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Religión en Libertad

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XXII Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

Jeremías 20, 7-9; Romanos 12, 1-2; Mateo 16, 21-27
«Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará»
31 Agosto 2014      P. Carlos Padilla Esteban
«Las etapas de cada día van poniendo piedras que nos acercan al sueño de plenitud que anhelamos. Cada día es un peldaño más por el que ascendemos. Construimos catedrales al poner piedras»

Vivimos en una época en la que todo sucede con mucha rapidez. Las cosas cambian a toda velocidad. El mundo cambia, nosotros cambiamos. Y, tal vez, en medio de tantas aguas revueltas, puede resultar difícil ser fieles a las metas marcadas, al fin soñado, al camino que seguimos ciñéndonos a un guión. Cuesta no tomar nuevos rumbos y dejarnos seducir por otros mares más interesantes en medio de tantos cambios. La vida con sus cambios nos seduce. La estabilidad, la rutina, lo de siempre, parece perder brillo. Decía Shakespeare: « ¿Quién haytan firmea quien no se le pueda seducir?». ¿Dónde se encuentra esa persona noble y fiel que se mantiene firme cuando le ofrecen maravillas a cambio de lo que está viviendo? ¿Quién no acepta gustoso cien euros a cambio de uno solo? ¿Cómo no ceder ante la tentación de ser más, de estar más arriba, de tener más de lo que nunca hemos soñado? Cuesta no doblegarse ante el poder de atracción de la fama, de la gloria, del dinero, del mundo, de los hombres que nos tientan con bienes apetecibles. ¿Cómo no dejarnos seducir por la posibilidad de poseer el mundo entero cuando lo que queremos es vivir en plenitud? Cuesta no dejar de lado los principios en los que creemos, el camino marcado que nos da seguridad, cuando encontramos nuevos caminos, nuevos sueños que nos seducen más. ¿Cómo es posible no dudar nunca? ¿Quién hay tan firme que no se deje nunca seducir? El corazón tiembla ante propuestas tentadoras. Vemos tanta gente a nuestro alrededor que no se mantiene firme, que duda y cae, y se deja llevar por la corriente abandonando principios que parecía sólidos en su alma. Vemos cómo muchos empezaron un camino y ya han decidido recorrer otro diferente. Cambios. Vemos que la infidelidad es una melodía conocida y nos duele en el corazón. Vemos cómo la palabra dada pierde valor y se olvida. En medio de las aguas revueltas las promesas parecen tener menos valor, menos fuerza. Parecen estar reñidas con la eternidad. ¿Quién es tan firme que no se deje seducir? Yo conozco algunas personas tan firmes que se mantienen incólumes en medio del temporal. Personas que son de una palabra. Que lo que dicen lo hacen. Que no prometen lo que no pueden cumplir. Que se aferran tenazmente a la promesa dada y no defraudan. Que son fieles a su palabra aunque ello traiga problemas. Personas que son de una pieza, sin fisuras. Nobles, limpias, verdaderas. Personas que son rocas en medio del río, acantilado contra el cual el mar puede romper sin miedo a quebrar su fortaleza. Sí, hay muchas personas así, buenas, nobles, íntegras. Conocen sus debilidades y son conscientes de sus fuerzas. Saben hasta dónde pueden llegar y recapacitan en momentos de duda. Saben decir que sí y que no, optar y seguir el camino trazado. Saben que la vida se juega en un momento, en una leve decisión que lo puede cambiar todo. No por eso se acobardan. Saben que nunca renunciarían a su verdad porque una fuerza interior que viene de lo alto sostiene su entrega. Aunque perdieran muchas cosas a cambio de su fidelidad, no cederían nunca. Conozco algunas personas así, de una pieza, sólidas, fieles. Son como una columna en medio de la vida. Como una roca contra la que rompe el mar y nunca la rompe. Tiemblo ante ellas, conmovido, fascinado, sobrecogido. Las miro admirado de lo que Dios puede hacer en ellas.

