Miércoles, 24 de abril de 2024

Religión en Libertad

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XXVII Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

     Mateo 21, 33-43; Filipenses 4, 6-9;Mateo 21, 33-43
«Plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje»
5 octubre 2014      P. Carlos Padilla Esteban
« ¿Cómo vivir ese amor perfecto que no es el nuestro? Sólo si Cristo ama en mí. Sólo si Él ama mis debilidades y mis defectos. Sólo si ama en mis límites. Desde allí brota la vida»

Yo no sé bien si es posible amar las imperfecciones, alegrarnos del desorden, aplaudir el retraso, valorar el fracaso. Mirar los defectos de los otros y sonreír. Experimentar el mal producido por la negligencia, la desidia, el egoísmo y seguir amando. Es un salto de fe, un salto en el amor. Una canción dice: «Porque todo de mí ama todo de ti. Amo todas tus perfectas imperfecciones». Puede ser que el amor haga todo posible. Pero muchas veces constato mis limitaciones. Pienso en Santa Teresita cuando escribía: «El amor perfecto consiste en soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus debilidades; pero, sobre todo, comprendí que el amor no debe quedarse encerrado en el fondo del corazón. Tú sabes bien que nunca podré amar a mis hermanas como Tú las amas, si Tú mismo no las amaras en mí. Me das la certeza de que tu voluntad es amar Tú en mí a todos los que me mandas amar. Cuando amo es únicamente Jesús quien actúa en mí. Cuanto más unida estoy a Él, más amo a todas mis hermanas». En eso consiste la vida, el amor perfecto que anhelamos. Amar nos lleva a dar sin esperar nada. Nos hace mirar como nos mira Jesús, sorprendido, alegre, admirado de la belleza que ve escondida en mi vida. Pero, ¡qué lejos me encuentro de esa mirada! De ese amor que se vacía en la cruz. De ese amor que nunca dice que es bastante. Mi amor es tan limitado. Me vuelvo a sorprender de sus límites. Amar consiste en caminar, luchar, sufrir, esforzarnos y seguir mirando las altas cumbres, sin perder la esperanza. Quizás nunca lleguemos a la meta marcada. A pesar de todo, sonreímos al mundo. Amar consiste en intentar ascender las cumbres más altas. Y luego, si no llegamos, no amargarnos por el fracaso. La verdad es que yo no sé si soy capaz de alegrarme con las limitaciones de los demás. Pero tampoco con mis propias limitaciones. Lo considero un acto heroico y sólo posible si Cristo lo hace en mí. Me cuesta creer que puedo un día llegar a alegrarme al contemplar una y otra vez mis deficiencias y debilidades, mis negligencias y torpezas. No sé gloriarme por ellas, resaltarlas y decir que son una fuente de vida, mi camino de santidad, el lugar en el que me hago más de Dios, más niño, más dócil. No me parece tan sencillo. Pero sabemos que las limitaciones y deficiencias forman parte de nuestro camino, como decía el P. Kentenich: «Mi alma debe contar con estas cosas, ampliamente, con las cosas desagradables, las injusticias, las desilusiones»[1]. Las desilusiones de la propia vida. Las desilusiones con los demás. Cuando nuestras expectativas no obtienen fruto. Cuando esperamos más de lo que obtenemos. Cuando nos confrontamos con la limitación de la vida y seguimos corriendo hacia delante. Y añadía el Padre: «Las mayores manifestaciones de la misericordia en nuestra vida son las desilusiones que tenemos en la vida. Y en eso consiste la sabiduría del hombre maduro: en que él aprovecha las desilusiones como una escalera, una escalera para el entendimiento, una escalera también para el corazón. Deberíamos esforzarnos mucho más por vincularnos al Dios de la vida que por vincularnos al Dios de nuestro corazón, al Dios de los altares, al Dios de los libros ascéticos»[2]. En nuestra limitación está Dios. Allí nos sostiene. Pero, ¿Cómo vivir ese amor perfecto que no es el nuestro? Sólo si Cristo ama en mí. Sólo si Él ama mis debilidades y mis defectos. Sólo si ama en mis límites. Desde allí brota la vida.

