Viernes, 11 de octubre de 2024

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Unción y nueva evangelización

por Contemplata aliis tradere

 

 

                El día de Santo Domingo me encontraba yo un poco caído. Un trombo en una pierna me tenía recluido en reposo semiabsoluto. Los que me conocen saben que hasta Madrid se me hace estrecho, cuánto más cuatro paredes. Los calores en este mes de agosto 2012 también han sido de batir records aunque, como decimos los viejos, en verano siempre ha hecho calor. Sea por alguna de estas causas o sea por lo que fuere, la cuestión es que me sentía bajo.

            Me dio por pensar qué pocas cosas interesantes he hecho yo en mi vida. Me venía sobre todo el tema de la predicación ante una figura de predicador como la de mi padre fundador. No lo he sabido enfocar bien. He estado durante muchos años hablando y tratando de convencer a la gente y me parecía lo más lógico: un predicador debe convencer. Pues no, la predicación no va de eso. Lo aviso por si alguno de los nuevos evangelizadores que se preparan para esta cruzada que se avecina se siente tentado de caer en los mismos errores. La nueva evangelización no debe de ir en la línea del convencimiento porque será un fracaso.

            Santo Domingo y demás frailes mendicantes cuando iban a evangelizar no eran llamados por nadie ni se les preparaba alojamiento alguno. Llegaban a la plaza del pueblo, se subían a una tarima o a un banco, tocaban una campanilla y una vez que se reunía un grupo de gente comenzaban a predicar. No siempre les iba bien ni mucho menos, porque aunque no había ateos, agnósticos y renegados como ahora, sí había muchos herejes cátaros, albigenses y valdenses, que hacían con frecuencia rechifla del predicador. El predicador verdadero, por tanto, tenía que presentarse muy rezado y muy puesto en las manos del Señor.

            Se cuenta de Santo Domingo que cuando en su itinerancia avistaba un pueblo nuevo, se paraba, se ponía de rodillas y oraba con toda la compunción de su alma: “Señor, no castigues a este pueblo por mis pecados”. Quería decir: “Señor que la palabra que salga de mi boca no les endurezca, que no renieguen de ti al oírla, dales un corazón sencillo”. No iba a convencer, quería que la palabra fuera eficaz por sí misma, independientemente de él. No les castigues por mis pecados dejando sin efecto y sin unción a la palabra. Predicar sin esa unción y ese carisma era una especie de muerte para el oyente y ocasión de hacerles caer en el pecado.

            Uno de los peligros que nos pueden acechar ante la nueva evangelización es el de fiarse de nuestra formación y confiar demasiado en ella preparándonos únicamente en esa línea. Hoy todo el mundo es muy listo y muy intelectual, todo el mundo tiene su filosofía y su pensamiento, cada uno tiene su visión de las cosas. Si nuestra palabra es una visión más de la vida y del mundo a lo más que podamos llegar es a hacer propaganda de nuestra empresa. No se trata, pues de convencer, sino de quebrantar corazones, al estilo de Domingo, por efecto de la palabra y por la fuerza y el poder del Espíritu.

*****

            Me encontraba mal, como digo, el día de Santo Domingo. Al no poder aguantar tanto reposo me salí al claustrito de la parroquia y me puse a rezar el rosario: los misterios gozosos. Me salía fatal. Yo seguía con mi estima baja y razonando: Todo lo que he predicado, todo lo que he escrito, tanto esfuerzo ¿para qué ha servido? Es cierto que tengo suficientes testimonios de que muchas de mis cosas han llegado a gente, pero cuando estás mal estás mal, y todo te parece poco menos que porquería. Me entraba hasta un poco de angustia. No llegaba a ver mi vida perdida pero como si la viera.

            Comienzo el segundo misterio: “La visitación de María a su prima Isabel”. Para mí era igual que fuera prima, que tía que nieta; estaba totalmente distraído. Cuando me faltaban un par de avemarías sentí una palabra por dentro que me decía: “Mis encuentros me los preparo yo”. No entendía nada. De pronto me fijo en el misterio que estaba rezando: había un encuentro maravilloso el de María e Isabel. Pensé: “Sí, Señor, que encuentro más genial te preparaste aquí”. Sigo el siguiente misterio, el del nacimiento. Ya me sentía yo un poco ungido. De repente caigo: El encuentro de los pastores lo preparó el Señor y oigo de nuevo la voz interior: “nadie vio al niño a no ser los que yo quise; mis encuentros me los preparo yo”. En este momento ya estaba rezando con toda mi atención; me había olvidado del trombo, del reposo, del calor y de Santo Domingo. Cuarto misterio: “Ay, Dios mío, aquí sí que te preparaste el encuentro”. El viejo Simeón esperando tiempo y tiempo hasta que, entre tanto niño, llegó uno y se le reveló: “ese es”. Se fue corriendo, lo cogió en brazos y emocionado oraba: “Ahora Señor, según tu promesa….”   