Muchas veces nuestra alma está sedienta de un agua nueva, sedienta de Dios. El alma se seca y busca el amor de Dios, la paz de Dios, esa verdad que nos devuelva nuestro verdadero rostro. El alma ha perdido la inocencia y la paz más honda. Y entonces rezamos: «Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío. Oh Dios, Tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua». Anhelamos a Dios sin saberlo. Tenemos sed de una vida plena. Deseamos un agua que calme nuestra sed para siempre, que nos quite el miedo a perder la vida. Un agua que nos sostenga y nos mantenga firmes en medio de la batalla. Una paz que nos permita ser esa piedra sólida contra la que el mar pueda romper sin miedo. En el calor del camino de la vida deseamos una fuente que nunca deje de manar agua en abundancia desde lo más hondo del corazón. Nos queremos dejar seducir por ese Dios de nuestra historia que nos buscó un día con amor: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste». Jeremías 20, 7-9. Queremos dejar que Cristo imprima en el alma su rostro para siempre. Queremos encontrarnos con Cristo de nuevo, caminando despacio, deteniendo nuestros pies para poder mirar su rostro. Porque sólo Él lo hace todo nuevo. Queremos seguir sus pasos, hacer nuestra su voz, fascinarnos por su belleza, seguirle enamorados. Decía San Juan Pablo II hace 25 años en la Jornada Mundial de la Juventud de Santiago de Compostela: «Descubrir a Cristo, nuevamente, y cada vez mejor, es la aventura más maravillosa de nuestra vida». Queremos dejarnos seducir por Él. Por su amor que todo lo transforma. Queremos que Él mande en nuestro corazón y marque el camino a seguir. Él es nuestra roca. Por eso nos mantenemos firmes y fieles. Por eso podemos llegar a ser roca para otros. Roca que siempre está allí delimitando el paisaje de la vida. Podremos ser roca porque logramos descansar en Él, en su fortaleza, en su paz. Él nos devuelve la ilusión perdida. Él nos sostiene cuando nuestros pasos tiemblan. Benedicto XVI, al comienzo de su primera encíclica, «Deus caritas est», decía con claridad que no se llega a ser cristiano «por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». El encuentro con Cristo nos da la fortaleza que necesitamos para caminar. No seguimos una idea, seguimos a un hombre como nosotros. Un hombre enamorado de los hombres y de la vida. Un hombre enamorado de Dios. Un hombre que era Dios. Y el alma necesita asirse a Dios, descansar en Él para poder recorrer el camino. Muchas veces nuestra vida interior es poco profunda. Nos falta agua en el pozo y la fuente se seca. Vivimos volcados hacia el mundo. Lo constato con frecuencia en mi propia vida cuando me dejo llevar por la corriente y huyo del silencio y de la paz. En esos momentos me seco y el alma está sedienta. Perdemos hondura y nos estancamos en las piedras del camino. Quedamos expuestos a las veleidades de la vida, sujetos a cambios continuos, aquejados por los dolores del mundo. Y todo ello porque no hay hondura en el alma. Me pregunto si el tiempo de verano nos ha ayudado o nos ha perjudicado a la hora de cavar hondo en el alma. Me pregunto si este tiempo ha sido un cavar con fuerza o un dejar pasar la vida sin profundizar en absoluto. Creo que muchas veces nos falta seriedad en nuestros propósitos y buenos deseos. Y por eso no avanzamos. Abandonamos rápidamente el camino trazado cuando surgen contratiempos inesperados. Por eso hoy, cuando comienza un nuevo curso, miramos hacia nuestro interior. Queremos hundirnos en nuestra alma buscando el rostro de Cristo. Queremos descansar en su mirada, tocar su cuerpo, abrazar su amor. Queremos volver hoy a enamorarnos de Aquel que, como dice Benedicto XVI, le da un horizonte nuevo a nuestra vida. Él nos sostiene y nos da las respuestas que necesitamos para vivir. El nos señala el vasto mar y nos anima a navegar mar adentro. A veces seguimos buscando fuera, tratando de contentar al mundo y sus sueños, de responder a todas sus expectativas. Nos consumimos vanamente esperando a ver lo que los demás desean. Y no cuidamos lo más valioso que Dios nos ha confiado. Nuestro mundo interior, el alma sagrada que ha puesto en nuestras manos, ese jardín sellado. Hoy queremos mirar a Cristo y decirle que Él es el que da sentido a todo lo que hacemos. Queremos responderle con la pasión de Pedro. Él es el Mesías de nuestra vida. Nuestro pastor. Nuestra roca.

