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Religión en Libertad

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XXV Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

 Isaías 55, 6-9; Filipenses 1, 20c-24. 27;Mateo 20, 1-16
« ¿O vas a tener tú envidia porque Yo soy bueno?»
21 Septiembre 2014      P. Carlos Padilla Esteban
«Creo que lo importante es aprender a «estar» donde estamos y a «ser» a partir del lugar en el que estamos. Es una tarea para toda la vida. Queremos ser capaces de echar raíces»

No es fácil distinguir el significado de los verbos «ser» y «estar». El «estar» habla de estados y lugares, de momentos a veces pasajeros. Pero también tiene que ver con algo permanente, con echar raíces, con simplemente «estar» sin necesidad de tener que hacer algo. El «ser»habla de la esencia, de lo que somos de verdad. El «estar» puede ser algo temporal. El «ser»parece más definitivo. Estamos de paso en esta vida. Pero somos eternos. Estamos en lugares que pueden pasar, o quedar. A veces esos lugares determinan lo que somos. «Estar» no sólo es pasajero, puede implicar también estabilidad. Estar en un lugar puede hablarnos de pertenencia. Pertenecemos al lugar en el que estamos. Pero a veces es precisamente lo que nos falta a nosotros que pasamos de un lugar a otro, sin hogar. Vamos corriendo buscando saciar el alma con demasiadas cosas. Deseamos estar a la última, con el último móvil, a la moda, moviéndonos. «No es posible hacer siempre lo mismo», pensamos, y nos negamos a la estabilidad. Nos parece algo caduco y sin futuro. «El dueño del pasado no puede ser al mismo tiempo el dueño del futuro», afirmamos. No podemos vivir de recuerdos. Y buscamos cosas nuevas, lo más novedoso, lo que acaba de cambiar. El verbo «estar» nos parece insulso, sin vida, demasiado estático. Falta novedad y movilidad, flexibilidad y pasión. Es un verbo desprovisto de alegría. Es propio de la muerte. El que muere está en su lugar de descanso para siempre. Allí reposa. En él ya no hay vida. Entonces vemos que es mejor «estar» de paso que «estar» para siempre en un sitio. La rutina nos agobia. El «ser»nos habla de algo permanente, mientras que el «estar» denota fugacidad. Hoy estamos en un sitio y mañana en otro. Parece todo pasajero y temporal. Por otra parte, confundimos muchas veces los dos verbos. Décimos que alguien es injusto cuando lo que sucede es que no estuvo acertado en su actuar. Decimos que alguien no es sabio, sólo porque cometió un error. A un niño le decimos que es vago, o tonto, o malo, o mediocre. Cuando a lo mejor simplemente ha sido vago o torpe o malo en un momento determinado. Fue una simple caída, pero no algo definitivo. De un hecho, de un acto, no podemos deducir el «ser» definitivo de una persona. Porque además, las apariencias a veces engañan. Por el hecho de «estar» en un determinado lugar no quiere decir que estemos de corazón allí plantados. A veces nos ven en un sitio e interpretan quiénes somos a partir de ese lugar, nos juzgan. A lo mejor aciertan. Tal vez no. Estamos en un sitio y parece que es nuestro sitio definitivo, pero a lo mejor sólo estamos de paso o simplemente no estamos donde quisiéramos estar. Podemos «estar» rodeados de gente y no por eso dejar de «estar» solos. En la vida es más importante lo que somos que donde estamos. Pero el hecho de «estar» nos ayuda a ser. No basta con «estar» en un sitio, en una posición, en un lugar determinado, para pertenecer a esa realidad y ser de una determinada manera. Podemos estar en un lugar sin comprometernos, sin querer dar la vida por lo que representa esa realidad. Tantas veces estamos con una persona pero no estamos realmente con ella. Estamos allí físicamente pero el alma ha volado, está en otra parte, no hay compromiso.

