Jueves, 18 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Domingo de La Trinidad

por Al partir el pan

Éxodo 34, 4b-6. 8-9; 2 Corintios 13, 11-13; Mateo 28, 16-20
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna»
15 Junio 2014      P. Carlos Padilla Esteban
«Tenemos que descansar en el pecho de Jesús. Beber de la fuente de vida que brota de su corazón herido. Descansar en su alma. Aprender a mirar con sus ojos y a hablar sus palabras»

Vivir en la verdad es lo que le da sentido a todo. La mentira no nos deja vivir, nos limita, nos esclaviza. Sin embargo, no siempre nos es tan fácil enfrentar la verdad, vivir con ella. Cuando cometemos errores queremos ocultarlos. Cuando no nos aceptamos como somos, fingimos ser distintos. Cuando no somos aprobados por el mundo, nos escondemos detrás de una máscara, de una imagen, de un rostro perfectamente diseñado. ¡Qué difícil ser veraces, honestos, fieles a nosotros mismos, auténticos, aunque ser así nos traiga problemas! A veces la verdad puede afear nuestra apariencia. Nos priva del halago y de la admiración. Nos importa parecer mejores de lo que realmente somos. Cuidar nuestra imagen. Responder a la expectativa de los que nos contemplan. Sí, nos cuesta aceptar la verdad como es, sin maquillajes. Aceptar lo que somos, nuestra originalidad, con sus talentos y deficiencias, con sus fuerzas y debilidades. Aceptar que hay cosas que no logramos y otras que no podemos vivir. Nos cuesta ser diferentes a otros o no estar a la altura de aquellos a los que admiramos y esperan tanto de nosotros. No es sencillo reconocer los límites y vivir con ellos sin quejarnos. Aceptar lo que son los demás. Sin querer cambiarlos. Aceptarlos en su verdad sin querer conocerlo todo sobre ellos. Lo que sueñan, lo que son. Lo que piensan, lo que sienten. Dámaso Alonso quiere saberlo todo de un río en un poema: «Yo me senté en la orilla; quería preguntarte, preguntarme tu secreto; convencerme de que los ríos resbalan hacia un anhelo y viven; y que cada uno nace y muere distinto. Quería preguntarte, mi alma quería preguntarte por qué anhelas, hacia qué resbalas, para qué vives. Dímelo, río. Ah, loco, yo, loco, quería saber qué eras, quién eras; qué instante era tu instante, cuál de tus mil reflejos, tú; yo quería indagar el último recinto de tu vida, tu unicidad, esa alma de agua única». La verdad mía y la de los otros. La verdad que mostramos y la que ocultamos. Vivir en mi verdad y aceptar a los demás en su verdad. Sin miedo. Con respeto. Porque en el otro, en su corazón sagrado, está su verdad escondida, lo que es en lo más profundo. Sorprendidos ante su verdad nos descalzamos admirados. El misterio de la vida de los hombres siempre me sobrecoge. Me arrodillo descalzo ante lo sagrado, cauto, aguardando. Ante esa morada íntima donde Dios camina. Allí donde se esconde la verdad más sagrada. La piedra confiada por Dios como un gran tesoro. Allí no tenemos derecho a entrar. Sólo atisbamos el misterio. Sin pretender penetrar en lo más íntimo. Abismándonos ante ese misterio que sólo Dios conoce. Su verdad. Mi verdad. La verdad de Dios en nosotros. Esa verdad que es el reflejo de la verdad de Dios. Porque somos la morada en la que Él habita. En la que se hace visible y se oculta a los hombres. Sí, en mi propio misterio está el misterio de Dios. En mis sombras sus sombras. En mi luz su luz. Como las aguas del río que tiemblan hacia el mar. Llevando en su interior, casi sin saberlo, la luz del océano que ya sueñan.