La vida es un largo camino. Lo comenzamos sin apenas saber caminar y, con el paso del tiempo, vamos aprendiendo. En ese caminar una de las cosas que no nos gusta es perder el tiempo. Sentir que se nos escapa la vida sin aprovecharla al máximo. Estamos acostumbrados a responder, a lograr metas, a luchar por objetivos. Por eso nos cuesta dejar que pasen las horas sin alcanzar resultados, sin esperar nada, sin querer producir, sin obtener frutos visibles, nos parece una pérdida de tiempo y el tiempo vale oro. El camino de Santiago, o cualquier otra peregrinación que hagamos en nuestra vida, con una meta clara, con un fin hacia el que avanzamos, nos enseñan a vivir. A lo mejor es que la vida consiste en dejar pasar los días viviendo intensamente el presente, caminando hacia una meta. Dejar pasar las horas sin miedo a perder nada, salvo ese tiempo que se desliza entre los dedos. El tiempo, cuando lo vivimos con conciencia, cuando lo vivimos enamorados de la vida, nunca se pierde, siempre se gana. Cuando uno recorre el camino de Santiago, vive cada día como vive habitualmente su propia vida. El que corre en casa, corre en el camino. El que tiene miedo en casa, lo tiene en el camino. El que es perezoso en casa, lo es en el camino. El que vive pendiente en casa de sus cosas, así vive en el camino. Por eso se dice que el camino es una escuela para la vida. Es un lugar en el que podemos aprender a vivir. Podemos cambiar nuestros hábitos y dejar que el Señor modele nuestro corazón y nos enseñe a vivir de verdad como peregrinos. Una de las cosas más valiosas que nos enseña el camino es la manera de vivir el momento sin pensar en la meta. Caminamos hacia Santiago, fin del camino. En la vida caminamos hacia la eternidad. Pero siempre hay metas más próximas, sueños, objetivos. Las etapas de cada día van poniendo piedras que nos acercan al sueño de plenitud que anhelamos. Cada día es un peldaño más por el que ascendemos. Construimos catedrales cuando ponemos simples piedras. El objetivo no desaparece de nuestros ojos, no deja de iluminar el corazón, no deja de alumbrar la esperanza. Pero ese objetivo final no impide que vivamos el presente como lo más importante, como un don valioso e innegociable. Sin embargo, ¡qué fácil es dejar de vivir el presente por estar pensando sólo en la meta! ¡Cuántos peregrinos viven el camino pensando sólo en el descanso al final del día, en la cama en la que podrán dormir! ¡Cuántos caminan fijándose sólo en sus miembros doloridos, preocupados de si podrán o no llegar al final! Nos puede pasar a todos lo mismo en la vida. Vivimos pendientes de lo que nos pasa hoy, de nuestros dolores y agobios, de lo que nos quita la paz. Al mismo tiempo vivimos el día esperando la noche. Vivimos la semana esperando el descanso del fin de semana. Vivimos el trabajo esperando las vacaciones. Vivimos el amor esperando nuevas emociones. Vivimos los hijos esperando a que crezcan. Y cuando vivimos así, sólo esperamos lo que no poseemos y sólo nos alegramos en lo que todavía no ha ocurrido. De esta forma dejamos pasar ante nuestros ojos tantos momentos, tantas posibilidades de amar, de temblar, de retener en el corazón vivencias inolvidables. Cada día que pasa es un día ganado en el alma para siempre, no un día perdido. Decía San Juan XXIII: «Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente el día, sin querer resolver el problema de mi vida todo de una vez». Vivir el camino pensando en el pueblo en el que descansaremos nos hace pasar por alto la belleza del tramo por el que pasamos, del descanso en medio del cansancio, de la fuente que nos calma la sed, del paisaje medio oculto entre los árboles que sólo vislumbramos cuando nos detenemos y perdemos el tiempo. Cuando vamos corriendo, dejamos de ver al peregrino que camina a nuestro lado, sus problemas y miedos. Dejamos de soñar, de estar atentos, de buscar lo escondido, porque hay prisa. Dejamos de valorar el minuto que se nos escapa velozmente entre los dedos. Aprender a vivir tiene algo de todo eso. El presente es ese instante que muchas veces no valoramos porque nos preocupa más el futuro incierto. Como decía el protagonista de «Bajo la misma estrella»: «Los verdaderos héroes son los que observan las cosas, los que les prestan atención». Y muchas veces no observamos porque no podemos perder ni un segundo. Por eso no nos detenemos a observar la realidad, no prestamos atención a toda la belleza que nos rodea. No apreciamos el agua escondida en el barro, la luz en medio del anochecer, el aire que nos alivia bajo los rayos del sol. Nos lamentamos de aquellos tiempos mejores ya pasados. Deseamos los imposibles que no acariciamos. Vemos cada día como una pérdida terrible, sin valorarlo como un tesoro acumulado en nuestro corazón para siempre.