Tampoco sé muy bien si es posible vivir sin preocupaciones, sin agobios, sin miedos. Hoy nos pide San Pablo: «Nada os preocupe». Y miro mi alma enferma, herida y agobiada. Y pienso que no es posible. ¡Tantas angustias y preocupaciones! ¿Cómo va a ser posible cuando el corazón busca lo que no tiene, anhela lo que sueña, espera lo que no llega y sufre? ¿Cómo mirar el infinito bebiendo la finitud de un día y no quedarnos insatisfechos al comprobar los límites? Y ahora escucho: «La paz de Dios custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús». Y el corazón se calma. La paz de Dios nos calmará. Ojalá no me preocupara nunca. Pero me preocupo. Organizo, analizo, me preparo, controlo. Y todo se escapa de mi control. Y lo sé. Sé con certeza que me preocupo muchas veces en vano. Que no merece la pena. Que la vida es mucho más que mis miedos, que mis inseguridades, que mis pesares. Pensamos en lo que ocurriría si perdiéramos todo lo que poseemos, si no tuviéramos lo que nos da seguridad, si dejáramos de lograr lo que parece ser un éxito continuado. Nos quedaríamos vacíos en medio del camino. Alzaríamos los brazos al cielo, hundidos. Nos sentiríamos de verdad pobres de Dios. Sin nada que defender, sin nada que guardar. Pienso en San Francisco. Al final de su vida lo había perdido todo. Sólo tenía su pobre hábito franciscano. Se encontraba en el monte Alvernia entregado a Dios. Pensaba que ya lo había entregado todo. Pero aún guardaba tres bolas de oro en su corazón. El oro por haber sido fiel en la pobreza, la castidad y la obediencia. Esos méritos aún le pesaban en el alma. Se tuvo también que despojar de ellos. Y de sus sueños y planes con respecto a su obra. Esa comunidad franciscana que no seguía todos sus anhelos. Entonces se encontró vacío ante Dios. Rezaba: « ¿Quién eres Tú, Señor de infinita bondad, sabiduría y omnipotencia, que te dignas visitarme a mí, que soy un gusano vil y abominable? Señor mío, yo soy todo tuyo. Tú sabes bien que no tengo otra cosa que el hábito, la cuerda y los calzones, y aun estas tres cosas son tuyas; ¿qué es lo que puedo, pues, ofrecer o dar a tu majestad? Entonces Dios me dijo: - Busca en tu seno y ofréceme lo que encuentres. Busqué, y hallé una bola de oro, y se la ofrecí a Dios; hice lo mismo por tres veces, pues Dios me lo mandó tres veces; y después me arrodillé tres veces, bendiciendo y dando gracias a Dios, que me había dado alguna cosa que ofrecerle». Ya vacío deja el Señor impresas en su cuerpo sus propias heridas. Tenemos que despojarnos de tantas cosas para que Él pueda llegar a nosotros y habitar. A veces tendremos que entregarle cosas muy buenas, pero que se convierten en bolas de oro que nos pesan. Porque estamos orgullosos. Porque nos sentimos buenos, dignos, salvados. Y por eso tenemos que entregárselo todo. Para vivir libres, despreocupados, en su paz. Porque nos preocupamos temiendo dejar de poseer, no recibir, no alcanzar. Tememos acontecimientos terribles que a lo mejor no llegan a ocurrir. Tenemos demasiadas bolas de oro en el corazón. Bolas que pesan y nos hacen dejar de mirar al cielo, a lo alto. Nos movemos temerosos entre la vida y la muerte. La salud y la enfermedad. La pobreza y la riqueza. El amor y el desamor. El recuerdo y el olvido. Existimos en ese margen incierto entre la plenitud y el vacío. Nos movemos entre el ayer y el mañana con desparpajo de hombres arrojados a esta vida. Nos convertimos en cuidadores, en buscadores, en navegantes. Servimos, usamos, nos movemos buscando que la vida tenga sentido. Pero a veces, mirándonos a nosotros mismos, nos ofuscamos con lo que vemos. Queremos más, queremos todo, no queremos perder nada. Mirar sin levantar los ojos es lo mismo que caminar a ciegas. Es mirar sin ideales, sin sueños, sin esperanza. Es caminar sin buscar a Aquel que le da luz a nuestra oscuridad y norte a nuestra desorientación cotidiana.

