Sábado, 04 de mayo de 2024

Religión en Libertad

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La última frontera

por Diálogos con Dios

Un negro automóvil eléctrico de gama media, ocupado por cinco hombres se traslada despacio por las atestadas calles de New York.
 
Durante los últimos años del siglo XX y principios del XXI, la contaminación en las ciudades parecía que acabaría con el mundo conocido, pero gracias a los adelantos tecnológicos, el empuje de los ecologistas y sobre todo a la crisis de la segunda década de siglo, el mundo pasó de ser gobernado por el petróleo a ser dominado por la electricidad. Ello contrajo una serie de reestructuraciones a nivel global que la crisis bursátil internacional provocada por los señores del mundo se encargó de llevar a cabo. A partir del 2008 nada volvió a ser igual. Pero no solo a nivel de finanzas, energía y dinámicas de poder, sino, lo que era peor, nada volvió a ser igual a nivel espiritual, moral y filosófico. Si a finales del siglo XVIII la revolución francesa se apropió del legado espiritual de la iglesia al proclamar las ideas cristianas de libertad, igualdad y fraternidad como los postulados de una nueva filosofía humanista y materialista, y continuó con la revolución sexual y existencialista de 1968, a mediados del siglo XXI, el proceso desembocó en la aniquilación institucional de la iglesia. Todo comenzó cuando Naciones Unidas inició una serie de intervenciones legales, amparados en el derecho internacional dictados por ellos mismos, en contra de la iglesia a base de denuncias, arrestos y juicios civiles a diferentes personalidades e instituciones eclesiales. Se fomentó desde las altas esferas de poder por vías jurídicas y por los medios de comunicación la persecución legal y moral de la iglesia y sus adeptos. Esto provocó no pocos enfrentamientos a nivel intelectual, político y social durante muchas décadas, entre el mundo y la organización más longeva de la historia. Primero se libró la batalla en los medios de comunicación y cuando los debates, informaciones y noticias fueron copados por los poderes anticristianos se pasó a la siguiente fase. Las manifestaciones populares en contra de las intolerantes doctrinas católicas de toda índole, las persecuciones sociales y laborales a los retrógrados cristianos y el asalto y ataques a iglesias y conventos se convirtieron en prácticas normales y justificadas. Los cristianos desaparecieron de las iglesias y las monjas, frailes y sacerdotes se secularizaron en masa y las vocaciones desaparecieron radicalmente. Finalmente la iglesia católica fue acusada de crímenes contra la humanidad, fundamentalmente por su doctrina en moral sexual que era contraria a todo raciocinio y conocimiento de la naturaleza humana desde el punto de vista del progreso social. Muchos teorizaron sobre las causas de aquel estado de cosas vertiendo opiniones de todo tipo pero siempre se ha especulado que las causas fueron múltiples, como sucede aún hoy a la hora de explicar la caída del imperio romano. Pero sobre todas las teorías y debates destacaba la intransigencia sexual de las posiciones cristianas; muchos expertos datan los años de los escándalos de los abusos sexuales de los sacerdotes a niños como el germen de toda base para acabar moralmente con los cimientos de la iglesia. Posiblemente nunca se valorará con objetividad la grave responsabilidad que todos aquellos malos ministros tuvieron en el inicio de la pendiente, pero con el correr de los años se está llegando a la conclusión de que no fueron los únicos protagonistas de la debacle. Muchos otros factores interiores, además de los exteriores, influyeron, pero de lo que no cabe duda a estas alturas es que es de que los aspectos domésticos fueron determinantes. Lo que no lograron siglos de persecuciones romanas, siglos de enfrentamientos con el islam, siglos de guerras intestinas de religión, siglos de erosión filosófica, siglos de enfrentamientos de poder con regímenes políticos, lo consiguieron unas décadas de enfrentamiento en materia sexual. Los enemigos de la iglesia enarbolaron la bandera de la libertad sexual y reproductiva como el gran arma arrojadiza contra la opresión, según ellos, de una moral restrictiva y castrante que representaban las posiciones cristianas... y ganaron. Si el árbol de la ciencia del bien y del mal era manipulado a placer desde que el hombre se erigió en su dueño, era el turno de manipular sin restricciones éticas el árbol de la vida.
En cualquier caso, el daño ya está hecho y nuevos tiempos de persecución y clandestinidad se ciernen sobre la cristiandad. La Organización de Naciones Unidas declaró que la iglesia católica era una secta perniciosa y era delito pertenecer a ella a partir de 2053. Las catedrales, iglesias y monasterios fueron expropiados, la iglesia universal fue expoliada bajo la tutela de los poderes políticos y legislativos y todas las riquezas posesiones y patrimonio artístico, por fin, fue incautado por los diferentes gobiernos. Un viejo sueño de la humanidad se llevó a cabo, pero evidentemente aquellas riquezas tan largamente deseadas no fueron repartidas entre los pobres como se exigía desde antiguo, sino que pasaron a ser propiedad de los poderes gobernantes... como siempre. 
El único reducto que hoy en día resiste como última frontera espiritual es el Vaticano. Las Naciones Unidas llevan largas décadas intentando acabar con ese mini país que se ha convertido en una fortaleza inexpugnable, pero aún no han conseguido justificar una intervención armada que acabe con la última autoridad espiritual y moral del orbe: el Santo Padre.