Lo que de verdad importa es aprender a «estar» donde de verdad estamos y a «ser» a partir del lugar en el que estamos. Pero eso es una tarea para toda la vida. Queremos ser capaces de echar raíces. Cuando estamos y no nos comprometemos es como si simplemente estuviéramos de paso por la vida. No somos entonces dignos de confianza. Porque hoy estamos allí, pero, ¿quién sabe?, mañana podemos no estar. El que no está con el corazón en el lugar en el que le toca vivir tal vez sea porque teme el compromiso, o echar raíces profundas que le quiten libertad. Jesús pasó por la vida haciendo el bien. Pasó sembrando semillas de esperanza. Estuvo en muchos lugares, holló muchos caminos, surcó mares. Amó hasta el extremo y fue amado. Creó vínculos, aún sabiendo que un día causaría dolor la separación. Compartió la vida con muchos hombres, pescó con ellos, les habló de la vida, soñó a su lado, imaginó el futuro, compartió deseos. Allí donde estaba su cuerpo, estaba su alma y echaba raíces. Se enterraba hasta lo más hondo sin miedo a perder la movilidad. Reconozco que no entiendo la vida de otra forma. Si hoy me toca estar aquí, me comprometo y no hay más. Miro a Jesús y siento que es lo que me pide. Si mañana no estoy aquí no lo sé. No controlamos el futuro. El peregrino hace de la tierra que pisa su hogar. Jesús se comprometía con ese hombre del camino, con el peregrino, con el que vivía en su tierra. Era pastor y padre, hermano y pobre. Era viento y hogar, fuego y esperanza, roca y mar. Era y, al mismo tiempo, estaba. A veces lo tildaron de pecador al verlo comer con publicanos. Pero no era pecador, y sí que estaba con pecadores. Juzgaban que no era Dios y se confundían, sospechaban de las apariencias. Los que comían con Él lo veían como parte de su camino. Los que lo miraban de lejos, juzgaban sus actos. Fácilmente nosotros hacemos lo mismo y deducimos el «ser»a partir del «estar». Pero no es tan evidente. Las consecuencias no se pueden sacar con tanta facilidad. El hábito no hace al monje. El lugar no nos hace de una determinada manera. Lo que somos es capaz de cambiar un lugar. Aunque también es verdad que, cuando lo que somos no está claro, el lugar puede cambiarnos por dentro. Si el lugar, la atmósfera, es capaz de elevarnos a lo alto, daremos gracias al cielo. Si el ambiente es negativo, nos tirará hacia abajo y dejaremos de aspirar a lo más alto. Por eso son tan importantes los lugares en los que estamos, los ambientes que compartimos. Nos hacemos personas en un lugar determinado, en un hogar, en un espacio, en una realidad, en un mundo muy concreto. Somos allí donde estamos y hacemos de ese espacio nuestra vida. Nos hacemos en aquel lugar que escogemos o allí donde nos ha llevado la vida. El «estar» es muy importante, porque nos forma. Pero siempre somos más que ese lugar que habitamos.
 
María «estaba» al pie e la cruz: «Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre». Jn 19,25. María estaba allí, en aquella cruz. María era mucho más que aquel lugar que olía a injusticia, a dolor, a muerte. María era Madre, Hija, Esposa. Era niña y Reina. Era esclava y pobre. Era parte del corazón de Jesús, estaba en sus mismas entrañas, clavada con Él, en Él. Igual que Él estaba en sus entrañas de Madre. Por eso ese día, a esa hora, estaba en Jesús y Jesús en Ella. María estaba en su misma cruz, porque no podía estar en otro lugar. Estaba junto a su Hijo, acogiéndolo en sus brazos, sosteniendo su dolor, no dejándolo caer. María es Madre, Esposa, Hija. María no estaba de paso en la vida de Jesús, en la vida de los hombres. María estaba allí para siempre. Al pensar en María al pie de la cruz, lo primero que pienso es en eternidad, solidez, pertenencia. María no estaba de paso al pie de la cruz. María «estaba» en la cruz y «era» al mismo tiempo parte de la cruz. En ese mismo lugar había muchas personas: soldados, curiosos, simples espectadores, escribas, fariseos, amigos y enemigos de Jesús. La mayoría estaba allí de paso. No se quedaron ahí para siempre. Cuando acabó todo regresaron a sus casas. En pocos de ellos cambió algo en sus vidas por haber estado allí ese día. María, sin embargo, estaba allí