Jueves, 25 de abril de 2024

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Amar en tiempos de peste

por Cerca de ti

Santa Catalina de Siena (II)

Amar en tiempos de peste

Sorprende la vida espiritual de Catalina por las innumerables y extraordinarias experiencias místicas, visiones, diálogos con Jesús y dones recibidos de parte de Dios. Su cada vez más profunda relación con Él despertó en ella el deseo más y  más intenso por amar y servir y ponerse a disposición de los más necesitados hasta grados insospechados, verdaderamente increíbles.

Dar todo

Su familia, los Benincasa, se alarmaron cuando vieron cómo se disipaba la despensa. Es que Catalina no podía sino dar, ¡y su padre, ahora sí, pidió que nadie se lo impidiese! Pero Catalina era interceptada permanentemente por la calle. En una oportunidad un mendigo le pidió abrigo, y ella se lo dio, y luego otra cosa, y la fastidiaba y cargoseaba con tanta solicitud, y otra vez más, y ella que se deshacía por complacerlo, y entonces el menesteroso, antes de retirarse, le dijo: “yo sé que me lo darías todo”.  

Jesús, muchas veces estaba detrás de todas estas situaciones, y se lo hacía saber en la oración, como aquella oportunidad en que le regaló un vestido espiritual para protegerla. Ella jamás volvió a sentir frío en su vida. Catalina se desvivía por una anciana asediada por la lepra a quien nadie se animaba a atender. Allí iba nuestra protagonista, caminaba unos cuantos kilómetros, dos veces al día, la aseaba, le daba de comer, la bañaba, y… las manchas en su piel le anunciaron que la vieja le había contagiado la enfermedad, pero ahora más que nunca estaba decidida a acompañarla hasta el fin. Cuando esto sucedió, la piel de la santa se restableció.  

Un corazón nuevo 

La situación familiar estaba por cambiar. Su padre Jacobo falleció. Por ese entonces Catalina, que tenía 21 años, recibió de Jesús el don de penetrar y leer los corazones, tanto de la gente próxima como lejana. Revueltas en Siena derivaron en un cambio desfavorable para los Benincasa: algunos hermanos se fueron a otras ciudades, y Lapa, la madre, se fue a vivir a otra casa. Pero Catalina permaneció en la Fulónica, su hogar, donde, con el tiempo, se fue reuniendo en torno a ella todo un cenáculo espiritual conformado por sus amigos y amigas, teólogos, artistas, políticos, juristas… Un profesor franciscano muy popular entre sus estudiantes fue a visitarla. Sentía desdén por ella, a quien no conocía, y durante el encuentro adoptó esa actitud distante y superior. Las horas que siguieron lo inquietaron notablemente. Al cabo de unos pocos días fue nuevamente hasta la Fulónica, y se arrodilló ante Catalina: “Hasta ahora yo no conocía más que la corteza del cristianismo; tú posees su meollo”. 

El mes de julio del año 1370 sería inolvidable para Catalina. A una noche de profundo deseo de comulgar siguió una lluvia como de sangre y fuego que purificaba su alma de la misma raíz del mal. Al día siguiente, el 17, la eucaristía la colmó de una extraña felicidad jamás vivida. El 18, mientras rezaba el salmo 50, que dice “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, renueva dentro de mí un espíritu firme”, Catalina experimentó una radical renovación espiritual, que vino a consumarse dos días después, cuando, al disponerse a salir de la capilla “de las bóvedas”, se vio súbitamente envuelta por una gran claridad, en cuyo centro, Jesús Resucitado le entregaba un corazón de fuego: “Hija, el otro día tomé tu corazón, hoy te doy el mío…”.  

Catalina no sería ya la misma, se sentía con la inocencia de una niña de 4 años, diría a su confesor, y su corazón ardía de un amor indecible por el prójimo: “Padre, yo ya no soy la misma”. Unas semanas después, en misa, luego de las palabras “Señor, no soy digno…”, Catalina escucha la voz de Jesús: “Pero yo soy digno de entrar en ti”. Esta secuencia de notables momentos místicos tiene como epílogo las cuatro horas en que Catalina pareció morir, rodeada por quienes más la querían en su lecho -o más bien en la dura tarima que usaba como tal-, y despertar súbitamente. Como si hubiese visitado el cielo y regresado al mundo. Otra certeza en su alma le decía lo siguiente: comenzaba un tiempo nuevo, Jesús la quería fuera de su celda.  

