Jueves, 28 de marzo de 2024

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Miseria y grandeza del movimiento carismático

por Inversiones en esperanza

Yo tenía 17 años. Creía, y rezaba a veces, iba a misa los domingos y me confesaba una vez al año. Mi religión no me servía de gran cosa, pero no me atrevía a romper con ella.

Un día conocí a una persona que me habló de Dios de una forma distinta y nueva. Me presentó un grupo de gente cuya experiencia transformó mi vida para siempre. Dijeron ser “carismáticos”: una palabra extraña que nunca había oído en el ámbito de la Iglesia.

Han pasado más de 30 años y he conocido muchas realidades cristianas; también he estudiado bastante. Además, y desde entonces, nunca he dejado de pertenecer a un grupo con esa etiqueta: “carismático”.

La gente que solo conoce de forma superficial esta realidad, suele tener una opinión más o menos negativa: se asocia a una espiritualidad emotiva y superficial, con cierta tendencia a atraer personalidades un poco desequilibradas. Un día, un sacerdote amigo  me citaba (con asentimiento)  la lapidaria observación de un tercero: “estos grupos están bien, porque son una manera de tener dentro de la Iglesia a gente especial, que, de lo contrario, acabaría en una secta”. Tal cual.

No era justo decir eso, pero sí es verdad que una opinión así refleja con bastante aproximación el pensamiento de muchas personas dentro de la Iglesia en España.

Pocas personas (incluyendo a los propios “carismáticos”) conocen bien el origen de su movimiento. En el mundo católico la experiencia comenzó en la Universidad Duquesne (curiosamente la Universidad del Espíritu Santo) de Pittsburgh, en círculos estudiantiles, y creció con enorme rapidez por todos los EE.UU primero, pasando al resto de América  y Europa seguidamente y extendiéndose con celeridad por todo el mundo. En España  el primer grupo carismático se fundó en 1973.

La Iglesia reconoció pronto esta nueva corriente, de la mano del cardenal Suenens, quien enseguida apostó por ella y fue el promotor de la creación  de los célebres documentos de Malinas, elaborados por una comisión mixta en mayo de 1974, los cuales intentan delimitar las líneas fundamentales que debería seguir el movimiento carismático, de cara a su plena integración en la Iglesia.

Hoy en día dicha integración está perfectamente lograda, al menos oficialmente. Ya hemos señalado que, en la práctica, las reticencias siguen siendo muchas. Por otro lado la “Renovación Carismática” ha evolucionado desde sus orígenes, tanto en España como en el mundo. En nuestro país existen dos ramas, por así decir: la “estatutaria” y la “no-estatutaria”. Los primeros han aceptado convertir esta corriente de espiritualidad en un movimiento más, con normas y reglamentos aprobados por la Jerarquía. Los segundos pretenden mantener una realidad “libre de estructuras” que, a su modo de ver, refleja más el espíritu inicial: promover una renovación de la vida de toda la Iglesia con una práctica de la fe más fresca, gozosa y atenta a los dones del Espíritu Santo.

Por otro lado, el movimiento se ha organizado masivamente en torno a dos modelos. El primero, absolutamente mayoritario en España, es el los grupos de oración, que suelen reunirse semanalmente y cuyo fin se reduce básicamente a la plegara y a ciertas enseñanzas más o menos básicas. El segundo modelo es el conformado por comunidades carismáticas, de carácter mucho más complejo y compromisos más ambiciosos. Algunas de ellas se han extendido por todo el mundo. Este segundo modelo está mucho más extendido en Francia o EE.UU.

Tengo un raro privilegio, que además es doble. Por un lado conocí la Renovación en 1978, así que he podido seguir su evolución en España casi desde el principio. Por otro lado pertenezco a la que es posiblemente la única comunidad “carismática” de nuestro país que no tiene su origen en aquella (pues su espiritualidad arranca de las antiguas Comunidades de Burgos, sobre las que algún día tendremos que hablar). Eso me lleva a emplear siempre el término movimiento, pues, aunque sea mayoritaria en España, la mencionada Renovación no tiene el monopolio del término, ni mucho menos, en lo que se refiere a la identidad de este itinerario de fe.

