Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Sed perfectos

por Diálogos con Dios

Un jinete desciende por el valle al trote en dirección al monasterio de Claraval. Es el obispo Guillermo de Champeaux, amigo personal del joven abad Bernardo que ha requerido su presencia para dialogar y consultar con él asuntos de su casa. El jinete desmonta y es recibido por el hermano portero que le hace pasar.
—El abad Bernardo le espera en el huerto.
El obispo recorre las galerías atravesando la abadía hasta la parte de atrás donde se encuentra el huerto en el que trabajan afanosamente algunos monjes. Entre ellos Bernardo, que al divisar a su amigo el obispo deja el azadón, se lava las manos con un chorro del botijo y se dirige a su encuentro.
—Hermano Bernardo, he venido en cuanto me llegó vuestro recado.
—Gracias, Guillermo. Os lo agradezco. Venid, demos un paseo al aire, me vendrá bien tomar el sol. Últimamente no me encuentro muy en forma.
—¿Alguna cosa seria?
—No. Dolores de estómago. Quizás debería hacer más ayunos —el abad Bernardo agarra a su amigo por la manga para iniciar su paseo en intimidad y confianza—. Estoy preocupado por la abadía. Los hermanos me abandonan. Se van.
—¿Cómo que se van?
—Que abandonan la abadía. Se van, no quieren continuar, les parece una vida demasiado dura. Ya se han ido dos este mes —el joven abad está desesperado— ¿Qué estoy haciendo mal?
El obispo Guillermo y el abad Bernardo pasean despacio entre lechugas, tomates y árboles, como si la recién edificada abadía de Claraval fuera el jardín del Edén de 1115.
—¿Cuál creéis que puede ser el problema?—interroga el obispo sin emitir juicios de antemano.
—No lo sé. Vos sabéis que intento llevar una vida más austera y sacrificada acorde con nuestro Señor Jesucristo, pero los mojes se quejan de la excesiva dureza de la regla. ¿Acaso quieren volver a la vida relajada que observé en el Cluny? ¿Que yo sea otro Pedro?... el venerable, le llaman ¡Que despropósito! Pedro el permisivo, diría yo.
—No hay duda de vuestra buena intención y sincera devoción, mi querido Bernardo, pero quizás deberíais escuchar e interpretar los signos de los tiempos.
—¿Qué queréis decir? ¿Acaso debo plegarme a los deseos mundanos de unos monjes fríos y perezosos?
—¿Es así como es ciertamente el rebaño que guiáis?
—Si.
—¿Todos?
—No, todos no.
—¿Habéis hablado de estas cosas con ellos, con los que son fieles y cumplidores? ¿Qué opinan?
—Me dicen que la regla es demasiado exigente, que quieren seguirla pero que hay límites. Pero si empezamos a hacer paréntesis y apaños en dos días cerramos la abadía. Hay que ser fieles y rigurosos con los mandatos del Señor sobre nuestra orden.
—Querido amigo, en dos días cerráis esto pero no por dejado si no por ser tan estricto ¿No lo veis?
Ambos contertulios se han parado cobijados bajo la sombra de un árbol.
—¿Tengo que dejarles que hagan lo que quieran?—pregunta totalmente ofuscado el abad.
—No se trata de lo que quieran ellos ni de lo que queráis vos, sino de lo que quiere el Señor. Estáis imponiendo vuestro criterio al resto de la comunidad. Vuestro espíritu domina la abadía. Es vuestra forma de ver las cosas y cómo se deben hacer lo que importa y no debería ser así. Estáis teniendo unos frutos: la gente se va.
—Si se van es porque no tienen verdadero carácter y se han equivocado de sitio—responde firme Bernardo.
—O se pueden ir porque, a lo mejor, es cierto que vuestro exceso de celo sofoque el espíritu de la abadía. ¿Contestad a una pregunta?
—Decidme—se expone rendido Bernardo completamente abrumado porque aquel obispo cuya autoridad estimaba estaba dinamitando toda su labor y sus ideales en unos segundos.
—¿En vuestra abadía existe la alegría?

Dos días después, el obispo Guillermo visita la cabaña aparte del monasterio, que han habilitado para que descanse y sea curado el abad Bernardo. Sus fuertes ayunos le han provocado una perforación en el estómago que los físicos están intentando atajar.
—¿Cómo os encontráis, hermano Bernardo?
—Como si me hubieran atacado una jauría de lobos. Cansado, dolorido y rendido.
—¿Habéis comido algo?
—Me dan una sopa asquerosa cada media hora, pero debo reconocer que me calma los dolores de estómago inmediatamente que la bebo.
El obispo se sienta a su lado y saca un pequeño breviario que se dispone a leer.
—Rezad en otro momento amigo. Ahora necesito vuestro consejo. Estos dolores me han hecho reflexionar, estoy dispuesto a escuchar.
—Querido Bernardo, —comienza satisfecho el obispo comprobando una vez más que el Señor actúa sobre las almas bien dispuestas— no se trata de tener una regla general inflexible y fiscalizadora para todos y en todo tiempo. Desde una regla definida podemos poner el acento en ella demasiado severamente y aplastar la alegría y la vida. Las normas y reglas sirven para acercarnos a Dios y por consecuencia, para acercarnos al hermano. Si los monjes han perdido la frescura y la paz, es posible que algo esté fallando. Analizad vuestra situación. Vuestro rebaño se resiente y vosotros estáis postrados en este camastro por el exceso de disciplina. Hermano Bernardo, la rigidez de la ley no excluye la posibilidad de su adaptación en función de la circunstancias ¿De qué sirve que nuestros cálices estén inmaculados por fuera si por dentro estamos despreciando al hermano?
—¿Me he equivocado?—susurra el abad enfermo.
—Todos nos equivocamos. Y por eso aprendemos.
—¿Decidme amigo, cual es la lección?
—Cada uno debe sacar sus propias conclusiones.
—El Sábado es para el hombre, no el hombre para el Sábado—admite dócil Bernardo.
—Amigo mío, lo importante es conocer lo que su rebaño necesita en cada momento, ese el objetivo. A veces deberá poner el acento en un aspecto, otras en otro, debe ser un centinela para avisar de los riesgos, pero nunca un rey que se imponga a sus súbditos. Rey sólo hay uno, arriba en los cielos.
El abad Bernardo siente el peso de sus actos y cómo su excesivo rigor estaba provocando un espíritu de disgusto y acritud en el fondo de su querida abadía. Proponiéndose propósito de enmienda descansa, por fin en paz, en el jergón de paja.
—Os falta perspectiva. Salid del monasterio y visitar otros. Viajad, conocer otras realidades que abran vuestra mente. El hecho de permaneced siempre en el mismo sitio con la misma gente, obsesionados con nuestras propias ideas puede desvirtuar nuestra visión del mundo. Pero, en cualquier caso, lo que debe mover vuestros actos es la caridad con el hermano, a eso debe conducirnos el amor de Dios, a amar y comprender a nuestro prójimo. A veces seremos firmes y otras flexibles. Pero ánimo, el discernimiento es don de Dios para todo aquel que ama sinceramente.

"Y sobre todas estas cosas revestíos de caridad, la cual es el vínculo de la perfección" (Col 3, 14)



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