Sería también importante aceptar y comprender que la vida no siempre consiste en hacerlo todo bien, tal como soñamos. No es fácil asumir que somos responsables de nuestros actos, cuando esos actos no son perfectos y nos duelen, o afectan a otros, o ensucian el pasado. Pecados, errores, caídas. Poco importa. Nos pesa mucho el pasado. La verdad de nuestra historia nos duele. En ocasiones pretendemos ignorarlo, como si no hubiera ocurrido. No podemos vivir de espaldas a la realidad, escondiendo siempre nuestro pasado. La vida es lo que es, lo que ha sido. Somos historia pasada e historia por hacer. Tenemos muchos límites, conocemos muy bien nuestras caídas y errores. Vivir lo que no es nuestro no es verdadero. Es vivir una mentira. Y las mentiras nos encogen, nos duelen, nos atan. La honestidad en todo lo que hacemos es lo que nos permite ser felices, libres, fieles a nosotros mismos. Asumiendo las consecuencias de nuestros actos. Aunque pequemos y caigamos, luego podemos arrepentirnos y volver a empezar. Damos la cara. Asumimos nuestra culpa. Pero sabiendo que siempre es posible iniciar un nuevo camino. Hay una segunda oportunidad en el corazón de Dios. Su misericordia es más grande, más fuerte, que nuestra memoria, que los gritos de los que nos acusan. Aunque no siempre nos salga todo bien podemos seguir luchando, porque la vida merece la pena. Le decía Toni Nadal a su sobrino desde niño cada vez que fallaba: «¿Por qué has fallado?» Y Rafael Nadal hacía de esta reflexión un camino de vida: «Y tantas veces que te preguntan, te obliga a pensar el motivo del fallo. Esta reflexión continua es lo que te hace autocorregirte». La verdad es que fallamos muchas veces. Pero no nos quedamos pegados en los errores sin poder avanzar. Sabemos que no nos gusta equivocarnos. A veces pasamos página sin preguntarnos por la causa. Queremos acertar, dar en el blanco, colocar la pelota donde queremos, encontrar la frase adecuada, comportarnos con dignidad, amar sin confundir los papeles, tratar a cada uno desde su verdad, ser sencillos, humildes, auténticos, libres. No siempre es así. Fallamos. Pero el peligro es fallar y no preguntarnos por qué hemos fallado. No rectificar. No luchar por subir más alto aprendiendo de nuestros errores y caídas.

En la vida aprendemos, vamos caminando, nos esforzarnos. Nadie nace sabiendo. Ejercitar la voluntad es aceptar la realidad y luego esforzarnos por ser mejores cada día. Más humanos, más de Dios. Más niños, más dóciles. Más veraces, más fieles. Más auténticos, más misericordiosos. Más humildes, más sencillos. Más conscientes de nuestros límites, más convencidos de lo que podemos alcanzar. Nada se logra sin esfuerzo, sin sufrimiento, sin renuncia, sin trabajo. El talento es un don, pero, si no hay esfuerzo detrás, no basta para crecer. Añadía Rafael Nadal: «Lo que significa ganar para mí es igual a esfuerzo, trabajo y superación. Cuando las cosas no salen. Pienso que tengo que trabajar para cambiarlo y debo aceptar que las cosas no van bien. Entender lo que me digan aunque no me guste. Y saber lo que tengo que hacer para superar la situación. Y sufrir para superarlo». Sufrir, luchar, aceptando la vida como es, la realidad, los fallos, los errores. Aceptar que hay que cambiar cosas, sin miedo al cambio. Y comprender que puedo ser mejor de lo que ahora soy. Que no puedo conformarme lamentando mi mala suerte. Por eso aceptar la verdad nos duele en ocasiones. Pensamos que nos cierra puertas y nos hace perder la imagen construida. Nos asusta nuestra verdad, descubrir cómo somos y pensar que nadie puede querernos si nos conoce de verdad. Pero no es así. Los que nos aman serán capaces de amarnos en nuestra verdad. Aceptar la verdad, nuestra originalidad, quiénes somos en lo más hondo, es lo que de verdad nos sana y nos salva. San Ireneo decía: «Lo que no es asumido no es redimido». Si no nos aceptamos como somos, si no comprendemos quiénes somos, si no tomamos en nuestras manos nuestro pecado y se lo entregamos a Dios, no crecemos, no