Así las cosas, cuando me preguntan: “Pero en realidad, ¿qué es eso de ser carismático” diría que “ser carismático” implica dos tipos de opciones de percibir la fe en el Señor y la vida de la Iglesia. Una de ellas, en mi opinión, es fundamental y enormemente positiva, la otra es accesoria y puede resultar perjudicial.

Me explico: el gran acierto de este movimiento ha sido poner de relieve el elemento pentecostal de la Iglesia, excesivamente olvidado durante siglos. Enfatiza la posibilidad de una relación “personal” con Dios, y una fe sencilla, que incluye la creencia en la manifestación actual de los dones extraordinarios del Espíritu Santo, mencionados con frecuencia a lo largo del Nuevo Testamento. Por otro lado, desde sus orígenes, ha constituido una realidad de profunda identidad laical, con unos esquemas celebrativos asombrosamente igualitarios y participativos. Esta sería la primera parte...

Hay otra, no obstante, que defino sin entrar mucho en detalles: El clima afectivo que existe en los grupos es proclive a atraer personas con cierta problemática psicológica, y aunque yo no considero esto un defecto, sino todo lo contrario, me parece que, a veces, la dinámica general ayuda poco a crecer. Lo mismo podríamos decir de un cierto abuso de los dones, especialmente el de “sanidad” (he visto a personas con enfermedades graves, a las que se proclamaba irresponsablemente “curadas” sin la menor evidencia) así como un sobrenaturalismo que puede llegar a lo absurdo y llevar a las personas a verdaderas crisis de fe al chocar con la realidad. Es preciso un estudio más profundo de los dones, y un respeto por su carácter sobrenatural, sin convertirlos en una especie de elemento “fijo” de las reuniones ni caer en manipulaciones, a veces inconscientes, pero evidentes.

Sin embargo la crítica que más me duele, por considerarla justificada, es la que se nos hace de espiritualismo desencarnado. Se supone que en el grupo de oración uno “coge fuerzas” para la militancia cotidiana, y ese es su fin. He oído esto con frecuencia, sí, pero es que en la práctica muchas veces no funciona. Esta concepción ha llevado, en ocasiones, al rechazo de la vocación comunitaria, con el compromiso que conlleva. Por eso, por esa negativa al crecimiento que supone construir una realidad que comprometa la vida con los hermanos para después transformar el mundo mediante el compromiso común, numerosos grupos carismáticos parecen potentes motores, con dones abundantes, con grandes experiencias de fe… pero en punto muerto. De este modo, sin que su energía sirva para nada más que para retroalimentarse a sí mismos, acaba percibiéndose en muchos de ellos una atmósfera viciada, pues su dinámica es la eterna perpetuación de lo mismo.  Repito mi querida frase de Santa Teresa: “el agua es para las flores”. No para las propias nubes.

(Al respecto recuerdo a una excelente chica, profesora universitaria, a quien le parecía que “hacer algo” –comprometerse en cualquier misión-  era “justificarse con obras”, o algo así. ¡Yo pensaba que un poco de espiritualidad jesuítica le hubiera venido muy bien!).

“Una oportunidad para la Iglesia”. Fueron proféticas las palabras con que Pablo VI designó el despertar carismático en los años 70. Así como el estilo pentecostal ha terminado por influir en buena parte de los católicos latinoamericanos de forma absolutamente natural, así, en mi opinión, acabará sucediendo también en Europa.

Y eso porque, lo digo humildemente, esta visión de la fe, profunda y sencilla a la vez, comprensible y altamente confluyente con la mentalidad sentimental contemporánea, es la que más oportunidades tiene de conectar con la sociedad de hoy. Su visión de la misericordia, como eje de la acción divina, la dimensión de la acogida y el perdón, así como el estilo festivo y natural, encajan como un guante con el horizonte utópico del mundo de hoy…

Si corrige sus defectos, si madura, si no renuncia a su vocación laical, comunitaria y ecuménica, será uno de los grandes baluartes de la Iglesia en el futuro. No me cabe duda.

¡Y que yo pueda verlo, si Dios quiere!

Un fuerte abrazo.

josuefons@gmail.com

 

 

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