Ser peregrinos es el secreto de nuestra vida. Aprender a vivir de paso por esta vida pasajera, echando raíces, caminando hacia lo que ha de venir con el corazón lleno de esperanza. Pero disfrutando el momento como algo único. Una comida, una parada, un encuentro, un rostro, una mirada, una puesta de sol, un instante de paz, algo de agua, una conversación furtiva, el amor que se nos escapa sin darnos cuenta. Estamos llamados a hacer de nuestra vida un acto de amor continuo. Muchas veces fallamos. Les decía el Papa Juan Pablo II a los jóvenes hace 25 años en la JMJ de 1989 en el Monte del Gozo en Santiago hablándoles del camino de la vida: « ¿Qué buscáis, peregrinos?Con las mismas palabras de Cristo os pregunto yo: ¿Qué buscáis? ¿Buscáis a Dios?». ¿Buscamos a Dios? Debería ser el fin de nuestro caminar. ¿Y si la meta se hace camino? ¿Y si la meta hacia la que caminamos le da sentido a todo lo que vivimos, cada etapa, cada momento de duda, cada circunstancia perdida en medio de las piedras del camino? Caminar con sentido es peregrinar. Caminar sin rumbo es deambular, ir de un lado a otro sin saber bien hacia dónde vamos, dejándonos llevar por muchas corrientes que hacen nuestro caminar errático. Es cierto que muchas veces no es fácil desvelar con claridad la meta. Es verdad que en ocasiones resulta complicado descifrar las señales que indican la ruta marcada y da miedo errar los pasos y tener que desandar el camino hollado. Contamos con un margen alto de incertidumbre en el camino de la vida. ¿Qué buscamos? ¿Hacia dónde va nuestro camino? Tenemos miedo a veces. Miedo a fallar, a no encontrar la meta, a no hacer lo que Dios quiere. Seguimos rutas marcadas. Seguimos a otros intentando descubrir nuestro único camino, nuestra forma original de amar, de ser hombres, de dar la vida. ¿Qué buscamos? ¿Buscamos a Dios detrás del polvo del camino? ¿Lo buscamos a Él oculto en muchos rostros como aquellos peregrinos de Emaús desconsolados que regresaban a sus hogares? ¿Sabemos hundirnos en el interior del alma buscando al que vive en nuestro interior y desde allí nos llama? Jesús es nuestro camino. Seguirle a Él es seguir su camino. Es hacer nuestra su ruta. Escuchamos las palabras de San Pablo: «Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto. El Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de nuestro corazón, para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama». Romanos 12, 1-2. Buscar su querer, su esperanza, su luz. Descubrir lo que nos pide. No es tan fácil. No sabemos con certeza la dirección a seguir pero no dejamos de caminar a su lado. Dios nos acompaña y nos enseña para que seamos un día capaces de mostrar su verdad. Caminamos con Él para hacer nuestro su camino. Buscamos su rostro, para poder reflejar su rostro con torpeza. En su rostro encontramos el nuestro, nuestra verdad más profunda, quiénes somos. Pero no nos libramos de la incertidumbre, del miedo y de la duda. Dios nos da la audacia para caminar y arriesgar la vida en el camino cada día.