Dios desea que vayamos a su viña a vivir con Él. Dios desea que cuidemos la viña que con tanto cariño nos ha preparado. Es el deseo de Dios que no quiere otra cosa que no sea nuestro bien. A veces nos olvidamos y le acusamos a Dios de todas nuestras desgracias, de los deseos frustrados, de los planes que no se hacen realidad. De nuestras debilidades y limitaciones. Le echamos en cara la mala suerte. El destino cruel. La enfermedad y la muerte, la pérdida y el olvido. Y, al mismo tiempo, cuando hemos experimentado nuestro pecado, cuando nos hemos cerrado a su amor, a su compañía, pensamos que ya nunca querrá caminar a nuestro lado. No creemos del todo en su misericordia. Pensamos como los hombres, pero no como Dios. Vemos a un Dios justo que nos castigará por no haber hecho lo correcto, por habernos confundido, por haber huido. Pensamos que no somos dignos de su amor y creemos que Dios se ha olvidado para siempre de nosotros. Nos acusamos y condenamos. Cuando Dios simplemente sigue esperando, abrazando nuestra vida, sosteniendo nuestras decisiones. El sí o el no son parte del camino. El error y el acierto. Dios se muestra vulnerable. Aguarda, ama. El otro día leía: «Dios desea y decide mostrarse vulnerable, tierno y sensible ante nuestro sufrimiento, nuestra rebelión y, en especial, ante nuestro amor o desamor»[3]. Es un amor que espera y no se cansa de esperar. Espera el momento de la decisión importante de nuestra vida en el que dudamos. ¿Qué nos pide Dios realmente? ¿Qué quiere de nosotros? ¿Por qué aguarda tanto tiempo impotente ante nuestra libertad? ¿Por qué no nos dice con más claridad lo que Él realmente quiere y cómo y cuándo lo quiere? Surgen las dudas. El cielo abierto. El mar ante nuestros ojos. Caminos nuevos y antiguos. Pisadas y soledad. Dudamos. Quisiéramos no dudar nunca, no tener que preocuparnos ante un futuro incierto. Decidir casi por instinto. O que alguien decidiera por nosotros. Pero ese no es el camino. El camino es el que describía una persona en su oración: «Tú eres el único capaz de convertir un no en un sí, una ausencia en un camino de amor y de fidelidad. Tú lo sabes todo, Tú conoces mi anhelo de seguir tus huellas hasta la muerte, hasta el cielo. Enséñame a servir, Señor, a darme con sencillez, sin doblez, con nobleza, con humildad. Enséñame a comprender también a todos, a no pensar mal, a no criticar, a no juzgar ni creerme mejor, a acoger a todos. Lo que quieres de mí es que me preocupe de las personas, de cualquiera. Lo importante está enterrado siempre, en silencio, en los cimientos del alma. Lo importante eres Tú, Señor. Quiero mirarte cada día con tus brazos abiertos, y poner ahí a todas las personas. Ablanda con tu amor mi corazón, ablanda con tu amor mi vida». Sabemos que Dios es bueno y nos quiere. Nos cuida, se alegra y canta al ver nuestra vida. Pero necesitamos tocar ese amor que ablanda nuestra corteza, la dureza de nuestro corazón. Es lo que deseamos, pero, ¿cómo hacer siempre lo que a Él le agrada? Conozco la viña a la que Dios me llama, la viña que Dios me ha confiado. Me conozco, conozco mi alma. Sé que me ha dado una familia, un lugar en el que crecer, un camino, una vocación. Pero, ¿cómo hacer para entregarle cada día esas bolas de oro que tantas veces no me dejan ser pobre? Jesús quiere que estemos con Él, en Él. Que descansemos en su paz. Nos ha mostrado caminos posibles para encauzar nuestros pasos. Pero saber cuál es el camino que Dios desea no siempre es tan sencillo. La viña, nuestra viña, su viña. La viña es mi vida, mi alma. Allí trabajo, allí descanso, allí soy, me reconozco. Allí Dios descansa y vuelve al final del día a encontrarse conmigo. Un encuentro de amor y paz. Yo cansado, Él feliz de verme. La tentación es pensar que Dios no me necesita, no me busca, no me quiere. Es pensar que nos hemos confundido de viña y que estamos en el lugar equivocado. También el error es pensar que estamos bien, que no hay nada que cambiar, que somos dignos y cumplidores. Ahí guardamos nuestras bolas de oro. Nos puede dar miedo echar a perder lo que Él ha sembrado. No acabamos entonces de emprender la obra de colaboración con el Señor. Caemos en una rutina sin espíritu. Sentimos que ya hemos cumplido y que no hay nada más que hacer. Hoy Dios nos invita a vivir en Él. Es la tarea para toda la vida.

