Viernes, 26 de abril de 2024

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Cerro de los Ángeles de Getafe

Corazón de Jesús fusilado

por Victor in vínculis

ESTA GUERRA…

Esta guerra, por parte de los enemigos de nuestro Dios, ha sido un sistema vastísimo de sacrilegios perpetrados a sangre fría, que culminaron en este sacrilegio sintético que, si no fue el mayor en su aberración teológica sí que fue el más simbólico y clamoroso: el fusilamiento del Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles.

¡Dulce imagen de Jesús bendiciendo a España! Levantado en su centro geográfico, culminando, imponente, con majestad divina sobre las figuras más representativas del amor divino en pecho humano, cayó, acribillado a balazos, de su pedestal el que tiene uno en el corazón de cada buen español.

Cardenal Isidro Gomá

CORAZÓN DE JESÚS FUSILADO

Cuando, en los primeros días de la guerra, España se partió en dos, la terrible muralla que comenzó en Somosierra, se corrió por Guadarrama, hacia los Montes de Toledo.

Al lado de acá, nosotros. Al lado de allá, ellos. 

Y entre ellos, prisionero de ellos, el Corazón de Jesús del Cerro de los Ángeles.

Nuestros soldados, de pie sobre los riscos de Guadarrama, dirigían hacia el Cerro sus anteojos de campaña y veían la dulce imagen, firme en su pedestal, con su pecho abierto y sus brazos que bendecían a España.

Y los muchachos se encendían en ansias de ir a rescatar al preso divino. Pero la guerra tenía pies de hierro y era preciso acomodarse a su andar, lento y firme. Y había que contentarse con otear todos los días el horizonte de la ancha llanura madrileña y enviar al Corazón de Cristo la caricia encendida de una mirada lejana.

Y sucedió que, un día, al enfilar los soldados con sus gemelos el Cerro sagrado no vieron en él sino un montón de escombros y de ruinas.

A los pocos días, corría por los periódicos extranjeros una fotografía que lo explicaba todo.

Esta fotografía es el más satánico cuadro que puede imaginarse.

La imagen del Sagrado Corazón está, todavía, en su pedestal. Frente a ella, a pocos pasos del monumento, una fila de milicianos -y con ellos una miliciana- cara a cara de la imagen, la apuntan con sus fusiles.

La foto no dice más. Pero no hace falta. Todo lo demás, en parte, se adivina y, en parte, se completa con lo que hallaron en el Cerro los soldados de España cuando reconquistaron aquel sagrado pedazo del suelo español.

Lo que se adivina, mejor, lo que da miedo imaginarse, es el momento en que aquellos pobres desgraciados, a la voz de “¡Fuego!”, descargaron sus fusiles sacrílegos y una lluvia de balas cayó sobre la santa imagen. Sobre la frente, sobre los ojos, sobre el pecho, sobre el corazón de Cristo.

Sonó la descarga y rodó el eco por la llanura. Y tembló la llanura y la sierra y España y la tierra y el Cielo. Y se regocijó Satanás y el infierno.

Lo que encontraron al llegar al Cerro, después de heroicas jornadas, los soldados de España, es un poco más largo de contar. Cuando ellos llegaron, el Monte Santo, herido y profanado, gemía de pena bajo las ruinas del Monumento. ¡Qué tristes aquellas ruinas! Pero es más triste su historia.

Comienza esta historia el día 31 de julio de 1936. Era viernes. Para entonces ya habían sido arrancadas de su amado convento las Carmelitas del Cerro. Estaba, pues, triste y vacío el palomarcito teresiano. Pero en el desván del convento de las Ursulinas de Getafe, había una ventanita. Y en la ventanita hubo todos estos días ojos y corazones que no se desclavaban del monumento y de la imagen. Y estos ojos y estos corazones lo vieron todo.

Comenzó, pues, la hazaña el viernes, 31 de julio, a las tres de la tarde.

A esta hora, una caravana de coches culebreó por la carretera y subió hasta el Cerro. Y unos grupos de hombres -cincuenta o sesenta hombres- comenzaron a trajinar, afanosos, sobre el monumento. Se les veía andar de un lado para otro sobre el altar, por entre las esculturas, en torno a la base, junto al propio pedestal del Sagrado Corazón. Un sol justiciero dejaba caer sobre la loma un verdadero fuego. Pero a ellos parecía no hacerles mella el calor y seguían cada vez más entusiasmados en su faena.

De pronto, se lanzaron todos corriendo y no se detuvieron hasta encontrarse bastante lejos del monumento. Por unos instantes, el Corazón de Cristo se alzó, solo, sobre su pedestal. En torno suyo, un silencio sublime de terrible majestad. Luego la pavorosa explosión. Una inmensa humareda envuelve todo el Cerro. El monumento, el monasterio, la hospedería, todo ha desaparecido en la nube de humo y de polvo.

¿Qué habrá pasado, Dios mío?

Las monjitas, en su rincón de Getafe, han entonado el Te Deum. Después, el Magníficat. Cuando cantan el Gloria Patri del Cántico de la Virgen, la humareda es ya un alto y feo manchón que enturbia, en la altura, la transparencia de la tarde. El Cerro de los Ángeles vuelve a perfilar su silueta de sol. Sigue en pie el monumento. Y la imagen de Cristo, intacta y dulce, bendice lo mismo que antes, con sus manos abiertas.

-Iremos nosotros -dijeron en Madrid los mineros asturianos- y veremos si cae o no.