para siempre al pie de la cruz. Ese «estar» cambió su corazón de Madre. Hoy sigue estando al lado de la cruz. Esa herida de tanto dolor ensanchó su alma, la hizo navegable para los hombres. Sus pies quedaron clavados en la tierra, en lo más hondo. Su rostro permaneció alzado al cielo, mirando la luz escondida en la muerte. Su alma quedó clavada en la de Cristo para siempre, unida a su Hijo, atada como Esposa. San Bernardo le dice a María: «Esta espada no hubiera penetrado en la carne de tu Hijo sin atravesar tu alma. La cruel espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de muerto, no llegó a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya». Su alma no podía irse de aquel lugar. Nunca pudo irse. No quiso irse. Estaba en la cruz, en el monte Calvario, en la tierra que se elevaba sobre el mundo. Allí estaba María firme, de pie, solemne, recia. Como una columna. Hoy, cuando uno entra en el Santo Sepulcro en Jerusalén, adora a Dios vivo. Cristo vive allí. Y en ese mismo lugar, al otro lado del sepulcro, está María. De pie, firme, permanece a su lado, sosteniendo el cáliz de su sangre, de la vida verdadera. Allí, al pie de la cruz, de nuestra cruz, María no se tambalea, no cae. Es una mujer de una pieza. Mirar a María no es mirar a una mujer dulce, blanda, a una mujer que no ha sufrido, impasible, afable. No, mirar a María es mirar a una mujer fuerte, firme, arraigada, elevada, estable, digna de confianza. María «está» y «es». Es esa mujer sólida que no se deja llevar por los vientos, por los miedos, por la vida. Al mirarla sentimos nuestra propia debilidad, nuestra vulnerabilidad, nuestra inestabilidad. Son fugaces nuestros actos y nuestras palabras. Tantas veces no estamos donde decimos estar. Nuestras palabras no realizan actos. Nuestro amor no se expresa en la vida. No somos lo que queremos ser. Nos dejamos llevar por el viento, nos tambaleamos ante las cruces del camino, caemos y no podemos sostener a otros. Estamos de paso en nuestros compromisos, fugaces momentos de sí. Nos mantenemos hasta que el amor desparece, hasta que corren vientos nuevos. Así de blanda es nuestra fortaleza, nuestra roca. Mirar a María es pedir el don de saber estar en la vida como Ella estuvo. «Estar» con mayúsculas, para que el corazón se arraigue. «Estar» enraizado significa «estar» anclado en lo más hondo de la vida, en lo más profundo de Dios. Entre el cielo y la tierra. En el cielo y en la tierra. Estar tiene una connotación de eternidad. María nunca se ha bajado de la cruz de Cristo desde aquel momento. Allí sostiene el cáliz de su Hijo, sostiene la vida, nos sostiene a los hombres.

Allí abraza a su Hijo y nos abraza a nosotros. Ella no está de paso por nuestra vida. No corre, no pasa de largo, se detiene ante nosotros. Me emociona pensar en ese «estar» de María que está lleno de vida, de luz, de esperanza, de camino. Su «estar» al pie de la cruz es una mirada que se alza, es un gesto que se inclina hacia lo alto. Los pies algo elevados y firmes. Las manos que buscan. La voz que se quiebra al tocar el aire. Los ojos que se mueven buscando su rostro. Ese «estar» junto a Jesús tiene más movimiento que tantos movimientos nuestros que no van a ningún lado. El «estar» de María está cargado de amor. Tiene raíces profundas y grandes alas. Es un «estar» que se adentra en el alma del amado, que se mueve suavemente, sin violencia. Es un «estar» que es donación, entrega, sacrificio. María asciende a la cruz. María se queda en la cruz. María no huye del costado abierto de su Hijo. Permanece allí para siempre en lo más profundo de su entrega, de la grieta por la que brota la vida. Toca el madero y permanece clavada en él, estática, extática, para toda la eternidad. Sale de sí misma al estar alzada, clavada, elevada, callada. En ese gesto insignificante para muchos, María se dona. No se ve el movimiento. Está contenido en todo su amor que se regala. Pero ese «estar» de María va más allá de aquel madero. Es un amor que no se queda en la cruz quieto. Es un amor que desciende hacia los hombres y se pone en camino. María se abaja, como se abaja el mismo Cristo. Y su amor crucificado se convierte en un amor que