El amor de Dios por nosotros es un amor vulnerable, lleno de misericordia y necesitado. Se arrodilla ante nosotros y espera nuestro sí. Nos sorprende un amor así. El otro día leía: « ¿Cómo puede ser esto en un Dios todopoderoso? Hay algo esencial en la naturaleza del amor, y, por tanto, en la naturaleza de Dios, que hace al amante vulnerable ante el ser amado, no por necesidad o carencia, sino por elección libre y soberana»[4]. El amor de Dios hacia nosotros se encuentra desarmado ante nuestra libertad. Es el amor del padre que espera el regreso del hijo cada mañana a la puerta de la casa. Es el dueño de la viña que espera el fruto del amor porque ha plantado, cavado, cuidado y anhela lo que la viña pueda darle. El fruto de la viña es el mismo amor. El fruto de nuestra vida sólo puede ser el amor. Somos amados. Al ser amados recibimos amor y damos amor. El amor, como bien sabemos, se juega en los detalles, no en las grandes palabras, no en las promesas dichas en momentos de entusiasmo, no en las grandes obras dignas de ser recordadas. No, el amor se juega en esos detalles insignificantes que apenas se ven. En cada momento. En cada abrazo, cada caricia, cada palabra, cada gesto. Amamos al caminar por la vida. O dejamos huellas de desamor en nuestros actos. El amor es presencia. El amor es la entrega cotidiana. Una persona me hablaba del valor de saber estar junto a sus padres ya mayores. Me hablaba de ese amor sin palabras que tanto expresa, porque la presencia lo dice todo:«Cuando el estar tiene la fuerza de ser. Cuando basta con estar al pie de su cruz. Sostenidos en los brazos de María. Sin temor. Callados. Porque sobran las palabras. Sólo confunden y no importan. Porque el amor se expresa con caricias. Con miradas y abrazos. Cuando no importa ya de qué hablemos. El tiempo pasa y es presencia. Presente. Silencio cargado de misterio. Amor hecho vida. Estar con ellos. Eso basta. El beso en la mano. La caricia en la cara. Sí, eso basta. La vida es larga. Ahora sólo queda el presente. El pasado son recuerdos ya olvidados que yo sí recuerdo. Fotos. Abrazos de niño. Sonrisas y risas. Lágrimas. Largas conversaciones sobre la vida. La vida esta llena de pasado. Cargada toda el alma. Y tampoco importa el futuro. Es incierto. No sabemos cuánto futuro habrá en el equipaje que sostengo. Cuántos días almaceno en mi mañana desconocido. No se puede hablar del futuro misterioso. Sólo puedo estar. Y callar. Y mirar. Y esperar agradecido. Uno es al final de su vida lo que ha sido siempre, pero acentuado. Sin maquillaje. Sin tapujos ni mentiras. Sin apariencias. Cuando no controlamos ya nada. Poco importa ya lo que otros piensen. Basta con estar. Con amar. Con ser. En silencio». Es el mismo amor con el que Dios nos ama. Está a nuestro lado. Callado, esperando, cuidando. Es el amor con el que yo quisiera amar siempre. A los míos. Mi propia viña.