somos redimidos. Siempre estaremos construyendo sobre pies de barro blando. Sobre medias verdades, sobre medias mentiras. Dependeremos del reconocimiento de los otros, de su aprobación. Pero así no avanzamos. Nos maquillaremos, disimularemos las arrugas y el sobrepeso. Saldremos airosos de situaciones delicadas. Urdiremos engaños sutiles. Nos mentiremos a nosotros mismos queriendo vivir una realidad que no vivimos. Pero no es lo que soñamos. Queremos ser santos, felices, plenos. Queremos educarnos para llegar a ser hombres honestos, hombres santos. Aceptar los límites y vivir creciendo. Para ello hace falta unir la verdad con la humildad. Construimos desde la pequeñez de nuestra vida, desde lo que somos. La humildad y la verdad van unidas. Decía el P. Kentenich: «La humildad tiene dos pilares fundamentales: la verdad y la justicia. La humildad es verdad, dice Santa Teresa. Yo sólo quiero tomar la posición que verdaderamente me corresponde a mí como criatura, y criatura personalmente contaminada por el pecado»[1]. Ser humildes supone comprender que mi verdad es maravillosa, aunque haya manchas en ella, aunque no sea perfecta. Somos maravillosos porque Dios ha sembrado en el alma un gran tesoro para que brille. Porque ha puesto su amor en nosotros y nos ha capacitado para el amor. Sí, el brillo surge del interior, no de los focos de la fama, no de alabanzas de los que nos admiran, no de los elogios que algún día nos serán esquivos. Sí, en nuestra verdad desnuda nos encontramos con Dios y Dios nos permite mirarnos tal y como somos y querernos así. Nos permite aceptar una verdad virtuosa a veces, pero en otras ocasiones algo gris, o con pecado. Sí, la verdad que en ocasiones nos desagrada, es un tesoro, porque en ella vive Dios. Estamos algo enfermos, heridos, sucios. El alma se ha roto, ha sufrido. Los sueños que nos desgarran por dentro, en esa lucha por tocar las nubes, nos dejan huellas profundas. Hay lágrimas y dolor, porque no es fácil muchas veces vivir. Pero también hay risas y esperanza. Sí, así es la vida. No siempre logramos lo que soñamos. Pero nunca podemos dejar de intentarlo. Puede que no logremos nuestras metas, pero no dejaremos de correr.
 
No siempre las cosas son como queremos. Hacemos planes. Y Dios se ríe al escucharlos. Tejemos sueños. Desgranamos alegrías. Desciframos signos buscando lo que Dios quiere, queriendo hacer realidad sus deseos. Porque nos quiere, quiere nuestro bien, que seamos felices. Porque nos ha llamado a una vida plena y estamos en camino recorriendo etapas. Entendemos que Dios quiere algo de nosotros, algo grande. A veces vemos destellos y se nos abren los ojos. Una luz que nos hace ver sus deseos. El Papa Francisco, en oración, antes de ser presentado a la Iglesia como el nuevo Papa, experimentó la certeza, la luz de Dios: «En determinado momento se sintió invadido por una poderosa luz. Eso duró un momento pero a él le pareció mucho tiempo. Entonces la luz desapareció»[2]. Son momentos de luz, de claridad que nos permiten caminar. Son espacios abiertos en los que descubrimos el querer de Dios. Pero es verdad que luego la duda es compañera del camino. Esa duda que nos permite volver a mirar a lo alto buscando luz. Decía Rafael Nadal: «Toda mi carrera he tenido dudas. La gente que no las tiene es arrogante. Dudar es realismo, es vivir con la realidad. La duda es parte de la vida. Yo no veo que las cosas sean tan claras». Es cierto. Hay dudas en cada paso del camino. Pero las dudas no nos impiden vivir con paz y esperanza. Cuando hemos visto con claridad hacia dónde va nuestro camino, esa verdad ya nunca nos deja. Escribía Eloy Sánchez Rosillo: «Tu error está en creer que la luz se termina. Al cabo de los años he llegado a saber que en la naturaleza del milagro se funden lo fugaz y lo perenne. Tras su apariencia efímera, el relámpago sigue viviendo en quien lo vio. Porque su luz transforma y ya no eres el hombre aquel que fuiste antes de que en tus ojos, de que en el fondo oscuro de tu ser, fulgurase. No, la luz no