Las dos coronas 

Aguardaba a Catalina un período terrible de calumnias contra ella. Se propagaron a lo largo y ancho de la ciudad, y partían, aunque cueste creerlo, de una mujer que debía la vida a Catalina. Sus carnes corroídas por un tumor maligno olían a podrido. El hedor era tan nauseabundo que sólo la santa se atrevía a cuidar a la maldiciente y permanecer durante horas junto a ella. Catalina sabía que la insidia se propalaba desde ahí. Jesús se le apareció y la confortó. Le mostró dos coronas, una enjoyada y la otra de espinas. “Es necesario que  lleves estas coronas una después de la otra: ¿cuál eliges en esta vida?”. Y Catalina respondió: “prefiero ser semejante a Ti en esta vida”. Y se colocó la corona de espinas, con la que aparece en muchas representaciones. Luego Jesús le mostró su costado, para que calmase su sed de amor en Él. 

El año 1374 la peste negra asoló varias ciudades italianas, entre ellas, Siena. Lapa, la madre de Catalina, vio morir a ocho de once nietos que vivían con ella. Dos hermanos de Catalina fueron fulminados por la epidemia, y a uno de ellos, Esteban, Catalina lo vio morir por visión sobrenatural, y en seguida se lo comunicó a la desolada Lapa: “tu hijo Esteban ha pasado a la otra vida”. Los muertos cundían, los enfermos caían mortalmente en las calles, las gentes huían de la muerte, pero Catalina se entregó a socorrer a los apestados, a levantar a los muertos, a recorrer la ciudad en un carro que apilaba los cadáveres. Y entonces muchos debieron callarse y admirar las agallas y la fe de esa estupenda mujer. 

Amar hasta el fin


SIENA MEDIEVAL. PIAZZA DEL CAMPO.

El panorama social y la vida política de las ciudades italianas del siglo XIV eran sacudidos aquí y allá por las disputas feroces de las familias nobles, con sus cabecillas y sus matones, con sus intrigas y revueltas, con sus asesinatos y conspiraciones. Éste era el ambiente en el que debía moverse Catalina. La mística no vivía en una descansada y soñada Torre de los Panoramas sino en el seno de una sociedad herida por la violencia, la iniquidad, la arbitrariedad de la justicia, las turbas, los  procesos sumarios, el abandono del desgraciado condenado a muerte. Ella se propuso ser mediadora de la paz, sin considerar el tamaño de los contendientes ni lo sanguinarios que pudieran ser ni el terror que lograsen inspirar.
 

Catalina se eligió para sí un apostolado muy especial: la atención de los enviados a la pena capital. Ella se impuso acompañar a los sentenciados al cadalso, consolar a los desesperados, a los arrojados a la oscuridad de su maldad e impedidos de toda atención y oportunidad de redención, los que aguardaban en el umbral de la muerte “el día del patíbulo, del coraje y del hacha”, como dirá el poeta.  

En esas circunstancias conoció Catalina al joven noble Nicolás de Toldo, sobre quien recayó el dictamen de la decapitación por haber instigado una revuelta en Siena. Nicolás se perdió casi en el abatimiento y la locura hasta que lo visitó Catalina. Ella lo acompañó hasta la ejecución: “Luego llegó él como un manso cordero; y viéndome, comenzó a reír; y quiso que yo le hiciese la señal de la cruz… ¡Ánimo! ¡A las bodas, dulce hermano mío, que pronto estarás en la vida perdurable! … Su boca no decía más que Jesús y Catalina. Y, diciendo esto, recibí su cabeza en mis manos”. 

El don de la paz

Nanni de Ser Vanni era un hombre temido, noble y pendenciero bien conocido en Siena, jefe de una banda propia. Andaba buscando cobrarse unas cuentas contra otros bandidos. Y Catalina lo andaba buscando a él. Nanni, finalmente se resolvió visitar repentinamente a la santa a su casa para tomarla desprevenida. Su corazón, obstinado, no pensaba ceder en nada a los intentos por la paz que sabría arriesgaría Catalina. Pero como a tantos y tantos otros, las cosas no rodaron como él conjeturaba.  

Al principio sí, entre silencios y diálogos entrecortados que parecían naufragar, el contumaz parecía no ceder un centímetro de su dureza. Catalina no dejaba de orar profundamente al Señor mientras buscaba las palabras más atinadas para encararse con un sujeto semejante. Finalmente, Nanni atinó a retirarse, pero algo lo contuvo: “-Dios mío, ¿qué es este consuelo que siento en mi alma con sólo hablar de paz? Señor, ¿qué fuerza es ésta que me ata y me impide salir? No puedo salir de aquí, no puedo negarte nada. Señor, Señor, ¿qué es esto que siento?”  

El hombre rudo e impenetrable se quebró. “Estoy vencido! ¡No resisto más!” Se arrojó a los pies de Catalina: “¿qué debo hacer?” Y ella contestó: “Haz penitencia en seguida por tus pecados”. Nanni sintió vivos deseos de confesarse inmediatamente. Se esforzó por cambiar su vida y tuvo el mismo confesor de Catalina: el P. Raimundo de Capua, quien llegará a ser superior de los dominicos y biógrafo de la santa.

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