El coche se detiene en un callejón solitario y bajan de él tres trajeados y fornidos hombres, que sin duda son guardaespaldas, y un hombre pequeño y anciano con cara de cansado y andar dubitativo. Entran por una puerta lateral medio escondida y el coche desaparece raudo como si nunca hubiera estado allí. Dos hombres flanquean al anciano mientras el tercero abre paso explorando cada rincón de los pasillos que van recorriendo hasta que llegan a una desvencijada puerta de la que parece una humilde vivienda. El guardaespaldas llama con un juego de golpes que suenan a código secreto. Un incómodo y largo silencio clavan a los visitantes en el sitio mientras los guardaespaldas que flanquean al anciano se miran preocupados. Cuando están a punto de dar la orden de retirada la puerta se abre y aparece una delgada y pequeña anciana con una cara redonda y amable.
—Perdón, perdón. Estaba en el piso de arriba —se disculpa la mujer evidentemente sofocada y avergonzada—. Bienvenido su santidad, mil perdones... entre, ésta es su casa... es un honor.
—No se preocupe hermana, por Dios levántese —la recoge de los brazos apurado ante la caída de rodillas de la portera— no son tiempos de ceremonias sino de sencillez y confianza. Dígame querida, ¿Cómo se llama?
—Sor María de la visitación, su santidad.
—Bien, pues hoy soy yo el que salta de gozo de conocerla a usted y de estar en esta casa.
La comitiva se adentra en la estancia por un pasillo del que se abren numerosas habitaciones atestadas de monjas y sacerdotes que viven escondidos allí y se arrodillan ante la bendición del Papa. Finalmente llegan a un gran salón dónde hombres de toda edad dialogan animados y callan repentinamente ante la ilustre visita.
—Querido Santo Padre, bienvenido a ésta su humilde casa. Bendito sea Dios que ha permitido que llegara este día —se adelanta el que parece ser el jefe del grupo besándole la mano—, desde el momento que decidisteis iniciar este peligroso viaje desde Roma, hemos rezado como hacía mucho tiempo para que no tuviera ningún contratiempo. El Señor nos ha bendecido.
—Ánimo, queridos. Dios no ha dicho la última palabra. Mientras que halla un cristiano que celebre la eucaristía sobre la tierra, él no ha abandonado a la humanidad.
El grupo se compone de unos veinte prelados. Los obispos que sobreviven en todo el continente americano, dónde permanecen la mayoría de cristianos en el mundo, se han reunido en aquella habitación para un sínodo especial. Después de saludar a cada uno de ellos el Santo Padre es trasladado a una habitación contigua acondicionada para la misa. Los ministros ocupan sus asientos mientras los tres guardaespaldas se retiran al final de la sala, relajándose un tanto, pero en continua comunicación con los agentes de exterior. En la homilía, el pontífice que más duros momentos le ha tocado vivir, transmite una arenga llena de esperanza basada en las persecuciones de todos los tiempos y en la famosa sentencia de Jesús: "Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella". Una vez finalizados los santos oficios los padres regresan a la habitación anterior y tomar un refrigerio antes de iniciar los trabajos que los han traído aquí. Un obispo se acerca al santo Padre:
—¿Porqué su santidad? ¿Porqué Dios ha permitido que lleguemos a esta situación?
—Querido, Dios sabe lo que necesitamos, estamos pasando por la gran tribulación, pero ánimo la gran purga está llegando a su término. Un nuevo amanecer se presenta por el horizonte. La guerra la ganan los soldados cansados.
—Siento que Dios nos ha abandonado —insiste el inquieto obispo.
Sin tener oportunidad de seguir la conversación el Papa se da cuenta de que ocurre algo grave. Los hombres de seguridad están nerviosos y se comunican con los de fuera con evidente preocupación. Finalmente el jefe de guardaespaldas grita:
—¡Están aquí! Los agentes especiales de Naciones Unidas nos han descubierto —se forma un revuelo en la sala mientras se forma una línea de defensa que protege al Papa y los obispos se miran nerviosos sin saber qué hacer—. Es una redada. Alguien ha revelado nuestra posición.
Se oyen disparos en el exterior y la preocupación es evidente entre todos los rostros de la sala. Los gritos y disparos se oyen a pocos metros de la puerta, ya no hay tiempo de huir por la salida secreta que tenían preparada para estos casos.
—¡No huyan ni se defiendan hermanos! —grita el Santo Padre con autoridad y decisión— si la voluntad de Dios es que seamos arrestados y encarcelados, que así sea. No se revelen, no usen la violencia.
Aunque los obispos no tienen intención de iniciar ninguna acción defensiva, tampoco les hubiera dado tiempo a reaccionar ya que las fuerzas de asalto no llaman educadamente a la puerta sino que la derriban y entran con las armas en ristre y la decisión en la mirada de disparar al menor movimiento sospechoso. Todos son acorralados como ovejas en un momento y los agentes de seguridad del Papado son reducidos, desarmados y arrodillados. Los veinte obispos son esposados uno a uno y sin muchos miramientos ni respetos. Pero hay algo que el Papa se ha dado cuenta rápidamente y es que no son veinte sus pobres y atrapados soldados, son diecinueve. Alguien ha escapado.