Muchas veces la vida comienza con un canto. Queremos alegrarnos y cantar por la belleza de la vida. La vida de Jesús fue un canto de amor a nuestra viña, a su viña, a la vida. El mayor canto de amor. Se metió en nuestra viña y se hizo parte de ella, se hizo Él mismo vid para darnos la vida. Se hizo uno de nosotros y trabajó a nuestro lado, caminó con nosotros, hizo suya nuestra viña. Dice Isaías: «Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña». La vida, el hombre, nuestras obras, nuestra historia, es el lugar amado por el Señor, el lugar en el que somos de verdad. Isaías habla de su amigo que tenía una viña. La escogió, la cuidó, la entrecavó, la descantó, plantó las mejores cepas, esperó sus frutos, la mimó, la eligió. Así, con infinito cuidado, creó Dios el mundo, nos creó a cada uno. Soñando con lo que cada uno puede llegar a ser. Nuestra viña la creó a imagen suya. Le pertenece. Está su huella, su aliento, su mirada. Por eso dice su viña. Cavó con sus manos, eligió las mejores cepas, esperó el tiempo del fruto, la cuidó mientras tanto, la protegió del mal. ¡Qué bonita es esta imagen de amor de Dios hacia el hombre, hacia el mundo! Y es que el amor de Dios es así. Un amor que sirve, que cuida. En seis verbos, en seis acciones, se resume todo el amor: «Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje». El dueño de la viña planta, protege, cava, construye, arrienda y se marcha, respetando nuestra libertad, dejándonos espacio para ser, para decidir, para actuar. Planta una viña. Planta un sueño, siembra la esperanza. El dueño de la viña esperaba todo de su viña. Porque la había plantado y le había dado la vida. Es como el que tiene una semilla y anhela ver el árbol. El dueño de la viña espera probar el mejor vino, porque ha sembrado sus sueños lleno de amor y esperanza. Necesita la viña para tener vino. Y con el vino poder alegrar la vida. La propia, la de otros. Una viña es el comienzo de la alegría. El vino es el símbolo de la fiesta. Vino en abundancia. El mejor vino. Jesús convirtió el agua en vino. No necesitó una viña. La gracia de Dios hizo el milagro. El camino ordinario es la viña. Porque antes del vino siempre hay una viña. Sin milagro. Sólo el milagro del amor. La viña no da vino por sí sola, sin esfuerzo, sin trabajo.
 
Dios cuida su viña, la protege, la rodea con una cerca. Muchos peligros la acechan. Por eso el dueño de la viña no sólo la planta y se aleja. No. La cerca, porque es la mejor forma de alejar los peligros, de evitar los pillajes. Es necesario proteger la viña. Hay mucho peligro. La protección siempre es un seguro. Dios nos protege. Lo hace aunque no nos demos cuenta. Es el cuidado de un padre, de una madre. Manda sus ángeles custodios a proteger el camino. Pienso en las personas que ha puesto a nuestro lado, en la protección de nuestra familia, en los que protegen nuestra fama, nuestro nombre, en los que cuidan nuestra salud. Dios pone una cerca para evitar que nos alejemos. Nos mantiene a buen recaudo, pero permite que nos vayamos, que saltemos la cerca. No nos encarcela. Respeta nuestra libertad. También nosotros cuidamos a otros, otras viñas. Cuando amamos la vida de los otros, cuando nos apasionamos por el hombre, cuando tocamos los corazones de los otros y los cuidamos, cuando disfrutamos de las cosas pequeñas cada día, estamos cantando un canto de amor a su viña. A veces pensamos que todo lo que nos aleja del mundo es lo correcto, lo que nos lleva a Dios sin necesidad de intermediarios. Hoy entonamos un canto de amor por nuestra viña, por la viña de nuestros amigos, de aquellos que Dios nos confía y que son el camino más directo hacia Dios. A través de ellos nos encontramos con su amor. Dios cavó para ahondar en nuestra tierra, plantó las mejores semillas que son nuestros dones, nos protegió, esperó a que cada uno, según su tiempo, su historia, sus limitaciones, diese el mejor fruto. Confiando, cuidando con infinita ternura. Dios no es un viñador lejano. Es el que cuida, el que riega, el que trabaja mano a mano a nuestro lado. El que sueña con la mejor tierra. Nosotros cuidamos también otras viñas. Ponemos cercas, no vallas que impidan los movimientos. Respetamos que sigan otros caminos. Soñamos con protegerles de todos los peligros y nos obsesiona lo que pueda pasarles. Pero respetamos sus pasos como lo más sagrado. ¡Qué difícil es proteger sin limitar la libertad! ¡Qué difícil cuidar y dejar que se expongan a los peligros! Pero el respeto es algo sagrado. Así lo hace Dios con nosotros. Nunca nos encadena. Sólo protege nuestra vida. La cuida con amor. Se arrodilla ante nuestra libertad. Ojalá con frecuencia cantásemos un canto de amor a la viña de Dios oculta en el alma de los que están a nuestro lado. Esa viña única, especial, diferente a todas, que Dios ha creado. Esa viña para la que cuenta conmigo. Me pide que la ame y la cuide, para poder sacar lo mejor, para ayudar a sacar las malas hierbas, con paciencia, con cariño, con esperanza. Habrá tiempo de sembrar y de recoger, tiempo de esperar y de plantar, de regar y de cavar; tiempo de sacar las malas hierbas y de disfrutar. Así es Dios con cada uno, con el hombre. Somos su viña. Su viña amada. Y nos pide que amemos otras viñas.
