Jueves, 18 de abril de 2024

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Reflexionando sobre el Evangelio (Jn 2,13-25)

Dios construye su templo en nosotros

Dios construye su templo en nosotros
Somos el templo de Dios en el mundo

por La divina proporción

El Evangelio de hoy tiene muchas líneas sobre las que reflexionar, pero el punto central, la clave de bóveda, es la preguntas que le hacen al Señor: "¿Qué signo nos das para obrar así?" (Jn 2, 18). Es evidente que los presentes y nosotros mismos, necesitamos esta clave para comprender las razones que llevan a Cristo a presentarse de una forma inusitadamente violenta. La respuesta no fue clara para los presentes: “Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar”. Afortunadamente, San Juan nos indica el sentido que llevó al Señor a decir lo que dijo y a actuar de esa manera: “... Él se refería al templo de su cuerpo”. ¿Qué es el cuerpo de Cristo en la actualidad? La Iglesia. Nosotros somos las piedras vivas que componen, cuidan y desarrollan el templo de Dios en el mundo. También somos los obreros que construimos el templo de Dios, según su la Voluntad de Dios.

¿Qué encontró Cristo en su templo y qué seguimos encontrando nosotros actualmente? Encontramos mercaderes que servicios que se prestan por causas humanas. Encontramos estructuras humanas que son utilizadas por personas que quieren ganar dinero, prestigio, fama, relevancia. ¿Qué hizo Cristo con todas estas estructuras? Echo a los mercaderes de la Casas de Dios. Leamos lo que San Agustín nos indica de este episodio evangélico:

Somos ahora los obreros de Dios y construimos el templo de Dios. La dedicación de este templo tuvo ya lugar en su Cabeza puesto que el Señor resucitó de entre los muertos después de haber triunfado de la muerte; habiendo destruido en él lo que era mortal, subió al cielo... Y es ahora que nosotros construimos este tempo por la fe para que también se haga su dedicación en la resurrección final. Es por esto que hay un salmo que se intitula: «cuando reconstruyamos el templo, después de la cautividad» (95,1 Vulgata). Acordaos de la cautividad en la que nos encontramos antaño, cuando el diablo tenía al mundo entero en su poder, como un rebaño de infieles. Es en razón de esta cautividad que vino el Redentor. Derramó su sangre para rescatarnos; por su sangre derramada suprimió el billete de la deuda que nos mantenía cautivos (Col 2,14)... Vendidos con anterioridad al pecado, hemos sido liberados por la Gracia. (San Agustín. Sermón 163, 5)

Recapitulemos. Lo que Cristo hace y dice, es un signo de una realidad que está más allá de la pura apariencia que tenía delante. El templo de Dios deberíamos ser cada uno de nosotros. La Iglesia debería manifestarse al mundo por nosotros, los bautizados. Pero el Señor no encuentra esto. Toma unas cuerdas, a modo de látigo, y expulsa a quienes utilizan el templo para su provecho. ¿Qué hay en nosotros que destroza la Gracia recibida por los sacramentos? El pecado. Sobre todo el pecado de soberbia que nos hace creernos por encima de Dios mismo. El pecado de utilizar la Iglesia para nuestros planes personales. Shows, noticieros, propaganda que vende algo que no es propio de la Casa de Dios. Algo que no es más que le pecado que llevamos dentro cada uno de nosotros.

Pero Cristo es capaz de destruir ese templo y reconstruirlo en tres días. Él lo hizo y nos mostró el poder de Dios. Fue ajusticiado, martirizado y muerto en la Cruz. Pero ese no fue el fin, sino el principio. El inicio de la Esperanza que nos debería hacer capaces de resistir la oscuridad que vivimos durante nuestras vidas. Todo tiene sentido en Cristo, pero sólo con Esperanza llegaremos a ver el amanecer que tanto ansiamos. Los Apóstoles comprendieron esto cuando reflexionaron tras la resurrección del Señor. No es algo a lo que consigamos llegar por nosotros mismos. Necesitamos la Gracia de Dios.

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