            Me quedó muy claro. El Señor me decía: “Tú has escrito mucho, has predicado mucho, y te has esforzado mucho. Vale, muy bien, te lo agradezco, pero mis encuentros los preparo yo. El que yo quiera lo oirá en el espíritu y lo quebrantará y los demás no se enterarán. Yo sé muy bien a quiénes va a llegar tu predicación. Tú ni preocuparte de eso, porque todo lo que has dicho te lo he dado yo, nada es tuyo”. Fue una riña lo reconozco, pero me quedé superagusto. Me subió un montón la autoestima. Desde entonces ya no me preocupo casi nada: los encuentros los prepara él.

            Los encuentros que prepara el Señor son los únicos que valen. Él es el único dueño de los corazones y el único que puede quebrantarlos. En esos encuentros se basa la nueva evangelización. Lo demás es adoctrinamiento. No debemos ni discutirlo: si tú te sientes quebrantado, no lo racionalices y preguntes ¿Por qué yo sí y otros no? Cállate, da gracias y sigue adelante. Estás ante un misterio. Lo único que te interesa saber es que es un misterio de amor, primero para ti pero también para los demás.

            La unción siempre se realiza con aceite que es un símbolo del Espíritu Santo. Había diez doncellas, cinco tenían aceite y cinco descuidaron el aceite. Cinco tenían Espíritu Santo y cinco no lo tenían. Yo cuando comencé el rosario no tenía aceite y me lo estaba pasando fatal, estaba totalmente fuera del banquete. Al terminar estaba ungido, tenía Espíritu santo, y me gozaba en la opulencia. La nueva evangelización no trata de arreglar al mundo ni crear una sociedad nueva, trata de que todo el mundo tenga aceite suficiente para la vida y para la muerte.

*****

            Estas cosas me evocan a un pastor metodista inglés John Wesley  que era un gran predicador y, según cuenta, el Señor le mandó a predicar a varios países de África y de América. Así lo hizo durante muchos años. Al final desanimado estaba a punto de tirar la toalla: “Señor, he predicado tantas veces y no he conseguido nada, todos siguen con sus pecados, con los mismos vicios de siempre, nadie se convierte. No puedo más”. El Señor le respondió: “Pero sí que te van a oír, ¿verdad?” “Eso sí, la gente viene a escuchar y siempre llena todos los recintos”. “Pues bien, sigue predicando: has de saber que tengo derecho a que sepan que he muerto por ellos. Lo demás déjalo de mi cuenta”. 

            El gran predicador lo explicaba: “Lo importante en la predicación no es que la gente se convierta y cambie de conducta. El juicio sobre los hechos le pertenece al Señor. Lo importante es que la gente oiga muchas veces durante la vida que Cristo ha muerto por ellos, que están salvados gratuitamente, que son amados por Dios, que ni siquiera sus vicios le mueven a Dios al odio contra ellos. Lo grave no son los vicios y las malas conductas sino que no haya predicadores que hablen en el nombre del Señor”.

            Nos cuesta mucho dejarle al Señor que dirija la marcha de la historia, queremos arreglarla nosotros. Los resultados tangibles de nuestra predicación nos acucian y acongojan. Hace poco, el P. Cantalamessa, predicador del Papa, decía en una charla al Pontífice y a toda la curia vaticana: “El problema más grave de la predicación católica en estos tiempos es que todos los que van a Misa el domingo conocen perfectamente lo que hay que hacer para salvarse pero nunca han oído la noticia de que ya están salvados gratuitamente por Jesucristo”.

            El gremio de los moralistas, muy abundante entre nosotros, protesta por esta gratuidad de la salvación porque están acostumbrados a ganarse el cielo por sí mismos. El problema es que así destruimos el cristianismo. En este mundo no tenemos experiencia de gratuidad porque nada, ni el amor de una madre es gratuito, pero tenemos que pedir esa luz para poder vivir esa gratuidad. De lo contrario, como dice San pablo, hacemos inútil a Jesucristo. Es hora de que los jóvenes en nuestras iglesias empiecen a oír  otras cosas aunque permanezcan en sus vicios.

Chus Villarroel o.p.
fraychusvillarroel@yahoo.es

 

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