 
El dueño de la viña cavó en ella un lagar. El lagar es fundamental para pisar la uva. Sin lagar no hay vino. Decía el P. Kentenich en una oración del «Hacia el Padre»: «Sin lagar no hay vino, no hay victoria, solo el morir gana la batalla». La uva tiene que ser triturada. Para ello hace falta el lagar, el lugar en el que comienza todo. Es el altar en el que se entrega la vida, se ofrece el pan y el vino, lo que somos, lo que tenemos. Sabemos que sin esfuerzo no hay fruto. Sin dar la vida no hay fecundidad. Sin muerte no hay resurrección. Así es en la vida. Así es en nuestra viña. El lagar es ese lugar sagrado en el que la uva deja de ser uva para ser vino. Es precioso pensar en ello. La uva ya no es uva. Tiene que morir para dar la vida. Es el comienzo de ese camino. La uva triturada, el vino que se almacena y conserva. Así comienza el proceso. Pero lo primero es el lagar en el que se ofrece la uva. Así deberíamos hacer en nuestra vida. Ofrecer lo que somos para que con ello haga Dios una obra de arte. Para que en nosotros comience una nueva creación. Que nos asemejemos más a Dios como rezaba una persona: «Tú en mi vida y yo en la tuya. Ven, mi Señor. Quiero que mi vida tenga forma de ti, que se amolde a ti mi corazón y mi historia. Y que yo me amolde a la tuya. Que mi vida tenga la forma de tus brazos. Que mis brazos tengan la forma de tu vida. Todo lo que no sea tuyo, sácalo. Todo lo que no seas Tú. Perdóname, Señor, por todas las cosas en mi vida que no son dignas de ti, por mi historia fuera de ti, y sobre todo, por todo lo que en mi corazón no te pertenece». Así tendría que ser. El amor nos hace tener la forma de Cristo, su tamaño, sus sentimientos. Pero es necesario entregar la vida y que la vida tome así la forma de Cristo. Que Dios elimine con cariño y cuidado las impurezas. La uva que se entrega y toma la forma del vino. Muere y da vida. Dios usa lo cotidiano para hacerlo sagrado, lo que cada uno de nosotros vive para llenarlo, para transformarlo. Dios usa mis limitaciones para hacerlas infinitas en sus manos. Dios construye sobre mi realidad. Sobre la uva que hay en mí. El vino lo saca de mi uva. No necesita otras uvas. Se alegra por la mía. Con su color y su tamaño. Es la que Él quiere. Pero en el lagar es donde el Señor saca lo mejor de mí. El lagar de mi viña puede ser una enfermedad, una pérdida, un abandono, una crisis, un fracaso, la soledad, el dolor por la historia vivida, mi incapacidad para aceptar mi camino. En el lagar del sufrimiento Dios saca lo mejor de mí, mi esencia. Es verdad que el dolor puede destruirnos. Es cierto. No es fácil vivir el dolor con un sentido. Dice el P. Liagre: «Por instinto soñamos con un modo de sufrir que nos halague, ensalzándonos a nuestros propios ojos. Queremos sufrir con gran fortaleza, ánimo y generosidad. Esa es la idea que nos hacemos de la alegría en el sufrimiento. Nada más equivocado. Para sufrir es preciso sentir la tristeza y la amargura, el desaliento y la propia impotencia». El sufrimiento nos rompe por dentro. Nos deja vacíos, rotos. Es difícil ver muchas veces luz en mitad del dolor más hondo. Pero allí, en esa oscuridad aparentemente sin esperanza, allí está Dios, surge la luz. Está en el lagar de mi viña, donde me veo desaparecer. Donde mi orgullo muere y mi vanidad cae. Donde entrego las bolas de oro a las que me aferro buscando algo de dignidad. El sufrimiento está en todos. En algunas vidas es más hondo y terrible. Pero todos sufrimos. Cada uno en su medida. En todos la uva tiene que pasar por el lagar. Para sacar lo mejor, la esencia más valiosa. Todos nos encontramos ante el lagar de nuestra vida. No estamos solos. Cristo, el viñador, está allí. Él también sujeto a su cruz nos abraza. Nosotros le entregamos lo que somos. Dejamos nuestros miedos y torpezas. Lo ofrecemos todo.¿Qué tenemos que entregar? ¿A qué tenemos que morir en nuestra vida para dar fruto?

