Sábado, 04 de mayo de 2024

Religión en Libertad

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Mirarán al que traspasaron

por Diálogos con Dios

He seguido a Yaveh desde mi niñez. He adorado al verdadero Dios de mis padres, desde que me destetaron. La ley de Moisés y los preceptos del Señor de los ejércitos son mi guía y mi consuelo desde que tengo uso de razón. He guardado celosamente todos los preceptos, normas y estatutos prescritos por el mismo Dios a nuestros antepasados. Soy judío y sé que Dios nos dará la victoria final y entregará en nuestras manos a todos nuestros enemigos.
Por eso nos preparamos, mi grupo y yo sobre los tejados, para caer sobre los romanos como sombras mortales. Un retén de soldados vendrá a hacer el relevo en la prisión al caer la tarde y aprovechando la penumbra y la soledad de las calles nos abalanzáremos sobre ellos, les cortaremos el cuello y asaltaremos la prisión para liberar a nuestros hermanos. Con seguridad en la victoria esperamos agazapados, con el sudor en la frente y los nervios en la garganta, esperamos nuestra oportunidad. Yaveh nos respalda y nos ayudará porque somos fieles y adoramos al verdadero Dios.
Es el momento. Aparecen los soldados para el relevo. Es un momento delicado, son más pero están despistados en sus maniobras y es un buen momento para la sorpresa. Doy la señal y caemos como fieras sobre ellos. Tajo allí, tajo allá. Caen como moscas. Estamos venciendo. Rompo huesos y corto gargantas. La violencia y el odio al opresor se adueñan de mi. Noto la boca seca y grito con furia. Asesto un golpe y otro y otro. Van quedando menos adversarios y las capas romanas siembran el suelo. Yaveh nos regala la victoria deseada y es el momento de entrar en la prisión, pero cuando abrimos las puertas para penetrar como un imparable ariete, cientos de soldados salen a defender la plaza y todo gira en contra nuestra. Nos estaban esperando. Alguien nos ha delatado. Empezamos a ceder. Los enemigos me rodean y me acosan. Ya no grito con furia incontenida sino con miedo y desesperación, hasta que una espada romana se clava en mi costado. No lo he visto venir. Estaba pendiente de mi enemigo a la izquierda, pero me han sorprendido por la derecha. El soldado me atrae hacia si mientras hunde su hierro en mi costado. Me falta el aire y el dolor se filtra en mi alma. Ha llegado mi fin, lo sé. El aliento del romano me llega a la cara y yo empiezo a perder el conocimiento. Me despido de mis seres queridos, de mis hermanos, de mi tierra...

Estoy en trance. No sé si he muerto ya o estoy a punto, pero no veo ni oigo nada claro a mi alrededor. Solo sombras y ruidos difuminados aquí y allá. Estoy tirado en suelo sin poder moverme. No sé si sueño o muero, pero una luz invade mi mente y veo una figura humana que se acerca a mí envuelto en ropas blancas y con el pecho desnudo. Es hermoso y limpio y me enseña su costado que, como el mío, está abierto y sangrando. Reconozco a Jesús, el famoso galileo que pretendía ser el hijo de Dios pero murió como cualquier hombre y todas las esperanzas de sus seguidores se vinieron abajo.
—Mira mi costado. Sangra como el tuyo, —me dice la figura entre neblinas y luces cegadoras— pero yo sangro por amor y tú por odio. Déjalo atrás.
—He luchado por mi Dios, la pureza de mi religión y por mi tierra— alcanzo a pensar sin poder articular palabra.
—Es hora de guardar la espada. Quieres expulsar a vuestros enemigos por la fuerza, pero si mi reino fuera de este mundo, mis ángeles lucharían conmigo. Los que te oprimen desaparecerán en un momento. Yo lo haré.
Me fijo que de su costado sale sangre y agua. Estoy desconcertado.
—Señor, ¿qué quieres?
—Olvida tus guerras y descansa en mí.

Me despierto en un mullido jergón de paja. Las paredes de la estancia son de adobe recubierto con cal, como cualquier casa hebrea de Jerusalén, con pocos y humildes muebles. Una mesa y un taburete. Por el ventanuco entra un haz de luz que ilumina suficientemente la habitación. Alguien entra e intento moverme sin conseguirlo, provocando una aguda punzada de dolor en mi costado. Comprendo que no estoy muerto y he salvado la vida.
—Shalom —una anciana agradable y una bella joven me saludan con gentileza.
—He visto a Jesús. —Respondo con dificultad y sorprendiéndome a mí mismo.
Ellas se sonríen y asombran a la vez. No pretendo que me entiendan, son judías y el galileo y sus apariciones no son tema de su gusto pero necesito decírselo a alguien.
—Tranquilo, has sufrido un herida muy profunda y necesitas reposo y descanso, —me callo respetuoso y cansado mientras la anciana me habla— te recogimos en el callejón medio muerto y desangrado hace tres días y te cosimos, cuidamos y rezamos a Cristo por ti.
—Le he visto, —afirmo de nuevo al comprender que son cristianas— me enseñó sus heridas y me habló. Las habladurías de su resurrección son ciertas. Su cuerpo y su espíritu están entre nosotros.
—Tranquilo, tranquilo, —me intenta calmar la anciana mientras la muchacha joven se emociona y una lágrima comienza a recorrer su bello rostro hasta que cae sobre mi mano inerte sobre la cama—Jesús ha resucitado, lo han visto muchos y otros lo sabemos con el corazón, pero ahora descansa y no te agotes. Estas en buenas manos. Nosotros te cuidaremos.
En ese momento aparece un hombre recio y serio con cara de estar preocupado eternamente, que se dirige a la llorosa muchacha.
—¿Qué te ocurre? Tiemblas, mujer.
—¡Pedro!, —recibe ella al recién llegado con entusiasmo y señalándome le informa— dice que ha visto al resucitado y se comunicó con él.
—¿Dices que te habló, y qué te dijo? —me interroga el hombre con intensidad.
—Que descansara en él.
—Pues eso, hermano, —interviene la anciana— descansa en el Señor, olvida tus preocupaciones, aleja tus miedos, desecha los odios y ambiciones y descansa. Jesús se ocupa de todo, —y acariciándome delicadamente con el dorso de la mano, concluye— mañana será otro día.
 

"Entonces le dijo a Tomás: —Pon tu dedo aquí y mira mis manos; mete tu mano en la herida de mi costado. Ya no seas incrédulo. ¡Cree! —¡Mi Señor y mi Dios! —exclamó Tomás. Entonces Jesús le dijo: —Tú crees porque me has visto, benditos los que creen sin verme." (Juan 20:27-29)


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