Hoy Jesús desvela a sus discípulos su propio camino: «En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día». Jesús mira su vida. Se alegra del camino recorrido, del amor entregado. Está con los suyos a los que ama. Ha escuchado a Pedro, y ha visto cuánto lo ama. En ese ambiente de confianza se atreve a abrir su alma. Sus miedos y sus dudas. Se conmovería al pensar en su futuro incierto. Temblaría al mirar lo que estaba por venir. Conocía el deseo que tenían algunos de acabar con su vida. Sus palabras eran molestas, sus milagros provocaban desconcierto. Tal vez el corazón del hombre no estaba preparado para acoger tanto amor de golpe. Hay miedo en el corazón del hombre cuando se abisma a la posibilidad de perder la seguridad que da el mundo. Su presencia, la presencia del cordero inocente, violentaba el corazón de los que estaban cerca. Jesús era esa piedra incómoda en medio del camino. Ponía en peligro la paz del pueblo. Era el Mesías que venía a cambiar la suerte de su pueblo para siempre. Pero era un Mesías que hablaba de un reino que no era de este mundo. El corazón del hombre parecía no estar preparado. Jesús les abre su alma, sus miedos, el futuro. Previviría ya en su corazón el dolor de aquella noche de Getsemaní. Jesús era un hombre enamorado de la vida. Nada más ajeno a la vida que la muerte. Jesús amaba mucho y no quería que sus días se acortaran. Pero también quería preparar a los suyos para lo que pudiera venir. Amaba a su Padre y quería hacer sólo lo que Él le pidiera. Por eso va preparando el terreno e indaga queriendo saber qué piensan sus amigos de Él. Quiere ver qué profundo es ese vínculo que los une. Teme por Él, pero teme mucho más por ellos, por su suerte de hijos inocentes. Desea en su corazón que su fe sea más firme y fuerte. Quisiera que la hondura de sus almas los hiciera capaces de mantenerse firmes en medio de la tormenta cuando las cosas se pusieran difíciles. ¿Qué será de ellos cuando pase esa noche terrible, cuando ya no pueda él sostenerles en su carne? Por eso les pregunta, quiere saber. ¿Quién es Él para ellos? Quiere ver si lo aman con locura, sin han comprendido a quién siguen por los caminos. Quiere saber si entienden los peligros que tienen por delante. No es fácil dar la vida por un reino que no es de este mundo, que no se funda en la violencia, que no descansa en el poder de las armas. Un reino de amor, de servicio. Un reino en el que dar la vida significa perderla por amor, sin pensar en la propia gloria, en los honores. Un reino que va más allá de los cálculos humanos y políticos. Pedro dice la verdad, manifiesta esa certeza que les hacía seguir sus pasos. Habla en su nombre. Pero de alguna forma recoge el sentir de todos. Saben quién es ese hombre al que siguen, aunque no llegan a comprender del todo las consecuencias. Saben que es hijo de Dios, que es el Mesías. Pero, ¿qué significaba seguir al Maestro? ¿Significaba que todos iban a morir? ¿Cómo se iba a edificar su reino? No entienden todo. Están todavía a mitad de camino. Sólo pueden recorrer esas etapas sin pensar en los miedos que a veces los hacen temblar. Jesús se siente animado hoy a desvelar algo de lo que ha de venir, algo de su destino, de su vida, de su misión. Jesús sólo lo puede hacer ahora que sabe lo que lo quieren, que creen en Él. Jesús no nos pide nunca más de lo que podemos soportar en ese día, en el hoy. A veces nos angustiamos pensando en el futuro y perdemos innecesariamente muchas fuerzas. Jesús nos pide un paso, no dos. Nos pide confiar hoy, no dentro de cincuenta años. Cada cosa en su momento. Pero sí nos pide que sepamos a quién seguimos, que conozcamos las entrañas de aquel al que amamos, que entendamos que la suerte del maestro es la de sus discípulos, que aceptemos que dar la vida significa perderla para ganarla para siempre. Hoy escuchamos de nuevo en lo más hondo del alma: ¿Quién es Jesús para ti? ¿A quién sigues realmente? Hoy queremos mirarle a los ojos y decirle que sí, que le seguimos a Él, que sabemos quién es, que conocemos su suerte, que tenemos miedo pero que su fuerza nos sostiene, su amor nos da valor y su vida se convierte en la ruta que hollamos cada día.
 