Y fueron, efectivamente, al otro día, los mineros, maestros de la dinamita. Y a la hora en que las Carmelitas cantaban la Salve sabatina, el Cerro y la llanura retemblaron de nuevo con otra explosión más horrísona que la de la tarde anterior.

Pero tampoco esta tarde cayó el monumento. La brisa del atardecer aventó, por fin, el humo y el polvo y otra vez, el sol poniente puso su caricia sobre el Corazón de Cristo.

En verdad que el odio marxista no podía estrellarse más contra la amorosa voluntad de Cristo que parecía haber determinado seguir todavía, otro poco, entronizado en el Corazón de España.

Pero tampoco el odio se daba por vencido.

El domingo, el lunes y el martes, 2, 3 y 4 de agosto, no hubo nada que turbase la paz divina del Cerro. Parecía como si los criminales hubiesen huido, avergonzados.

Pero no era así. Y bien poco lo que duró aquella calma.

El miércoles, otra vez el Cerro de los Ángeles se estremeció con todo el crepitar de los motores y las blasfemias de los milicianos. Pero aquella tarde todo se redujo a saquear el convento y a celebrar una sacrílega mascarada con las imágenes de la iglesia.

La parte principal del programa estaba preparada para el día siguiente.

Fue también por la tarde. A la hora acostumbrada, en coches y camiones, los salvajes fueron subiendo hasta la cumbre. Después de mil preparativos, de idas y venidas, echaron al cuello de la Sagrada Imagen una maroma que amarraron, por el otro cabo a un camión. Y pusieron el camión en marcha. Rugía el motor, recalentado y trepidante. Hervía y sudaba. La gruesa maroma a cada tirón, a cada resoplido del camión, se ponía tensa, como si fuera de acero. Ellos blasfemaban.

-¡Dale más! -gritaban, rabiosos, al bárbaro que tenía el volante.

Hasta que hubo un momento en que el bárbaro “le dio tanto”, metió con tal furia el acelerador que se rompió el cable. El camión salió disparado por la carretera. Y el Corazón Sagrado, siguió firme sobre el monumento. 

Todo era inútil. No había llegado su hora, la hora del poder de las tinieblas. Aunque ya no faltaba mucho para que llegase.

El día siguiente, viernes, era el primer viernes del mes de agosto.

Día de pasión. Día del Corazón de Jesús. Este día, también a las tres de la tarde, a la hora de la agonía de Cristo, el monte sagrado, Tabor de la gloria española del Corazón Divino se hizo ya, plenamente, Calvario de su crucifixión.

Esta tarde los criminales suben armados de todo género de pertrechos e instrumentos a propósito para la voladura. Llevan, sobre todo, máquinas perforadoras. Cuando llegan a la cima, se reparten en grupos por el monumento. Saltan al altar, trepan por las escaleras. Las máquinas perforadoras van abriendo boquetes en el sagrado bloque. Horadan, con especial empeño, la recia columna que sirve de pedestal a la imagen. Cuando llega la noche, todo el monumento es un nidal de nidos de dinamita. ¡Este bendito monumento, peña sagrada, hacia el cual han volado tantas palomas a poner en sus hendiduras el nido de sus más ardientes amores!

Pero ya ha llegado su hora, la hora del poder de las tinieblas. Son las ocho de la noche. La dinamita se hace un trueno bárbaro y sacrílego. Y los teléfonos de Getafe y de Madrid se estremecen con la terrible noticia: En este momento ha caído, destrozado, el Sagrado Corazón de Jesús, entre blasfemias y maldiciones.

Fue lógico y natural lo que hicieron. Eran sus enemigos y como a enemigo le consideraban.

Le tenían prisionero, ¡y le fusilaron!, ¡y le aniquilaron!

Eran además, enemigos de España. El corazón de Cristo estaba tan entrañado en el corazón de España que podían, con unos mismos disparos, con la misma dinamita, herir y destrozar el Corazón de Cristo y el corazón de España.

¡Y los hirieron! ¡Y los destrozaron!

Sin efusión de sangre no hay redención.

Para esta redención -redención de España y redención del mundo- que España realiza con su guerra, tenía España la sangre de sus mártires. Muy hermosa y muy fecunda. Ya es más hermosa y más fecunda esta sangre de los mártires de España. Porque a ella se ha mezclado, simbólicamente, la sangre mística del Corazón de Cristo, fusilado y despedazado.

¡Qué hermoso el cortejo de nuestros héroes y de nuestros mártires! Pero dice san Agustín que la “cabeza” de todos los mártires es Cristo. Ahora, pues, está completo el cortejo de los mártires españoles. Porque al frente de todos va el que es “cabeza” de todos: Cristo Jesús, fusilado y volado en el Cerro de los Ángeles.

Por la herida del costado abierto de Cristo brotó en el calvario, santa e inmaculada, la Iglesia.

¡Cerro de los Ángeles, calvario español de esta nueva redención de la guerra española! Las balas de este fusilamiento y la dinamita de esta explosión han hecho nuevas heridas –nuevas puertas-, han abierto más la desgarradura del Corazón Divino.

Por esas nuevas puertas, por esa grande abertura, brotará -ya está brotando-, limpia y pura y radiante, en un renacimiento divino, España.

Y la rodea, al nacer y pasa por delante de ella, ya renacida, el cortejo triunfal de sus héroes y de sus mártires.

  1. A. de Castro Albarrán
  2. Este es el cortejo. Héroes y mártires de la Cruzada española.
  3. Páginas 295-303, Salamanca, 1938.
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