levanta, carga y sostiene muchas vidas. El amor de María se pone en camino, se hace peregrino. Su «estar» se hace encuentro, movimiento, vida. Ella está en nosotros, con nosotros, a nuestro lado, al pie de nuestra cruz, caminando con nosotros. Es y está a nuestro lado. El amor nunca es estático. El amor es peregrino. Sale de sí mismo y emprende el éxodo buscando al necesitado. De nada sirve hablar muy bien y decir cosas bonitas si no nos ponemos en camino al encuentro del hombre. El Papa Francisco lo decía estos días, las palabras no bastan, es necesario entregar el corazón: «Sin cercanía y sin esperanza los sermones no sirven. Son vanidad. Se pueden hacer bellas predicaciones, pero si no se está cerca de las personas no sirven de nada». Nuestro amor al hombre se convierte en el amor que levanta, aguanta, carga y sostiene. El amor de María es así. Un amor herido que busca el corazón herido de los hombres. Ella viene a nosotros para que nosotros le entreguemos la vida, el corazón, nuestra cruz, nuestra llaga.

Hoy nos habla Jesús del amor de Dios. Es un amor de éxodo, en movimiento. Un amor que sale a buscar al hombre porque lo necesita: «El Reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: - Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde e hizo lo mismo-. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: - ¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar? Le respondieron: - Nadie nos ha contratado. Él les dijo: - Id también vosotros a mi viña». Jesús quiere que trabajemos en su viña. Nos necesita. Siempre me impresiona que Jesús necesite mis manos, mis pies, mi voz. A veces uno tiende a no valorar los dones que tiene. Y piensa que Dios no necesita nuestros pocos talentos. Nos equivocamos siempre de nuevo. Dios necesita mi vida, mi sí, mi apertura para seguir sus pasos. El problema es que muchas veces ignoramos su búsqueda. Sale por la mañana temprano, al mediodía, al atardecer. No deja de buscarnos. Puede que acudamos a primera hora de la mañana. Puede que lleguemos al final del día. Puede que no lleguemos. Está en nuestras manos. En ocasiones la respuesta que damos es la de los últimos trabajadores: «Nadie nos ha contratado». Y nos quedaremos tranquilos al pensar que es cierto, que nadie ha venido a buscarnos, que nadie se ha metido en nuestra vida. Siempre pienso que Dios llama de muchas maneras. Lo que pasa es que nosotros esperamos una manera muy especial y esa ocasión no llega. Esperamos una llamada personal, inconfundible, no insinuaciones que no somos capaces de descifrar. Dios sigue buscándonos. Busca que le demos lugar en nuestra vida. Cada uno en su camino, en la vocación a la que Dios le llama. Jesús nos sigue llamando a vivir a Él consagrados. Lo sigue haciendo. Busca la radicalidad en la entrega. El sí definitivo. Decía Benedicto XVI: « [Quisiera] despertar el ánimo de atreverse a decisiones para siempre: sólo ellas posibilitan crecer e ir adelante, lo grande en la vida; no destruyen la libertad, sino que posibilitan la orientación correcta. Tomar este riesgo y con ello aceptar la vida por entero, esto es lo que desearía trasmitir. María: ¡he aquí un ejemplo!». Los que fueron a la viña tomaron una decisión trascendente que cambió sus vidas para siempre. Dejaron de «estar» en la plaza, para «estar» en la viña. Dejaron de «estar» sin trabajo para «estar» trabajando para el Señor. Las decisiones para siempre incomodan. Un sí a Dios para «estar» a su lado, en su cruz, como María, para siempre. Son palabras mayores. El otro día bendije un matrimonio. Al hacerlo pensaba en la trascendencia del momento. El corazón humano desea un para siempre. El amor no se conforma con lo caduco, con lo temporal. Al amor sólo le vale un «estar» comprometido, sin excusas. Un «estar» que no se conforme con darse a medias. Un sí para siempre suena con fuerza en el alma, conmueve. Es el grito de nuestras entrañas. Queremos amar siempre, sin descanso. Da igual la hora del día en la que Dios venga a nuestro encuentro. Lo maravilloso será si somos capaces de seguir sus pasos, de decirle que sí para siempre. En ese momento único del encuentro se decide la hondura de nuestra vida.

