo VI sobre la muerte

Juan García Inza

            Estamos en el mes de los difuntos. En estos días pasados muchas personas han visitado las sepulturas de sus seres queridos en el Campo Santo. Por otro lado observamos que otros se toman la muerte a chirigota. Se divierten con algo tan serio hasta el punto de hacer el ridículo. Seguramente cuando ellos estén muertos no les hará ninguna gracia esta estupidez. Tratan de disfrazar la muerte para no pensar en ella. Pero la muerte sigue su curso, y hay que rebautizarla constantemente para vivirla en presencia de Dios. En la muerte de Jesucristo no había máscaras.

            El Papa Pablo VI, recientemente canonizado, divisaba desde la fe su muerte no muy lejana. Y nos dejó esta meditación que recomiendo para hacer una sosegada reflexión estos días.


Se impone esta consideración obvia sobre la caducidad de la vida temporal y sobre el acercamiento inevitable y cada vez más próximo de su fin. No es sabia la ceguera ante este destino indefectible. Ante la desastrosa ruina que comporta, ante la misteriosa metamorfosis que está para realizarse en mi ser, ante lo que se avecina.

Veo que la consideración predominante se hace sumamente personal: yo, ¿quién soy?. ¿Qué queda de mí?, ¿adónde voy?, y por eso sumamente moral: ¿qué debo hacer?, ¿cuáles son mis responsabilidades?: y veo también que respecto a la vida presente es vano tener esperanzas; respecto a ella se tienen deberes y expectativas funcionales y momentáneas; las esperanzas son para el más allá.

Y veo que esta consideración suprema no puede desarrollarse en un monólogo subjetivo, en el acostumbrado drama humano que, al aumentar la luz, hace crecer la oscuridad del destino humano; debe desarrollarse en diálogo con la Realidad divina, de donde vengo y adonde ciertamente voy: conforme a la lámpara que Cristo nos pone en la mano para el gran paso. Creo, Señor.

Llega la hora. Desde hace algún tiempo tengo el presentimiento de ello. Más aún que el agotamiento físico, pronto a ceder en cualquier momento, el drama de mis responsabilidades parece sugerir como solución providencial mi éxodo de este mundo, a fin de que la Providencia pueda manifestarse y llevar a la Iglesia a mejores destinos. Sí, la Providencia tiene muchos modos de intervenir en el juego formidable de las circunstancias. que cercan mi pequeñez; pero el de mi llamada a la otra vida parece obvio, para que me sustituya otro más fuerte y no vinculado a las presentes dificultades. «Servus inutilis sum: Soy un siervo inútil». «Ambulate dum lucem habetis: Caminad mientras tenéis luz» (Jn 12. 55).

Ciertamente, me gustaría, al acabar, encontrarme en la luz. De ordinario el fin de la vida temporal, si no está oscurecido por la enfermedad, tiene una peculiar claridad oscura: la de los recuerdos tan bellos, tan atrayentes, tan nostálgicos y tan claros ahora ya para denunciar su pasado irrecuperable y para burlarse de su llamada desesperada. Allí está la luz que descubre la desilusión de una vida fundada sobre bienes efímeros y sobre esperanzas falaces. Allí está la luz de los oscuros y ahora ya ineficaces remordimientos. Allí está la luz de la sabiduría que por fin vislumbra la vanidad de las cosas y el valor de las virtudes que debían caracterizar el curso de la vida: «vanitas vanitatum: vanidad de vanidades». En cuanto a mí, querría tener finalmente una noción compendiosa y sabia del mundo y de la vida: pienso que esta noción debería expresarse en reconocimiento: todo era don, todo era gracia: y qué hermoso era el panorama a través del cual ha pasado; demasiado bello, tanto que nos hemos dejado atraer y encantar. mientras debía aparecer como signo e invitación. Pero, de todos modos, parece que la despedida deba expresarse en un acto grande y sencillo de reconocimiento, más aún de gratitud: esta vida mortal es, a pesar de sus vicisitudes y sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con gozo y con gloria: ¡la vida, la vida del hombre! Ni menos digno de exaltación y de estupor feliz es el cuadro que circunda la vida del hombre: este mundo inmenso, misterioso, magnífico, este universo de tantas fuerzas, de tantas leyes, de tantas bellezas, de tantas profundidades. Es un panorama encantador. Parece prodigalidad sin medida. Asalta, en esta mirada como retrospectiva, el dolor de no haber admirado bastante este cuadro, de no haber observado cuanto merecían las maravillas de la naturaleza, las riquezas sorprendentes del macrocosmos y del microcosmos.

¿Por qué no he estudiado bastante, explorado, admirado la morada en la que se desarrolla la vida? ¡Qué distracción imperdonable, qué superficialidad reprobable! Sin embargo, al menos in extremis, se debe reconocer que ese mundo «qui per Ipsum factus est: que fue hecho por medio de Él», es estupendo. Te saludo y te celebro en el último instante, sí, con inmensa admiración; y, como decía, con gratitud: todo es don: detrás de la vida. Detrás de la naturaleza, del universo, está la Sabiduría; y después, lo diré en esta despedida luminosa (Tú nos lo has revelado, Cristo Señor) ¡está el Amor! ¡La escena del mundo es un diseño. Todavía hoy incomprensible en su mayor parte, de un Dios Creador, que se llama nuestro Padre que está en los cielos! ¡Gracias, oh Dios, gracias y gloria a ti, oh Padre! En esta última mirada me doy cuenta de que esta escena fascinante y misteriosa es un reverbero: es un reflejo de la primera y única Luz; es una revelación natural de extraordinaria riqueza y belleza. que debía ser una iniciación, un preludio, un anticipo, una invitación a la visión del Sol invisible, «quem nemo vidit unquam: a quien nadie vio jamás» (cf. Jn 1, 18): «Unigenitus Filius, qui est in sinu Patris, Ipse enarravit: el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer». Así sea, así sea.

Pero ahora, en este ocaso revelador, otro pensamiento, más allá de la última luz vespertina, presagio de la aurora eterna, ocupa mi espíritu: y es el ansia de aprovechar la hora undécima, la prisa de hacer algo importante antes de que sea demasiado tarde. ¿Cómo reparar las acciones mal hechas, cómo recuperar el tiempo perdido, cómo aferrar en esta última posibilidad de opción «el unum necesarium: la única cosa necesaria»?

 

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