Viernes, 26 de abril de 2024

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El Amor ha bajado: en torno a un poema de José Luis Hidalgo

por El rostro del Resucitado


Domingo 2 de noviembre de 2014. La liturgia católica celebra la Conmemoración de todos los fieles difuntos. Este año la memoria litúrgica coincide con un domingo, "dies dominicus", día del Señor.

Este hecho arroja una potente luz sobre el drama de la muerte y la suerte de nuestros seres queridos difuntos. Domingo, día de la Resurrección de Cristo. Domingo, victoria del Amor.

EL POETA SANTANDERINO JOSÉ LUIS HIDALGO (19191947)



Hace unos días retomé la lectura de un precioso –y terrible– libro sobre uno de los grandes poetas de la posguerra española: José Luis Hidalgo. Este escritor nació en Torres (Santander) un 10 de octubre de 1919 y murió el 3 de febrero de 1947, enfermo de tuberculosis, en Madrid. Vivió, pues, solamente 27 años.

En 1958 sus restos mortales fueron trasladados a Santander, siendo celebrada una misa en tal ocasión por su amigo, el también poeta Julio Maruri, conocido en religión como Fray Casto del Niño Jesús.

Hidalgo fue pintor y poeta. Su obra poética completa fue publicada, de manera póstuma, en 1976.

La editorial EPESA publicó unos años antes, en 1971, un pequeño libro en el que Obdulia Guerrero ofrecía un estudio biográfico-literario del poeta. Y siguiendo al estudio, una selección de sus poemas. Es esta la lectura que he retomado en estos días.



Hay que decir que la madre de José Luis Hidalgo murió cuando él tenía 12 años. Y que en 1938 fue movilizado y destinado a los frentes del Sur en la Guerra Civil española. Como escribe su biógrafa: "Algo muy grande y definitivo debió partirse en el alma de este soldado-poeta".

En 1944 Hidalgo publica su primer libro, Raíz. Contiene poemas escritos entre los 16 y 23 años. El autor se avergüenza un poco de ellos, pero "como no sé qué hacer con mis dichosos poemas –afirma– he decidido editarlos. Esto o quemarlos era la única alternativa..."

Uno de estos primeros poemas es Hay que bajar. Lo transcribo íntegro.

HAY QUE BAJAR

"Hay que bajar sin miedo.
Hay que bajar
hasta llegar al reino de las raíces
o de las garras,
a ese reino de las manos solitarias
cuya sangre no late,
donde las hormigas nos esparcerán bajo la tierra,
con sus tenazas ardientes,
donde nuestra carne se abrirá como un grito
al cosquilleo escalofriante
de las patas de los insectos
y la viscosa masa de los gusanos
será como una lengua de perro babeante.
Al borde de la luz abandonarlo todo
y sepultarnos en la tierra
aunque nos crujan los huesos
y los nervios se nieguen a abandonarnos
estrangulando nuestra carne con un supremo abrazo.

Nos espera para besarnos la carne de los volcanes
y el corazón de la tierra se abrirá, silencioso, para recibirnos.
Una voz nos dirá:
Al fin llegasteis; venid y purificaos.
(Nuestra sombra andará errante por la tierra, buscándonos,
con un temblor inquietante sobre los ojos).
Y nosotros, diseminados por las plantas, los árboles,
quizá en la niebla de aquel astro,
en la boca de esa serpiente muerta al borde de la noche
o en aquel cuerpo que está cayendo hace tantos años
sobre la luz azul de las nebulosas,
en cualquier masa inerte que se agita sin que la veamos.

Los minerales amarillos, el óxido,
las nubes, el agua
y hasta el fuego que se consume a sí mismo,
todo, todo, abrirá sus venas para recibirnos.

¿Tenéis miedo?
Yo os invito, bajemos juntos
y circulemos con la vida palpitante,
con esa vida oscura de los minerales
que nadie ha visto, pero que se presiente,
como el galope de los caballos con el oído en la tierra.

¿No oís la llamada?
Es la tierra,
la tierra que nos busca para purificarnos
y arrojarnos de nuevo a la luz con su sudor doloroso".

EL AMOR HA BAJADO AL REINO DE LA MUERTE

Hasta aquí el poema. Poema terrible, crudo, casi complaciente con la corrupción de la carne en la muerte. Pero, ¿es eso todo? ¿Y el alma? ¿Será sólo "una sombra errante"? ¿Somos sólo cuerpo, o peor, cadáver? En la corrupción no puede haber conciencia, no pervive ninguna identidad, ni podemos escuchar ninguna voz. Nuestras partículas biológicas podrán reintegrarse en el ciclo de la vida del universo, pero eso no es ningún consuelo si "yo" ya no soy, si no existo. 

¡Qué diferente es la esperanza cristiana! Dios no ha creado la muerte, ni se complace en la corrupción del cuerpo humano, pero la muerte existe, ha entrado en el mundo por el pecado de nuestros primeros padres. Y, ¿qué hace Dios? ¿Cómo responde a la muerte de sus criaturas? Enviando a su Hijo, nacido en la carne, nacido de una mujer, concebido en las entrañas purísimas de la Virgen María, para salvar la carne... y el alma.



El Amor ha bajado al reino de la muerte, al "reino de las raíces o de las garras". Más aún, ha descendido "a los infiernos". Es el misterio del Sábado Santo. La carne de Cristo no experimentó la corrupción del sepulcro, ni tampoco la de su bendita Madre, llevada al cielo en cuerpo y alma. Pero a nosotros, que sí experimentaremos en nuestro cuerpo la corrupción de la que hablaba tan crudamente el poeta, el Señor nos promete la resurrección, la renovación de nuestra carne para que unida de nuevo al alma exista para siempre.

Sólo así serán verdad las palabras de este otro poema de José Luis Hidalgo, y no mera expresión de un deseo irrealizable:

"Yo no quiero morir, como tú has muerto,
sobre la tierra dura, oscuramente.
Quiero brillar con las estrellas, alto;
jamás descansaré, arderé siempre".


Juan Miguel Prim,
elrostrodelresucitado@gmail.com


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