La importancia del denario es la importancia del amor que se recibe: «Cuando oscureció, el dueño de la viña dijo al capataz: - Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: - Estos últimos han trabajado sólo una hora, y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno. Él replicó a uno de ellos: - Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque Yo soy bueno?Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos». Mateo 20, 1-16. Un denario a cada uno. Lo apalabrado, lo que era justo. Nadie protestó por la mañana al ser contratado por un denario. Nadie protestó al mediodía al ofrecerle lo debido. Todos recibieron un denario. La justicia de Dios. Comenta Monseñor Van Thuan: «Si Jesús fuera nombrado administrador de una comunidad o director de empresa, esas instituciones quebrarían e irían a la bancarrota: ¿cómo es posible pagar a quien empieza a trabajar a las cinco de la tarde un salario igual al de quien trabaja desde el alba? ¿Se trata de un despiste, o Jesús ha hecho mal las cuentas? ¡No! Lo hace a propósito, porque -explica-: - ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque Yo soy bueno?»1. Jesús muestra cómo Dios es justo y misericordioso. Es generoso y hace con lo suyo lo que quiere. No comete injusticia con ninguno porque a cada uno le da lo pactado. Y es un Dios misericordioso que tiene misericordia con los últimos. André Frossard comentaba: «Dios sólo sabe contar hasta uno». Y decía Juan Manuel Cotelo que a Dios le interesa cada uno y hace lo posible para llegar hasta él. Utiliza «un libro, una sonrisa, un gesto de amor, una persona sufriente a nuestro lado, un milagro portentoso y repentino, una obra de arte, una casualidad aparente, un accidente, incluso se sirve de un pecado nuestro para conquistarnos». Es la opción preferencial por cada uno, por mí, por el que está perdido, por aquel al que nadie llama, por el que no tiene dónde ir, dónde estar. Es la opción preferencial por los que llegan al final, por aquellos con los que nadie contaba en la mesa. Es la misma mirada del Padre sobre el hijo menor que vuelve a casa y le hace una fiesta al regresar arrepentido. Es la libertad de Dios y su amor incondicional. El amor personal que sólo cuenta hasta uno, porque a Dios no le interesan las grandes masas, las sumas, los números, las cifras que hablan de éxitos humanos. Le interesa cada hombre, un hombre, yo mismo. Y además me busca y me quiere sin importarle mi condición, a qué hora llego, qué he hecho con mi vida. No me contrata por mis cualidades, sino por la apertura de mi corazón. Comenta el P. Kentenich: «Pero, si hablamos del amor de misericordia, ¿qué significa esto? ¡Que nos ama sin que lo hayamos merecido! Y esto no lo podemos dejar nunca de tener en cuenta en nuestro pensamiento. Pues ¡cuán frecuentemente nos experimentamos en nuestras debilidades, en nuestras pequeñeces! ¡Cuán frecuentemente experimentamos la grieta que existe entre el ideal y la realidad! Si Dios es el amor misericordioso, podemos con pleno sentido concluir: nuestra miseria es el más poderoso imán para poner en movimiento la misericordia divina»[1]. Dios busca a cada uno porque es bueno y misericordioso. Lo busca allí donde se encuentra, con sus miedos y vacilaciones, con sus debilidades y limitaciones. Dios me necesita a mí, me va a buscar a mí y me paga por ello lo que Él quiere. Dios es libre para repartir como quiera lo que tiene. Un denario parece justo. Nos lo da todo. ¿Cuál es el denario en mi vida? ¿Cómo me paga por mi entrega? El denario es paz, alegría del corazón. Es la satisfacción por la vida que merece la pena. Es la sonrisa de alguien agradecido, una palabra de ánimo, un momento de paz al final del día.