Pedro no entiende del todo a Jesús. Hace poco ha confesado que Él era el Mesías, pero tal vez sus palabras han expresado mucho más de lo que realmente él creía y entendía. Ha recibido la alabanza del Señor por su respuesta. Cree conocer a Jesús pero no entiende lo que significa seguir su camino. No entiende que Jesús hable de su muerte próxima cuando están empezando a construir el reino de Dios entre los hombres. No puede aceptar la muerte de aquel a quien tanto ama porque sin Él su vida carece de sentido. Tal vez Jesús esperaba mucho de Pedro, quizás demasiado. Él es un pobre pescador de Galilea. El mar más ancho que conoce es el lago de toda su vida. Ese lago de orillas conocidas. Ese mar hondo pero abarcable. Lo conoce y lo domina. No conoce mares sin orillas. No ha surcado por tempestades violentas de las que no pudiera salir. Por eso hoy no entiende las palabras de Jesús y se asusta ante el abismo. La muerte siempre asusta. Es el final de nuestros planes, el punto final a nuestros sueños. Pedro ha dibujado en su alma una vida diferente. Para él y para Jesús y para sus amigos. Por eso se anima al escuchar sus palabras de alabanza. Se anima por la confianza recibida del Señor y actúa: «Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: - ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte». Claro que no, Jesús no podía morir así, de repente. Eso no podía pasarle a Él justo ahora al comienzo del camino. Pedro quiere un final feliz para su vida, para su pueblo, para el mismo Jesús a quien tanto amaba. Pedro es como nosotros, que también queremos un final feliz en todo lo que hacemos y para todas las personas a las que amamos. En las películas nos gusta que todo acabe bien. Nos desconciertan esos finales tristes, en los que muere el protagonista o el amor que sueña con ser eterno acaba rompiéndose. En el libro «Bajo la misma estrella» los protagonistas, dos jóvenes enfermos de cáncer, reconocerán varias veces: «El mundo no es una máquina de conceder deseos». Veían que su vida iba a terminar en su juventud y querían que todo fuera diferente. Pero expresan una certeza comprendida en edad muy temprana: el mundo no es una máquina de conceder deseos. Nos gustaría que las cosas salieran mejor, que los finales fueran como nosotros deseamos, más felices y exitosos. Nos gustaría pedir deseos y que una fuerza desconocida los hiciera realidad en nuestras manos. Pero, por lo general, no es así y nos desesperamos al constatar la dureza de la vida. Llevamos a Jesús aparte en la oración, tantos días, y le decimos lo que debería hacer. Queremos un final mejor para la vida. Y, cuando no es así, nos enfadamos. Una persona comentaba: «Creo que estoy un poco enfadada con Dios, o bastante. Pero ya me desenfado en seguida. No tengo por qué entenderlo todo. Sólo sé que quiero quedarme con Él, descansar en Él y amar bien». A veces nos cuesta aceptar que las cosas no sean como queremos. Nos enfadamos. Es parte de la vida. Parte de nuestra fragilidad e incomprensión. Pero luego volvemos a sonreír y descansamos en Dios. Cuando descubrimos que Él nos sostiene. Que no concede los deseos como quisiéramos, pero le da paz a nuestros pasos en la tormenta. Su voz nos calma. Su abrazo nos contiene. Sus palabras iluminan el camino que recorremos.

