Sábado, 20 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Llegué cuando acababa de morir

por El rostro del Resucitado


MADRE

Llegué cuando acababa de morir,
y era un misterio ver tan de cerca la muerte
en aquel cuerpo amado.
Aún conservaba
el calor de la vida, y puse yo mis labios
sobre su rostro inmóvil. Al besarla,
pude atisbar en ella y escuchar todavía
unas puertas cerrándose,
y un viento que de súbito arrasaba
la casa del amor y no sé qué despojos
de mi niñez remota.

Eloy Sánchez Rosillo
 

A veces sucede que cuando leemos algo nos vienen a la mente una o varias imágenes. Esto me pasó cuando leí esta poesía del poeta murciano Eloy Sánchez Rosillo... Me vino a la mente un cuadro de Giovanni Bellini, La Pietà, conservado en la Pinacoteca de Brera (Milán).

 
 
En sus versos el poeta narra el estremecedor momento en que su madre pasa de la vida a la muerte, esos segundos que le permiten oír aún la puerta de la vida cerrándose, mientras un viento repentino se lleva el resto de su niñez, representado por su madre.

En su obra, Bellini nos descubre una de las miradas de la Virgen a su Hijo más intensa y desgarradora, pero a la vez amorosa y  comprensiva, que yo haya visto. Es la mirada de una madre que ve a su Hijo amado, con su cuerpo humano, por última vez. Un hijo que es Hijo de Dios, que ha apurado hasta el fondo el cáliz que el Padre le presentaba, donándose al mundo y por el mundo; pero que es también hijo carnal nacido de ella, genéticamente parecido a ella y humanamente amado por ella.



Es también una mirada de dolor, de resignación. Y de aceptación. La Madre tiene los labios abiertos como si estuviera diciendo algo a su Hijo, una expresión de amor materno… ¿o es tal vez el inicio de un beso?
 
La composición de la obra, poco habitual, nos da la idea de un Cristo sin casi peso corpóreo, pues entre la Virgen y San Juan parece que lo sostienen sin dificultad. La mano firme de la Virgen sujeta con amor una de las manos inertes de su hijo, mientras la otra, con la marca del clavo, está en primer plano, apoyada sobre el sarcófago, en el que se puede leer la inscripción en latín “HAEC FERE QVVM GEMITVS TVRGENTIA LVMINA PROMANT / BELLINI POTERAT IAONNIS OPVS (“Cuando estos ojos hinchados de llanto casi evoquen gemidos, la propia obra de Giovanni Bellini podrá verter lágrimas”).



San Juan mira hacia otro lado, como si no pudiera soportar la visión de Cristo muerto, por lo que la atención del espectador se centra en el diálogo mudo entre la Virgen y su Hijo.

Para la Virgen seguramente no “era un misterio ver tan de cerca la muerte”, porque su Hijo era –es– el propio Misterio. Seguramente también sabía que unas puertas se acababan de cerrar, pero que otra, más grande e inconmensurable, estaba a punto de abrirse. Tenía el cuerpo de su Hijo amado entre los brazos, seguramente era la última vez que como tal podía tocarlo. Pero sabía que ese cuerpo resucitaría al cabo de poco, que sería igual y, a la par, distinto, pero que ya no podría tocarlo. Ni besarlo.
 
En esto radicaba su esperanza, su fe, su "Sí". Normalmente, ante la enfermedad o la muerte, o los diversos problemas, nos desesperamos, nos desplazamos del centro, de Cristo, todo pasa de ser un drama a ser una tragedia... ese hilo tenso que nos une a Dios, que nos lleva a Él, parece quebrarse y entonces nos precipitamos en una vorágine de la que sólo nos puede salvar la memoria del primer encuentro, del momento histórico que cambió nuestra existencia, del punto que marcó nuestro inicio de conversión: nuestro “sí”. En los momentos difíciles tenemos que hacer memoria de nuestra infancia en la fe, de esos primeros pasos que nos llevaron, frágiles y desvalidos, a los brazos amorosos de la Iglesia que con el rostro de nuestros amigos adultos en la fe, sacerdotes o laicos, nos acogió como María acogió a su Hijo.
 
Dice Benedicto XVI, en su Homilía del 15 de agosto de 2009, Festividad de la Ascensión de la Virgen:
 
En el pasaje del Evangelio que acabamos de proclamar, san Lucas narra que María, después del anuncio del ángel, “se puso en camino y fue aprisa a la montaña” para visitar a Isabel. (...) San Ambrosio, comentando la “prisa” de María, afirma: “La gracia del Espíritu Santo no admite lentitud”. La vida de la Virgen es dirigida por Otro, está modelada por el Espíritu Santo, está marcada por acontecimientos y encuentros, como el de Isabel, pero sobre todo por la especialísima relación con su hijo Jesús. Es un camino en el que María, conservando y meditando en el corazón los acontecimientos de su existencia, descubre en ellos de modo cada vez más profundo el misterioso designio de Dios Padre para la salvación del mundo.
 
Además, siguiendo a Jesús desde Belén hasta el destierro en Egipto, en la vida oculta y en la pública, hasta el pie de la cruz, María vive su constante ascensión hacia Dios en el espíritu del Magníficat, aceptando plenamente, incluso en el momento de la oscuridad y del sufrimiento, el proyecto de amor de Dios y alimentando en su corazón el abandono total en las manos del Señor, de forma que es paradigma para la fe de la Iglesia.
 
Toda la vida es una ascensión, toda la vida es meditación, obediencia, confianza y esperanza, incluso en medio de la oscuridad; y toda la vida es esa “sagrada prisa”, que sabe que Dios es siempre la prioridad y ninguna otra cosa debe crear prisa en nuestra existencia.
 
También nuestra vida está marcada por acontecimientos y encuentros, eso lo sabemos. La cuestión es si aceptamos plenamente el proyecto de amor de Dios en nuestro camino, que de rosas no es; si alimentamos nuestro corazón sólo con Él y si procedemos con “sagrada prisa” centrando nuestra mirada en Su Hijo o sólo tenemos prisa en llevar adelante nuestros proyectos, nuestros deseos porque –sigue diciendo Benedicto XVI– creemos que:
 
Apartando a Dios y siendo nosotros autónomos, siguiendo nuestras ideas, nuestra voluntad, llegaríamos a ser realmente libres, para poder hacer lo que nos apetezca sin tener que obedecer a nadie. Pero cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser más grande; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Eso es precisamente lo que ha confirmado la experiencia de nuestra época.
 
¿Queremos perder el esplendor de Dios en nuestro rostro?

Helena Faccia
elrostrodelresucitado@gmail.com
 
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