El Evangelio nos habla de la importancia de alegrarnos con la vida, con el lugar en el que estamos. Es un regalo estar en la viña. Es la alegría de construir el Reino de Dios. Se trata de aprender a estar donde estamos, allí donde hemos sido llamados. Decía el P. Kentenich: «Quien quiera mantenerse firme en medio de la tempestad de la época y hacerse fuerte como un roble, ha de unir indisolublemente a Dios las raíces de su alma»[2]. Aprender a echar raíces donde Dios nos ha puesto. Unidos a su corazón de Padre. Porque la viña es nuestro hogar, nuestra familia, nuestra tierra, el trabajo que ahora nos toca. Muchas veces me encuentro con jóvenes que se quejan de su trabajo, de sus horarios, del poco tiempo que tienen para hacer cualquier cosa. Es verdad. Muchas veces no es fácil compaginar horarios poco humanos con una vida familiar sana. Es cierto. Se trabaja mucho y a veces los horarios no son los mejores, tampoco los salarios. Hay jóvenes que sueñan con un trabajo ideal. Incluso algunos lo asocian con un trabajo para la Iglesia o en una ONG. Un trabajo con sentido, un trabajo que tenga trascendencia, que deje huella. Un trabajo en el que poder hacer algo por los demás. Entiendo su desánimo y tristeza en muchas ocasiones. Sé por qué sufren y los entiendo. Pero muchas veces palpo también inmadurez, incapacidad para tomar la vida en sus manos con fuerza, con pasión, con esperanza. Nos amargamos con lo que tenemos soñando lo que no tocamos. Nos cuesta aceptar la realidad en toda su belleza. Es lo que nos dice Jesús al hablarnos de la viña. La viña es nuestra vida, nuestro lugar. De nosotros depende vivirla con alegría o con frustración. Un dibujo muestra un vagón de tren. En una ventanilla un hombre mira un paisaje lleno de sol, de luz, de verde, de montes. Va feliz mirando lo que Dios le regala. Otro, en otra ventanilla, ve sólo un paisaje nublado, sin luz, sin vida. De nosotros depende en qué ventanilla nos sentamos. Cada mañana al levantarnos hacemos la misma elección. Hay cosas que no podemos cambiar. Son así, nos han sido dadas. Pero siempre esas cosas que tenemos ante nosotros, esas cosas que nos gustaría tal vez cambiar, las podemos volver a elegir siempre de nuevo, cada mañana. Eso sí que está en nuestra mano. Nos quedamos con ellas. Les decimos que sí, que las queremos, que son necesarias para ser felices. Es la diferencia entre «ser» y «estar» que antes mencionaba. Estamos en nuestra viña o pasamos de largo. El verbo «estar» le da a la vida un carácter permanente y estable. Estoy en mi familia, en mi camino vocacional, en mi trabajo, el que me toca, con las personas que Dios me ha confiado. Soy de ese lugar en el que estoy. Soy lo que soy allí mismo. ¡Qué paz da saber que hay personas en nuestra vida que están, que no se van a ir, que permanecen! Son rocas sobre las que construimos. Columnas de nuestra vida. De mí depende. Puedo ser roca o viento, columna o arena en la playa. Puedo permanecer o irme, porque siempre puedo decidir no estar y escaparme. Puedo optar por otro camino. Pero lo más difícil siempre es abrazar esa viña que Dios me confía con alegría. Mirando por la ventanilla correcta. Descubriendo la belleza que tiene todo lo que se me confía. Estando allí, permaneciendo como María, como una roca.