se acaba, si de verdad fue tuya. Jamás se extingue. Está ocurriendo siempre». ¡Cuántas personas se desilusionan al pensar que ya no están en el camino correcto! Ya no hay pasión, entusiasmo, ha desparecido la luz y dudan. Se olvidan de algo fundamental, la duda nos acompañará siempre en el camino. Pero no es una duda que nos hace pensar que Dios nos ha olvidado. Es nuestra limitación la que nos hace dudar. Somos pequeños y dudamos de nuestras fuerzas. No lo podemos todo. Por eso nos atamos a la luz de Dios, a su verdad, para ser plenamente hombres. Con dudas nos acercamos a Él. Los destellos de luz que percibimos en ocasiones los guardamos como un tesoro en la memoria del alma. De allí lo sacamos para iluminar nuevos pasos. Por eso vivimos tranquilos, confiados, porque Dios no nos olvida, camina a nuestro lado, nos sostiene. Por eso las dudas no nos entristecen, al contrario, nos animan a buscar más, a luchar más.

La vida es un misterio. Y los misterios tienen algo de luz y mucho de sombra, de desconocimiento y de presencia. De oscuridad y destellos. El amor de Dios nos supera siempre. Desborda nuestros límites. Da plenitud a lo incompleto. Queremos tenerlo todo claro en el camino, pero no es posible. Entender que Dios es uno, que es Trino, que es Padre e Hijo al mismo tiempo. Que es un solo Dios y tres personas. Que se queda en la fuerza del Espíritu y está presente en nuestra vida. Que actúa sin que lo veamos y se hizo carne para poder tocarlo. Que ahora sigue presente sin poder abrazarlo, aunque el corazón desea tocar y abrazar. Es todo un misterio. Queremos comprender con nuestros límites el infinito. Introducir el océano en los límites del corazón de barro. Y no es posible. Buscamos explicaciones que pretenden dejarnos tranquilos. Pero sigue siendo siempre un misterio. Y el misterio nos desborda y sólo podemos arrodillarnos sorprendidos, sobrecogidos. Sin querer tenerlo todo claro, sin pretender comprender. Como Moisés al contemplar la gloria de Dios: «En aquellos días, Moisés subió de madrugada al monte Sinaí, como le había mandado el Señor, llevando en la mano las dos tablas de piedra. El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él, proclamando: - Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra. Y le dijo: - Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya». Éxodo 34, 4b-6. 8-9. Dios desborda nuestros límites y nos hace aspirar a las alturas. Hoy, Moisés y Dios se encuentran. Se han buscado mucho tiempo. Como cada uno de nosotros, quizás, en nuestra vida. Nuestro camino está lleno de momentos de búsqueda, de encuentro, de oscuridad, de alejamiento. Moisés y Dios se habían perseguido muchos años. Dios lo amaba y en ningún momento dejó de mirarlo y de cuidarlo. Ahora, Moisés, ya sabe cuál es su misión. Siempre, cerca de Dios descubrimos quiénes somos, para lo que estamos hechos. Nuestro ideal. Moisés ya sabe quién es, a quién pertenece. Su historia se llena de sentido. ¿No nos pasa a veces que miramos hacia atrás y todo encaja? Cuando nos sentimos amados por Dios o por alguna persona, de repente, vemos que toda nuestra historia nos ha conducido a este momento. Moisés sube a la montaña y Dios baja en la nube a estar con él. Moisés sube y Dios baja. Cada uno busca al otro. Se encuentran. Dios baja para estar con él, no para usarlo para dar los mandamientos a su pueblo. Lo ama y quiere estar con él. A veces, cuando rezamos, pensamos que tenemos que sacar un propósito, una conclusión práctica. Y así la oración ha merecido la pena. Pero a veces lo mejor es estar sencillamente con Dios, descansar, contarle, o estar en silencio, mostrarle el corazón, mirarle, mirar juntos lo que ha sido el día, descubrir donde me salió al encuentro. Moisés pronuncia su nombre, el de Dios. No nos dice cuál. Moisés lleva las piedras y Dios escribe en ellas que el amor es lo primero. Escribe la misión de Moisés. Para que lo cuente. ¿Qué es lo que Dios escribe en mi corazón, eso que es mío, esa cualidad, ese don, esa experiencia de amor que se me ha dado para regalar? Antes de bajar del monte, Moisés habla a Dios y pide por su pueblo. Dios no le puede negar nada. No pide para él, no habla de él. Ahora tiene a Dios a su lado y pide por los suyos. Y su oración es escuchada. ¡Cuántas veces, cuando nos acercamos a Dios es para criticar y sentirnos mejores, para justificarnos ante Él de nuestro desamor a otros, y lo usamos para que nos dé la razón, para quejarnos! Ese día, la montaña y el cielo se acercaron. Moisés y Dios descansaron juntos, y hablaron de su amor común: su pueblo. Dios saca lo mejor de Moisés. Como hace siempre con nosotros. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo único. Tanto amó Dios al hombre que se hizo pequeño para que yo lo tocase, lo abrazase. Un Dios con sentimientos humanos. Jesús no sabía todo, creció preguntándose, amando, caminando, echando de menos, sintió la nostalgia y la tristeza, la alegría y la soledad. Jesús sufrió la angustia y la intimidad, la complicidad y la necesidad de los suyos. Vivió el anhelo de amar y ser amado, la alegría de pescar en el lago, el gozo de compartir la comida, de jugar, de caminar en la arena, el dolor ante los que sufren, la sorpresa ante una noche de estrellas, el asombro ante la bondad del hombre, ante su fidelidad, la pena por los que no le sabían mirar. No hay mayor amor. Dios que se hizo pequeño, frágil, caminante, peregrino, roca y hogar, camino, pan. El amor sin medida de la cruz, del perdón, del pan y el vino. El amor sin medida de un Dios que cabe en mi corazón y abarca el mundo. Ese Dios me lo mostró Jesús en sus manos traspasadas, en sus manos que curaban y acariciaban. Y algunos piensan todavía que Dios es alguien duro, que espera alejado, que mira el mundo desde fuera y se fija si cumplimos. Dios, cada día, lo deja todo por mí. ¿Dónde está en el dolor? A mi lado, sosteniéndome, sufriendo conmigo, ayudándome a mirar a otros que sufren. Hay lugares que me hablan de Dios, como ese monte Sinaí a Moisés. Ojala escalemos a esos lugares. Hay personas que me muestran con su amor ese amor de Dios, porque me miran con esa misma ternura.

Su amor nos sobrepasa y le da sentido a nuestra vida. Nos hace comprender que estamos hechos para la vida eterna: «Entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna». No queremos morir para siempre. Queremos vivir para siempre. Pero mientras tanto no pretendemos saberlo todo, controlar todas las variables. La vida es compleja, y no podemos controlarla. Un Dios que es Trino. Pero es uno solo. Se hizo carne, se hizo hijo. Es comunión, encuentro, amor que se dona. El amor del Padre derramado en el Hijo en la fuerza del Espíritu. Queremos ponerle nombre a todo. Para poder explicárnoslo. Lo intentamos, balbuceamos. Un Dios Padre que engendra, que da la vida, que crea. Un Dios del que procede todo lo creado, porque si no, no podríamos explicarnos nada.Decía Alfredo Kastler, premio Nobel de física: «La idea de que el mundo, el universo se ha creado él mismo, me pareceabsurda. Yo no concibo el mundo sino con un Creador, por consiguiente,Dios. Para un físico, un solo átomo es tan complicado, supone talinteligencia, que un Universo materialista carece de sentido». Un mundo creado por un Dios que lo puede todo. Es lo que nos saca del absurdo de un mundo que se crea a sí mismo. Pero no es un Dios que luego se desentiende de todo. No, Dios crea porque ama. Y desde el amor crea. El mundo no es una pieza creada al azar, casi con desinterés, por un Dios ausente. No, nuestro Dios es un Dios que crea por amor, y crea para amar, para seguir amando, para que nosotros le amemos, para sentirse amado por nuestro amor torpe y finito. Es un Dios al que le interesa nuestra vida pequeña, minúscula, insignificante. Tal vez ése es el misterio que más nos cuesta comprender. Quiere quedarse en nosotros, en nuestro corazón. Un Dios creador desde el amor se hace pequeño para vivir en mi morada santa, sagrada. Hace sagrado todo lo que toca. Nos hace sagrados. Un Dios que se abaja hasta mi pequeñez para hacer