Dios necesita a alguien que se haga cargo de la viña mientras Él está ausente. Y manda un guarda y le construye su casa. Él cuida la viña. Pero hacen falta trabajadores y se la arrienda a ellos. Sólo después se marcha de viaje tranquilo. El dueño de la viña planta, protege, cava, construye, arrienda y se marcha. Me gusta pensar en un hombre que deja el corazón protegido. Nos manda a nosotros. Somos los arrendatarios, los trabajadores. El dueño tiene un sueño, un tesoro y lo cuida. Pone a cargo de la viña a personas en las que confía. Atatodos los cabos y espera que salga todo bien. La viña es su bien más preciado. Está el futuro asegurado con el vino. Toda una vida. El que tiene un tesoro nada teme. Confía en la labor de los suyos. Pero las cosas no salen como esperaba. Pasado el tiempo, el dueño de la viña busca el fruto anhelado: «Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían». El tiempo clave. Llega la vendimia y busca las uvas con las que sacará el mejor vino. Pero fracasa. Es rechazado. Jesús nos dice que va a padecer, que va a fracasar en su intento de cuidar la viña, que lo van a perseguir y matar. Me impresiona mucho este momento en que Jesús intuye que no va a ser fácil. Ya sabe que unos lo persiguen y lo juzgan. Ya tenía dolor en su corazón de pastor. Él ya veía que no podía llegar a todos, que algunos no lo acogían, que el pecado de la envidia, del afán de poder, del miedo a dejar de tener todo controlado, es a veces más fuerte que su amor. ¡Qué impotencia para Él! Y siguió dando su vida. No temía el fracaso. Aún quedaba esperar el tiempo. Aún quedaba mucho que amar. Muchos hombres que abrazar. Sólo por uno merecía la pena dar la vida. Es raro este momento en que Jesús deja entrever lo que intuye que va a suceder. Lo empujaron fuera y lo mataron. Me conmueve escuchar que lo empujaron fuera. Así hacemos muchas veces nosotros con Jesús. Él quiere estar dentro, viene, se acerca, y nosotros lo empujamos fuera de nuestra vida, no queremos que tenga nada que ver con nosotros, no queremos que lo organice todo a su medida. Lo hacemos así porque no nos conviene, porque rompe nuestros planes. Por eso lo relegamos a los ratos de oración pero no dejamos que sea el Dios de nuestra vida, el caminante a nuestro lado, nuestra vid, nuestro Señor. No dejamos que se meta dentro y lo desbarate todo. Tiembla el corazón al pensar en esas palabras de Jesús. ¡Cuánto hablaría de esto con su Padre! Hablaría de la viña, de su misión de derramarse, de partirse, sin reservarse nada. ¡Cuánto necesitaría su consuelo, su fuerza y el apoyo de los suyos! Su roca era la oración. Ya se acerca el momento del amor hasta el extremo, el momento de la vendimia, del lagar. El tiempo en el que Él deja de ser el enviado a la viña para ser el que muere por la viña, el que muere por mí. Tanto amó mi viña que se hizo vid, se hizo parte de mi vida, se hizo carne de mi carne. Sin Él mi vida no se explica, no tiene sentido. Tanto me amó que esa noche, en el cáliz, levanta su sangre entregando su vida. El vino, su vino, es su sangre, su vida, su aliento, su presencia. El vino es Cristo. Por eso el vino de mi campo lo transforma en amor que no pasa, que permanece para siempre. En esa noche santa se cumplió esta parábola y, sin decir nada, se dejó prender, condenar, crucificar. Lo sacaron fuera y lo mataron. No quisieron dar cuentas, cambiar de vida, pasar por el lagar. No quisieron cuidar al dueño de la viña. Tal vez no lo conocían. No habían experimentado su abrazo. No habían sostenido su mirada. Por eso lo echaron de su viña. Muchas veces nosotros hacemos igual. Cerramos la puerta del alma. Nos escondemos porque no queremos exponernos a más cambios. Porque nos asusta aceptar tanto amor que nos obligue a amar más, hasta el extremo. Porque nos acomodamos y descuidamos la viña. Y no queremos que Él venga y se ponga a cavar, y a cuidar la viña de nuestra alma.
