Jueves, 25 de abril de 2024

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Cuando la adolescencia cristiana es crónica

por No tengáis miedo

Según el diccionario de la RAE, la adolescencia es la “edad que sucede a la niñez y que transcurre desde la pubertad hasta el completo desarrollo del organismo”. Ya se sabe, ese tiempo de cambios, de complejos, de inseguridades, de experimentar, etc.

En muchas ocasiones, los cristianos también vivimos una especie de adolescencia de la fe, en un tiempo que va desde el momento en que tenemos una primera experiencia seria de Dios, hasta aquel otro en que tomamos un compromiso igualmente serio ante Él, o dicho de otra forma, le entregamos nuestra vida.

Curiosamente, son muchas las coincidencias entre una y otra adolescencia. En la adolescencia biológica es fácil, por ejemplo, ser un “picaflor” en lo relativo a las relaciones sentimentales, cambiando de novio/a cada dos por tres, sembrando heridas a otros y a uno mismo. En la adolescencia de la fe, este ser “picaflor” se traduce en acudir hoy a un grupo, mañana a otro, sin persistir ni comprometerse con ninguno en concreto.

Podemos tener otro claro ejemplo en la autoridad; el adolescente biológico suele rechazarla categóricamente, en cualquier figura en que ésta pueda estar representada: padres, profesores, etc. Sus anhelos de libertad, de definir su propia personalidad, le parecen incompatibles con dichas figuras. Lo mismo puede aplicarse al adolescente cristiano: rehúye todo lo que suene a autoridad. No soporta la idea de obedecer a otro, ni de ser corregido.

Continuando con la comparativa, el adolescente biológico vive pendiente de la opinión que sus amigos tienen de él. Hay pocas cosas que valore más, dado que el  desarrollo de su autoestima aún no es completo. Igualmente, al adolescente cristiano le preocupa sobremanera lo que los demás piensen y digan de él, y pone mucho empeño en destacar, en sentirse importante, relevante, casi indispensable, en el grupo en el que esté. En esa extraña dicotomía entre la incompleta autoestima de la que hablaba y el orgullo que otras veces asoma, el adolescente cristiano puede llegar a creer que la fe de otros cercanos a él depende de sí mismo, que es capaz de llevarlos consigo a donde quiera.

Se puede también observar que el adolescente biológico es una presa fácil de numerosas tentaciones: alcohol, tabaco, sexualidad desordenada… aunque no busque estas cosas, puede costarle un mundo decir NO. Todo a su alrededor le empuja a ello, y recordemos que su personalidad aún no está completamente formada. Lo mismo le sucede al adolescente cristiano; si cualquier otro cristiano es vulnerable al pecado, él lo es mucho más: no lo ve venir. Le resulta fácil creer los engaños que serán sembrados a su alrededor para apartarle de la luz.

Y podríamos seguir. Pero mientras la adolescencia biológica termina a una determinada edad (salvo en casos evidentes de personas que nunca llegan a madurar, atrapas en un eterno complejo de Peter Pan),  la adolescencia cristiana puede llegar a ser crónica. Y esto no es bueno ni deseable.

Querámoslo o no, tal y como nos vienen dadas las cartas en el tiempo en que nos ha tocado vivir, ser cristiano en solitario es tarea ingente. Y eso siendo optimista.

Vivir la fe junto a otros en un grupo, en una comunidad, es cuanto menos bueno. Necesario dirían muchos. Otros, y no pocos, lo tildarían incluso como imprescindible. Hablo de decirle que sí a Dios en un sitio concreto, con una misión definida, entre unas personas que no sean desconocidos, a los que se pueda llamar hermanos, donde dar verdaderamente la vida. Pero esto requiere dejar de ser adolescente, y no todos están dispuestos a ello. Pues hace falta madurez para reconocer la autoridad de alguien de quien conoces sus muchos pecados; ya sea un obispo, un sacerdote, un religioso,  o por qué no, un laico. Y también para dar la paz en la Eucaristía a aquel que no es un desconocido para ti, sino alguien junto a quien caminas y con el que tantas veces has tenido y tendrás “encontronazos”. Sí, hace falta ser maduro para reconciliarte con él y desearle la paz de Dios. Y también para que te corrijan, más si de sobra sabes que el que lo hace es tan pobre hombre o mujer como tú, aunque en tu corazón tengas la certeza de que tiene más razón que un santo.

Cada cual sabrá cómo. Y si no lo sabe, tendrá que descubrirlo. Pero parece claro que para dejar de ser adolescente cristiano hay que decirle un sí incondicional a Dios, con lo que esto conlleva: entregar nuestro tiempo, nuestros bienes, nuestro corazón, nuestra vida. Y esto no puede ser algo figurado, ni etéreo. Ha de verse realizado en un sitio, en un tiempo, entre unas personas. De otro modo, no será más que palabras y buenas intenciones. Y de esto ya tenemos de sobra cada vez que hay elecciones.

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