una obra de arte con mi barro. Quiere vivir en mi corazón. Quiere estar conmigo para siempre. Somos morada del Dios Trino. Parece absurdo pero es real. Contemplamos el mal en el mundo, las desgracias, las tragedias sin sentido y nos cuesta ver a Dios. Pero está en nosotros, en el hombre, en la morada más secreta del corazón. Aún así nos preguntamos: ¿Cómo puede dar ese Dios creador un sentido al sinsentido? Parece imposible. Lo es para nuestros ojos humanos que se quedan en lo tangible y tropiezan con la oscuridad del camino. Sí, para nosotros el sinsentido no tiene sentido. Y la oscuridad es más fuerte que la luz. Pero nuestra fe nos hace mirar a ese Dios y confiar. Creer y esperar. Todo tiene un sentido en su plan de amor. Aunque nos empeñemos en meter en un cubo las aguas del océano. Aunque queramos dibujar un amanecer pretendiendo reflejar toda su belleza. Aunque con nuestro amor limitado intentemos emular el amor infinito que Él nos tiene. Sí, nos ama con locura y no lo entendemos. Nos ha creado por amor, para el amor, desde su amor infinito.

Y es que Dios Trino es amor. Es un Dios que ama. Es el amor que se da en la comunidad perfecta del Padre, con el Hijo, en el Espíritu Santo. Trinidad es amor. Un Dios hogar, porque en la comunión es donde Dios se hace visible. El fruto de ese amor entre el Padre y el Hijo es el Espíritu Santo que se nos regala, que nos capacita para amar. Dios no es soledad, es comunidad, es encuentro. No es bueno que el hombre esté solo. No es bueno que Dios esté solo. Dios creó al hombre para seguir amando, para que el amor trinitario se hiciera presente en nosotros. Se abaja hasta nuestra nada para llenarla de su presencia. El amor nunca es pasivo. Es creativo. El amor busca, está en movimiento, crece, se alarga, se desplaza, cambia. El amor se dona. No se guarda. Porque el amor que se guarda, se seca. Dios se hace amor partido para los hombres. Un amor que es renuncia. Porque la caridad de Dios se derrama sobre nosotros sin esperar nada. Se desborda aunque el hombre no reconozca el amor. Es un amor que renuncia por amor. Que busca enaltecer, levantar, sostener. Dios nos ama de una forma que no valoramos. Un día leí: «Creer es la certeza temblorosa del amor». Hoy queremos creer así. No creer un conjunto de normas, sino creer, dando un salto en el vacío, que Dios nos ama a cada uno, que me ama aunque sea de noche a veces y no vea nada. Aunque tiemble, aunque sufra, aunque me olvide. Dios me ama. Esa es la verdad más grande de mi vida. Queremos también decirle a Dios que sí, desde lo que somos, sí a sus planes. Sí a que me lleve en sus manos, a que lleve el timón de la barca. Porque confiamos. Porque hemos conocido, cada uno, el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Aunque  nos ofusquemos siguiendo nuestros planes. Es verdad, a veces olvidamos que sus planes son planes de amor y plenitud. Le volvemos la espalda. Preferimos vivir sin su amor. Que no nos toque. No lo tocamos. Cerramos la puerta a su presencia. No nos creemos que nos ame de forma incondicional. Creemos que su amor depende de nuestro comportamiento. Creemos que nos ama más si nosotros le queremos. Por eso huimos acobardados cuando pecamos, cuando nuestro amor es pobre, cuando tropezamos y caemos. Nos alejamos negando su amor, negando nuestro mismo amor. No sabemos que su amor nos salva y nos devuelve la dignidad. Porque Dios no sólo nos ha creado por amor. Dios nos recrea cada día por amor. Nos sueña, nos dibuja, nos compone, nos diseña, nos pinta, nos construye, nos levanta, nos eleva. Sí, Dios no se cansa de recrear su obra maestra. Ha creado un mundo imperfecto que anhela ser perfecto. Un mundo finito que sueña con la eternidad. Un mundo donde hay mal, dolor, pecado, y sueña con ser reflejo del rostro inmaculado de María. Sí, Dios no se cansa de recrearnos. Es lo que significa que hemos sido salvados. Somos salvados para una vida plena. Pero ya en camino somos ese cuerpo místico de Cristo en el que se manifiesta torpemente su amor infinito.