Son duras las palabras que Jesús le dirige a Pedro:
«Jesús se volvió y dijo a Pedro: - Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios». Pedro, que amaba a Jesús, que lo conocía y tenía su mismo acento de Galilea, es llamado Satanás. Antes fue elogiado por Jesús, ahora es rechazado. Aquel que había navegado los mismos mares que el Maestro y lanzado las redes según sus deseos. Aquel que compartía la intimidad con el Señor en el monte Tabor y en tantos otros lugares. Sí, Pedro, la roca firme de la Iglesia, es llamado Satanás. Y todo porque pensaba como los hombres y estaba más cerca entonces de Satanás que de Él mismo. ¡Qué difícil entonces llegar a pensar como piensa Dios! Nuestro pensamiento es tan humano como el de Pedro. Pensamos como piensa el mundo. Tenemos límites. Muchas cosas no las comprendemos. El corazón no avanza y se queda paralizado en el deseo. No progresa. No se eleva. El corazón desea tantos sueños que el mundo no concede. Quiere más y obtiene menos. ¡Qué lejos de Dios! ¡Qué cerca del mundo! Pensamos como los hombres, como la mayoría de las personas que nos rodean. ¿Nos diferenciamos realmente? Nos llamamos cristianos. Caminamos por la vida como cristianos. Educamos a nuestros hijos en nuestra fe. Nos formamos y rezamos. Pero muchas veces seguimos pensando como los hombres. Nuestros planes y no los de Dios. Nuestra fe deja de ser una fe viva, y muere. No es una fe práctica que busca el querer de Dios. Decía el P. Kentenich: «Se trata de una fe práctica en la divina Providencia que no sólo detecta los planes de Dios, también los realiza. ¡Hay tareas que llevar a cabo! Hay que actuar según el ejemplo de María. Ella fue una colaboradora permanente. ¿Qué debo hacer ahora? ¿A qué debo entregar mi vida? No es una fe que simplemente sobrelleva y soporta, sino que también nos da tareas previstas en el plan de Dios. Nos confía la labor de hacer realidad la misión que hemos descubierto. Y hacerlo con todas nuestras fuerzas»[1]. Una fe práctica que nos convierte en buscadores activos del querer de Dios. Pensar como piensa Dios. Pensar con sus categorías. Mirar más alto, más arriba, al cielo hacia el que caminamos. Buscar su querer cometiendo errores, confundiendo caminos, pero buscar siempre su querer. Caer y levantarnos y convertirnos en hombres audaces enamorados de Cristo.

