Magister dixit

C. S. Lewis cuenta en su autobiografía que fue recibido por su nuevo profesor, Mr. Kirkpatrick, y, mientras atravesaban Surrey, tratando de ser amable y educado creando una conversación, comentó que no se había imaginado tan agrestes los campos de esa zona de Inglaterra. Su profesor le contestó repentinamente: “¡Basta!, ¿qué entiendes por agreste y en qué te basabas para no esperarlo?” No estaba regañándole, quería saber. El joven Lewis (apenas tenía dieciséis años), no supo qué contestar, pero se llevó una gran lección: hay una gran diferencia entre hablar y saber.

Es indudable que en muchos casos, como Lewis, opinamos sin saber de dónde nos viene lo que afirmamos: un profesor, un libro leído en la niñez, la televisión, la idea general que flota en el ambiente…

No importa en el caso de que el tema sea poco importante, pero para las cosas que sí son cruciales no basta con tener una idea y soltarla sin más, con haber leído un libro o haber visto un documental.

Por ello, me escandalizan los personajillos que encuentro que opinan de religión muy ufanos porque han oído a nosequién, han visto tal película o han leído tal o cual libro, que quizá sea “El código Da Vinci”, y con eso creen que saben. Me imagino al inflexible profesor diciéndoles: “¿En eso basas tu idea de…? ¿Has leído libros que argumenten la idea contraria a la que tienes? Y lo que es más importante, ¿has entendido lo que has leído?”

Y es que para hablar de cosas importantes, lo que basta es saber.

D’Artagnan