Dios creador es Dios Padre. Dios se revela al hombre como Padre. Engendra vida, da la vida. Un padre comprensivo y cercano, misericordioso y bueno. El Padre de la parábola del hijo pródigo que espera ansioso la llegada del hijo perdido. Un buen Pastor que llora y lamenta la pérdida de una oveja. Un Padre que se arrodilla para calzarnos al vernos desnudos. Un Dios que nos sostiene cuando nos ve tambalearnos por el camino. Como decía una persona a otra animándola en su enfermedad: «Dios está a tu lado, sosteniendo, acompañando, sufriendo con todos vosotros, dando el milagro de la paz cuando parece imposible, ayudando a uniros, a cuidaros. Pero es normal que sean momentos en que, sobre todo para algunos, no es fácil ver a Dios en ese dolor y en ese miedo. Dios, en ese momento, está allí, en todos los que dais todo lo que podéis, en lo que os desvivís. Ahí lo podéis tocar. Nunca os deja solos. Os sostiene, os cuida». Dios es padre. Y todo lo nuestro le importa. Todas nuestras pequeñeces y preocupaciones. Nada de lo humano le es ajeno. Todo cabe en su corazón de Padre. Pero es verdad que, cuando nos falta una sana experiencia de padre humano, es más difícil ver a Dios como Padre misericordioso y bueno. Los vínculos humanos nos llevan a Dios. Son lazos humanos de los que tira Dios para acercarnos hasta Él. Decía el P. Kentenich: «La transferencia de los padres espirituales a lo sobrenatural es muy importante. En la educación hemos de procurar que se genere un vínculo filial noble, interior y espiritual»[3]. Aprender a ser niños en el plano humano es lo que nos capacita para poder ser hijos ante Dios. Un vínculo filial, un vínculo de hijos. Por lo humano a lo divino, por el hombre hasta Dios. Por eso es tan importante la familia humana. Dios nos ha creado para vivir en familia, para vivir en comunidad. No quiere Dios que el hombre esté solo. En familia aprendemos a amar, nos sabemos amados y podemos ser como somos, auténticos, libres. Dios ha creado el amor y nos ha hecho menesterosos, pobres, necesitados de tanto amor. Sólo somos felices si nos aman y amamos. Sólo somos plenos si nuestra vida está fundada en el amor. El amor nos salva. El amor humano es el leve destello del amor infinito que Dios nos tiene. Por eso, cuando no experimentamos ese amor humano, nos cuesta mucho más tocar el amor de Dios. El amor humano es el camino normal para conocer el amor de Dios. Unos padres que se aman son el reflejo más puro del amor trinitario. Es verdad que María también nos educa en el amor. Y nos acerca al corazón de Dios: «La infancia espiritual es la actitud no sólo de la Purísima sino también de la Dolorosa. ¡Plenitud de fuerzas! La vinculación filial es entrega llena de energía. Si me vinculo a María podré dedicar todas mis fuerzas a la tarea que me aguarda»[4]. Aprender a ser niños con María nos permite adentrarnos en el mundo de la Trinidad. María es el remolino que nos conduce a lo profundo del amor trinitario. Por la alianza de amor en el Santuario nos adentramos en lo más hondo y maravilloso del jardín de Dios. María nos lleva allí, a ese jardín sellado del alma, es puerta de entrada. En el corazón, cuando dejamos entrar a María, podemos descansar. María pone orden y permite que entre Dios. Ella nos conduce a Dios Trino, Ella abre las puertas para que viva Dios en nosotros. A través de ese vínculo cercano y cálido con María llegamos a Dios. María es un seguro, es el camino más fácil para vivir en Dios.