 
Dios es generoso con sus bienes y los reparte como Él quiere. Es como los padres en una familia. Cada hijo no recibe lo mismo de ellos. A veces hay hijos que necesitan más y reciben más. El problema no está en el trato y en el reparto, sino en mi mirada. Si la mirada se me llena de envidia, si sólo me centro en la justicia y me olvido de la misericordia, soy profundamente infeliz. El compararnos nos envenena. Perdemos la paz. La vida se construye sobre la misericordia.El P. Kentenich comentaba: « ¿Sobre qué construyo? ¡Sobre el amor misericordioso! ¿Comprenden la importancia que tiene si puedo llegar a pensar así? Es siempre el mundo del amor, y a partir de este mundo del amor, debemos ver todo, también el pecado y también nuestras debilidades, para tratar de edificar nuestra vida sobre esta base. Entonces nunca estaremos en peligro de llegar a ser profundamente infelices»[3]. Somos infelices cuando construimos nuestra vida sobre la envidia, sobre el cálculo egoísta, sobre el egocentrismo. Somos infelices cuando nos quejamos al ver que otros reciben bienes cuando habían sembrado egoísmos. Somos infelices cuando la felicidad de los demás enturbia el alma. Somos infelices cuando los halagos a los otros ensombrecen nuestro camino, cuando sus éxitos nos agrian el corazón, cuando la felicidad de los demás es motivo de nuestra tristeza. Por el contrario, somos felices cuando abrimos la puerta de nuestra vida a la esperanza, cuando esperamos alegres al que llega al final del día, cuando acogemos con paz y miramos con misericordia, cuando estamos dispuestos a perder sabiendo que es el otro el que gana, cuando valoramos las pérdidas y las derrotas y no sólo vivimos de los éxitos y los logros. Somos felices cuando sonreímos en la derrota y aplaudimos los éxitos ajenos. Cuando corremos todo el día y recibimos lo mismo que el que llega al final del día. Somos más felices cuando no nos comparamos, no nos quejamos de nuestra mala suerte, no vivimos la vida de los otros sino nuestra propia vida. Cuando aprendemos a estar donde Dios nos pone sin desear estar siempre en un lugar diferente. Somos más felices cuando sabemos sacarle colores a un día en penumbras y repetimos nuestra promesa de seguir luchando cuando todo parece perdido.

La parábola de los talentos la entendemos mejor que esta, nos produce menos desconcierto. En la de los talentos, a cada uno se le multiplican sus talentos. En función de lo que cada uno ha recibido, consigue aumentar o no lo que tiene. Lo entendemos. Lo que yo tengo, me lo devuelven multiplicado. Si lo guardo y no lo invierto, no lo pierdo, pero no aumenta. Si tengo más cantidad de talentos, me dan más cuando los uso de acuerdo con el plan de Dios. Al mismo tiempo, si tengo menos, recibo menos. Todo encaja. Pero en la parábola de hoy no encaja todo perfectamente. Dios es justo, es verdad, y yo recibo lo mío, lo pactado, lo que me corresponde. Ese no es el problema. En realidad nadie me engaña, no me dan menos. En la vida puede ser igual. Yo tengo cosas, recibo talentos, logro objetivos. El problema de la parábola y el de la vida misma, es que el corazón se encoge al caer en la comparación. A veces la envidia lo enturbia todo. Estamos más pendientes del premio que voy a recibir que de la alegría de poder trabajar para Dios. Tendemos con facilidad a compararnos. Miramos nuestra vida y la de los demás. Especialmente la de los demás. Somos defensores de la justicia, sobre todo cuando pueden ser injustos con nosotros. Pocas veces nos centramos en la misericordia. Miramos más lo que es justo, lo que está bien hecho, lo que corresponde, lo que es adecuado. Miramos con cuidado si nos dan lo merecido, si nos agradecen por lo entregado, si nos colocan en el lugar que merecemos. Nos importan las cuentas claras, los resultados justos. No queremos hacer más de lo que nos toca y que luego no nos paguen las horas extras. Nos resulta doloroso si no aparecen nuestros nombres en el momento de los agradecimientos. A todos lo justo, lo que toca de acuerdo a lo que han trabajado. Si miro al otro, y veo que le dan lo mismo que a mí, cuando él ha trabajado menos, me indigno. Me entristece que el otro reciba lo mismo. Si a mí me dan una cantidad y al otro algo menos, entonces está bien, me quedo tranquilo. Y si le dan al otro una cantidad, entonces exijo que a mí me den más, o al menos lo mismo. Y si no es así, declaramos que es injusto. Es la misma actitud del hijo mayor en la parábola del hijo pródigo. No se indigna tanto porque a él no le hagan fiesta. Le duele más que se la hagan a ese hermano suyo que no se la merece. Al hermano mayor le molesta la misericordia del padre. Critica al padre porque trata bien a su hermano, porque se alegra y no lo reprende o expulsa. Dios nos pide que nos alegremos de lo que recibe el otro, que nos alegremos de que el otro, con menos esfuerzo, tenga lo mismo que nosotros. Nos pide que nos alegremos del mejor lugar del otro, aunque el nuestro no sea tan bueno. Parece imposible.