Hoy Jesús nos muestra nuestro propio camino:
«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta». Mateo 16, 21-27. Nos pide que le sigamos por amor y que estemos dispuestos siempre a darlo todo. San Juan Pablo II decía aquel día en el Monte del Gozo: «Jesús os invita a todos a seguirlo con amor. ¿Estáis dispuestos a dejaros penetrar por el cuerpo y sangre de Cristo, para morir al hombre viejo que hay en nosotros y resucitar con Él? ¿Sentís la fuerza del Señor para haceros cargo de vuestros sacrificios, sufrimientos y cruces que pesan sobre los jóvenes desorientados acerca del sentido de la vida, manipulados por el poder, desocupados, hambrientos, sumergidos en la droga y la violencia, esclavos del erotismo que se propaga por doquier? Sabed que el yugo de Cristo es suave. Y que sólo en Él tendremos el ciento por uno, aquí y ahora, y después la vida eterna». Seguir a Jesús con todas sus consecuencias es un salto arriesgado. Hoy se nos desvela su camino y nos incomoda. Tal vez no estamos preparados. Nos parecemos a Pedro. Jesús nos habla de morir, de dar la vida. ¿Nosotros queremos que Él sea nuestro camino? ¿Queremos detenernos a seguir sus pasos? ¿Lo amamos tanto como para estar dispuestos a perder cosas en el camino? Nos da miedo. Tal vez no sentimos esa fuerza para cargar con nuestra cruz y la de tantos. Queremos guardar nuestra vida. Es más seguro controlarlo todo. Preocuparnos de nuestra vida, de nuestra salud, de nuestros planes. Cuando nos damos por entero podemos perder algo y ese camino no es tan fácil. Jesús nos pide que soltemos las riendas, que dejemos que Él maneje nuestra vida, el timón de nuestra barca. Ya lo decía el P. Kentenich: «Cuando yo en mi entrega reservo algo para mí, corro el riesgo de permanecer para siempre como una caricatura de lo que debí llegar a ser, de no realizar nunca el ideal que Dios planificó para mí al crearme, de distorsionar el ideal que Dios quería ver realizado en mí»[2]. A veces constatamos lo fuerte que es la tentación de asegurar. Queremos conquistar el mundo. ¿No nos atrae dominar el mundo entero? ¿No nos cautiva pensar en un mundo rendido a nuestros pies? A todos nos atrae el mundo. En todas las vocaciones, en todos los caminos, surge siempre la misma tentación, el mismo peligro. El mundo nos mira y nos lo pide todo. Dios nos mira y lo espera todo. Y nosotros dudamos. El mundo nos regala un placer inmediato. Nos promete satisfacer y hacer realidad todos nuestros deseos. Pero no es verdad. Aunque muchas veces pensar en la paz del cielo, en la presencia de Dios en nuestra vida para siempre, nos puede parecer algo no inmediato, demasiado lejano. Pero el mundo nos acaba dejando vacíos. Nos lo pide todo y nos da muy poco a cambio. La gloria, la satisfacción de los deseos, el placer, el poseer, todo dura muy poco. No es eterno, es caduco. Queremos conquistar el mundo entero. Queremos tener el mundo a nuestros pies. Cada uno sabe de qué mundo estamos hablando. Cada uno conoce la tentación que arrastra tantas veces sus pasos. Conocemos nuestra debilidad. Somos conscientes de cuáles son nuestros mejores sueños y nuestras peores pesadillas. El mundo nos seduce con su voz angelical. Queremos renunciar y le entregamos todo a Dios. Pero nos guardamos una carta, no quemamos todas las naves. Tememos errar la dirección, confundir los caminos y llegar a metas no deseadas. El corazón se estremece. El mundo y su atracción. San Francisco Javier quería ser santo, pero también quería vivir la vida, el mundo, la gloria. San Ignacio se cruzó en su camino y este mismo Evangelio cambió el rumbo de sus pasos. ¿De qué le valía ganar el mundo entero si perdía su vida? No, Francisco Javier lo quería todo. No se conformó con mínimos. Pero es verdad que corremos el riesgo de dar a medias pretendiendo darlo todo por entero. Nos guardamos algo. ¿Qué nos guardamos? Si nuestro amor no es total, si nuestra entrega no es generosa, nuestra vida será mediocre. Decía el P. Kentenich: «Vivir de la fe significa ser capaz de asumir riesgos, de arriesgar algo. La fe en la Divina Providencia no debe ser pasiva, sino activa. La ley de la puerta abierta señala siempre un camino, pero también infunde las fuerzas para decir sí a todos los peligros ligados siempre a los caminos»[3]. Dios nos muestra el camino y nos ayuda a caminar con un corazón libre. Hoy le pedimos a Jesús la fuerza necesaria para seguir sus pasos, para arriesgar y ser audaces. Si damos nuestra vida por entero la recuperaremos. Si nos guardamos algo, si nos negamos a darnos, lo perderemos todo. Cuanto más damos, más recibimos. Cuanto más nos guardamos, más perdemos. La vida siempre es fiel a lo que sembramos. ¿Amamos tanto a Cristo como para estar dispuestos a seguir sus pasos hasta el final?


[1] J. Kentenich, Desiderio desideravi, 1963
[2] J. Kentenich, Charla 1966
[3] J. Kentenich, Desiderio desideravi, 196


 

 

 
 

 

 









 
 
 
 
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