Dios Trino es Padre, es Hijo, es Espíritu Santo. Dios se hace carne, se hace Hijo entregado al Padre. Cristo se manifiesta a los hombres en la historia. La eternidad se hace presente. Dios infinito se limita en la carne. Se abaja, se hace uno de nosotros, renunciando a todos sus derechos. Se hace impotente, limitado, pobre. Se hace uno de nosotros, pasando por uno de tantos. Distinto sólo en el pecado. Distinto sólo en ese amor que parece imposible. Un amor hasta el extremo, el amor del pastor que da su vida por sus ovejas. Por eso tiene sentido escuchar: «Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros». 2 Corintios 13, 11-13. Jesús nos capacita para vivir como vivió Él, con su paz, con su amor. En su carne salvamos nuestra carne, somos elevados, redimidos. En Él somos hijos, niños, como decía el P. Kentenich: «Cristo es la raíz más honda de nuestra filialidad y el fundamento sobre el que descansa el espíritu y sentimiento filial al que estamos llamados y del cual Cristo mismo es modelo»[5]. Es el modelo. Es quien nos transforma. Quien hace posible la docilidad a la voluntad de Dios. Quien nos convierte en hombres nuevos. Porque queremos ser como Él: «Nos damos perfectamente cuenta del tremendo milagro que tiene que producirse para que el hombre viejo vaya muriendo más y más en nosotros y así podamos ser un día realmente otros Cristos»[6]. El hombre viejo tiene que morir para que surja el hombre nuevo. Nuestros sentimientos que nos alejan de Dios tienen que cambiar y llegar a ser los sentimientos de Cristo. Pero, ¡cuánto nos cuesta! Nos resistimos al cambio. No queremos dejar de ser como somos. No queremos ser transformados, nos da miedo, nos da vértigo saltar, dejar que otro conduzca nuestra vida, ser olvidados, no reconocidos. El vértigo al vacío, a que la vida parezca no tener sentido. Nos pesa el alma. Miramos a Cristo y anhelamos la vida que no tenemos. Queremos ser como Él, vivir como Él, tener sus sentimientos. Para eso tenemos que descansar en su pecho. Beber de la fuente de vida que brota de su corazón herido. Queremos descansar en su alma. Queremos aprender a mirar con sus ojos y a hablar sus palabras. Que Él sea nuestro centro. ¿No es cierto que a veces lo dejamos a un lado y no le abrimos la puerta cuando llama? Sí, no siempre Cristo es el centro de nuestra vida. No siempre su amor nos mueve y levanta. No siempre vivimos para Él y disfrutamos estando en su presencia. Así quisiéramos vivir. En Él. Como hombres nuevos, trinitarios. Porque cuando le abrimos la puerta. Cuando hacemos de la comunión un encuentro diario con el amor, entonces entra Jesús en nuestra vida, entra ese amor de Padre misericordioso que nos acoge como somos, ese fuego del Espíritu que nos transforma desde lo más profundo. Cuando le abrimos la puerta y hacemos de su camino nuestro camino, todo cambia. La vida es diferente. Dejamos de temer el futuro. Confiamos como los niños. Aceptamos sin enfadarnos las caídas y los errores. Descubrimos en los tropiezos puertas escondidas que nos muestran nuevos caminos. Aprendemos a amar torpemente, con nuestro amor mezquino, pero transformado en ese Espíritu que recibimos cada vez que lo imploramos.
 

[1] J. Kentenich, Hacia la cima, 116
[2] Michael Part, El Papa que ama el fútbol, Papa Francisco, 105
[3] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III
[4] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III
[5] J. Kentenich, Mi vida es Cristo
[6]J. Kentenich, Mi vida es Cristo
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