Dios nos pide que nos queramos como hermanos, nos pide una mirada misericordiosa, pura, transparente. Nos pide mirar sin juzgar. Nos pide ser capaces de ver diferencias y no indignarnos. Nos pide misericordia más que sacrificios, amor al prójimo más que golpes de pecho. Él nos lo da todo. No lleva cuentas de mi mal, me abraza deseando que llegue a Él. No le importa la hora de mi llegada. ¿Qué importa la hora? Dios me espera hasta el último momento. No lleva cuentas del mal, de los errores, del pasado, a diferencia de nosotros que lo contamos todo con buena memoria. Dios nos ama con un amor en el que nos da el ciento por uno. El infinito por uno. Damos uno, un poco, algo y recibimos el infinito, el amor eterno, el amor sin condiciones. A cada uno nos lo da todo. Sólo sabe contar hasta uno. Se queda en la persona, en mí, no en la masa. Nos lo da todo. Sin reservarse nada. El que trabajó en el campo todo el día tuvo el regalo de estar más tiempo con el Señor. El que llegó a última hora, es verdad que trabajó menos y se le paga igual. Pero también es cierto que la alegría de trabajar, de estar tranquilo porque se tiene para vivir, de estar cuidado y elegido en la viña a la que hemos sido llamados, eso es un privilegio y el que llega al final de la tarde lo ha disfrutado menos tiempo. Nosotros lo medimos todo de forma tan humana. La medida de Dios es sin medida. Él mira el corazón del hombre, sus entrañas. Nosotros contamos datos y cifras. Lo bueno que he hecho yo lo guardo por años. Lo malo que hacen los demás jamás lo olvidamos. Al mismo tiempo contamos también lo que hacemos mal y no nos perdonamos cuando Dios ya se ha olvidado de nuestro mal. A veces no nos creemos dignos de llegar los últimos y recibir amor, y nos excluimos, porque no conocemos a Dios, su amor, su mirada. Somos como ese hijo prodigo que no conocía a su padre y a la vez como ese hijo mayor que también ignoraba su corazón. La medida de Dios es sin medida. ¿Qué medida va a haber si la forma de pagar Dios nuestro pecado es regalarnos a Jesús? ¿Donde está ahí la justicia o la proporción? Él me espera aunque yo me vaya; cuando vuelvo no me reprocha nada y sólo me abraza; vuelve a confiar en mí sin dudarlo aunque caiga mil veces. ¿Dónde está ahí la simetría en el amor de Dios? Ojalá pudiéramos mirar como Él, amar como Él, con el corazón grande. Un corazón que no mide si doy o si recibo, que sólo da sin pedir, que si me piden la capa le doy también la túnica, o si me piden que acompañe a alguien una legua le acompaño dos. Vivir sin mediocridad, con pasión, sin reservarme nada, con las ventanas del alma abiertas, sin protegerme, sin contar, confiando y alegrándome por los otros, sin compararme, sin envidiar, sin celos. Hoy Dios nos muestra un poco de su corazón. Llama a todos, sea cual sea nuestro momento, espera a todos, nos da todo a todos, porque nos ama, no porque seamos perfectos, no como paga o premio a nuestro trabajo, sino gratis. No contar nos ensancha el alma. ¡Qué bonito es saber dar sin medir y también aprender a recibir sin pensar si nos lo merecemos o no! Recibir sencillamente, agradecidos, sorprendidos. Quizás ese día, los que llegaron los primeros a la viña, se acostaron pensando que el amo era injusto, y los que llegaron los últimos pensando que era misericordioso. ¿Cómo miro yo a Dios?


[1] J. Kentenich, Charla 1963
[2] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III
[3] J. Kentenich, Charla 1963



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