Un obispo corre como alma que lleva el diablo... o Dios. Ha conseguido escapar por los pasajes secretos del piso franco que todos conocían pero que solo él ha tenido la oportunidad y la decisión de aprovecharlos. Y no deja de pensar en el saludo que su atrapado líder les había ofrecido al entrar en el salón donde le esperaba el arresto: "Ánimo, queridos. Dios no ha dicho la última palabra. Mientras que halla un cristiano que celebre la eucaristía sobre la tierra, él no ha abandonado a la humanidad". El obispo corre y corre hasta alcanzar la esquina que se abre a la calle principal y frena para no levantar sospechas ante la multitud que atesta las calles mientras se acomoda el nudo de la corbata. Se siente confuso, asqueado y atemorizado a partes iguales. No sabe lo que va a ser de él, del cristianismo y de la humanidad pero... mientras él siguiera con vida habría esperanza.
Los furgones de la división de las Naciones Unidas contra las sectas y activismo ideológico son ocupados con hombres de la secta católica y se forma un auténtico espectáculo en la calle abarrotada de curiosos que presencian uno de los momentos más históricos de la humanidad. Con el gobernante del Vaticano sorprendido clandestinamente fuera de sus fronteras podrá ser acusado de activismo y captación ilegal y será la oportunidad de que Naciones Unidas estaba esperando para atacar el vaticano sin más demora ni justificación. Los obispos se mantienen en silencio mientras son trasladados en los furgones y son plenamente conscientes del alcance de la operación, pero todos han caído en la misma cuenta que el Santo Padre. Echan de menos a uno de ellos. Saben que ha logrado escapar. Uno de los obispos que viaja en un furgón junto a su santidad se atreve a mascullar:
—¿Qué podrá hacer un hombre solo contra el resto del mundo?
—Podrá conseguir lo que Dios quiera que consiga—afirma el agotado pero inquebrantable Santo Padre.
Sabe que mientras haya uno solo de ellos que pueda seguir celebrando la eucaristía, nada está perdido.

"Sin embargo, esto sí confieso: que adoro al Dios de nuestros antepasados siguiendo este Camino que mis acusadores llaman secta, pues estoy de acuerdo con todo lo que enseña la ley y creo lo que está escrito en los profetas. (Hechos 24,14)
 
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