 
Lo cierto es que no todo lo que hacemos en la vida da su fruto. De nosotros no depende el fruto. Pero sí trabajar la tierra, sembrar la semilla, cuidar la planta, regarla con esmero, cavar y eliminar las malas hierbas que amenazan el fruto. Sólo tenemos que ser pacientes en nuestra viña y confiar en el poder de Dios que nos ama con locura y nos invita a llevar una vida en Él, llena de Él. San Pablo nos dice: «Todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta. Y lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis, visteis en mí, ponedlo por obra. Y el Dios de la paz estará con vosotros». Filipenses 4, 6-9. Se trata de cuidar nuestra viña y alegrarnos por ella. Estoy llamado a cantar un canto de amor a mi viña, a la viña de mi vida donde Dios una y otra vez me ha salido al encuentro. Por eso quiero cantar un canto de amor a mi historia, a los que Dios ha puesto en mi camino. Un canto de amor al dueño de mi vid, al viñador, al que es, en mi alma, la vid. Un canto a Aquel que lo da todo cada día por mí, al que espera mis frutos con paciencia infinita. Un canto de amor a ese viñador que llama, que espera a todos, que paga a todos según su medida, que no pone condiciones, que invita cada día, que sólo desea que esté a su lado. A ese viñador que da la vida, que me enseña a dar la vida, que me enseña a amar la viña de mi vida. Sólo me pide que tenga paciencia. Que nunca me desespere, que confíe. Me enseña a valorar las cosas de mi vida como son, sin esperar siempre algo distinto, algo que no llega. Porque eso produce frustración. Y nos impide alegrarnos de las pequeñas ganancias del camino y cantar a nuestra viña. Porque tantas veces esperamos un fruto imposible, que nunca va a llegar. Dios sí que espera con paciencia, sabiendo nuestros tiempos, nuestras idas y venidas, nuestro crecimiento lento, nuestras caídas. Él siempre confía y espera todo de nosotros. Vuelve una y otra vez a la puerta de nuestra viña buscando nuestro amor. Nosotros a veces lo acogemos. Otras lo echamos fuera.
 
¿Qué hace Dios cuando no obtiene su fruto?¿Qué hace el dueño de la viña?En esta parábola Jesús termina preguntando a la gente, que quizás no sabía que estaba hablando de ellos. Les pide su opinión y ellos responden. Los hombres medimos de una forma y Dios de otra. Los hombres dicen que Dios castigará, que matará. Esa es muchas veces nuestra idea de Dios, y así pensamos que debe ser, la justicia es matar al malvado y devolver lo mismo. Jesús no contesta a esto. Porque Dios nunca nos retirará su amor. La muerte de Jesús fue el mayor abrazo de Dios al hombre, fue la puerta abierta, el perdón a todos, el camino al cielo. Todos tienen derecho a estar en la viña con Él. No hay ningún hombre que no tenga cabida, ni nadie que tenga más derecho que otro. Basta con querer entrar y cuidar la viña. Sobre el lagar de su muerte comienza la vida. Sobre lo que los hombres desecharon se sostiene el mundo. Es la piedra angular. A veces es así, sobre lo más débil se construye lo más fuerte, sobre mi debilidad Dios se hace fuerte. Esa roca del Gólgota que sostuvo la cruz, que se quebró por el peso de Dios clavado y entregado, que se agrietó por su sangre derramada, esa roca es nuestro pilar, nuestro apoyo más seguro. En ese momento el dueño de la vid y el hijo aman hasta el extremo su vid, al hombre. Parece imposible, pero esa es nuestra medida. Hoy Jesús está lleno de ternura por los suyos, por la viña de nuestra alma que sin Él no da fruto. Sólo tenemos que abrirle. Está a la puerta y llama. La viña somos nosotros, que hemos sellado una alianza con Dios. Una alianza de fidelidad. Una alianza para cambiar el mundo con nuestra vida, con nuestro sí, con nuestra entrega. Hemos dicho que sí y nos hemos comprometido. Pero luego, la vida, las circunstancias, los miedos, nos han hecho perder el rumbo. La viña es nuestra vida entregada que se pierde si no se cuida, que no da fruto si no se trabaja cada día, con paciencia.
 

[1] J. Kentenich, 1953
[2] J. Kentenich, 1953
[3] J. Langford, El fuego secreto de la Madre Teresa, 131
[4] J. Langford, El fuego secreto de la Madre Teresa, 133
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