Viernes, 26 de abril de 2024

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Cuando Jesús pudo ser uno más de los dioses del Olimpo

por En cuerpo y alma

 

 

            Sobradamente conocido es que la cristianización del Imperio Romano tiene dos momentos de referencia: el primero de ellos la despenalización que termina siendo definitiva del cristianismo gracias al llamado Edicto de Milán emitido por el Emperador Constantino en el año 313 -en realidad el edicto viene precedido de otro de similar contenido emitido por Galerio dos años antes, conocido como Edicto de Nicomedia-; el segundo, el Edicto de Tesalónica, más conocido como Cunctos Populos (a todos los pueblos), emitido en 380 d.C. por el Emperador español Teodosio el Grande, último emperador de la totalidad del Imperio Romano (después de él lo encontraremos siempre dividido en dos unidades, el occidental con capital en Roma y el Oriental con capital en Constantinopla), el cual da un paso adelante y no representa ya una mera despenalización, sino la auténtica cristianización del Imperio.

            Sin embargo, las fuentes que han llegado a nuestros días hablan de otras ocasiones en los que la figura de Jesús pudo haberse aupado al olimpo romano mucho antes, pero indudablemente, de otra manera y con otros resultados.

             La primera, citando la obra de Tertuliano “Apología por los cristianos”, la recoge Eusebio de Cesarea en su famosa “Historia Eclesiástica” que constituye una de las obras de referencia sobre la historia de la primera comunidad cristiana. Se trata de un episodio muy temprano, apenas crucificado Jesús, y lo primero que hace Eusebio es proporcionarnos los datos para fecharla:

             “Se había impuesto entre los gobernadores de las naciones la antigua costumbre de informar al que ocupaba el cargo imperial de todas las novedades ocurridas en sus regiones, para que ningún hecho escapara al conocimiento de aquél. Pilato, pues, dio parte al emperador Tiberio de todo lo que corría de boca en boca por toda Palestina referente a la resurrección de nuestro salvador Jesús de entre los muertos”. (Hist.Ec. 2, 2, 1)

             Lo cual sitúa el evento en torno al año 36-37, justo al final del imperio de Tiberio, pues por Flavio Josefo en su obra “Antigüedades” sabemos que tal es la fecha en la que este Pilato que informa a Tiberio es cesado de su cargo como prefecto de Judea y ha de embarcarse rumbo a Roma convocado por el Emperador.

             Acto seguido, Eusebio recoge el testimonio literal de Tertuliano:

             “Más para que discutamos partiendo del origen de tales leyes, existía un viejo decreto de que nadie podía ser consagrado como dios antes de ser aprobado por el Senado. Marco Emilio así ha obrado en lo tocante a cierto ídolo, Alburno. […]

             Tiberio pues, bajo el cual entró en el mundo el nombre de cristiano, cuando le anunciaron esta doctrina procedente de Palestina, donde primero había comenzado, se la comunicó al Senado, aclarando a los senadores que a él dicha doctrina le complacía. Pero el Senado, porque él no la había aprobado, la rechazó. Tiberio en cambio persistió en su declaración y amenazó de muerte a los acusadores de los cristianos” (Hist.Ec. 2, 2, 5-6)

             La segunda oportunidad en la que Jesús pudo ingresar en el Olimpo romano viene a ocurrir prácticamente dos siglos después. Tiene lugar durante el reinado de Alejandro Severo, el último de los emperadores de la dinastía de los Severos de la que formaron parte Septimio Severo, su fundador, sus hijos Geta y Caracalla, y sus sobrinos-nietos Heliogábalo y el propio Alejandro, primos entre sí.

             Alejandro era hijo de Genesio Marciano y de Julia Mamea, mujer de cuya simpatía por los cristianos se hace eco también Eusebio de Cesarea en su “Historia Eclesiástica”:

             “La madre del emperador, llamada Mamea, mujer piadosísima como ninguna, al resonar por todas partes la fama de Orígenes [uno de los grandes padres de la Iglesia del momento, perteneciente a la llamada "Escuela de Alejandría"] hasta el punto de llegar a sus oídos, puso todo su empeño en ser considerada digna de contemplar a este hombre y experimentar su inteligencia de las cosas de Dios por todos admirada.

             Así pues, hallándose ella en Antioquía le mandó comparecer escoltado por sus soldados. Pasó junto a ella algún tiempo y después de exponer el mayor número de cosas posible, para gloria del Señor y de la virtud de la enseñanza divina, se apresuró a reanudar sus tareas acostumbradas” (HistEc. 21, 21, 3-4)

             Pasaje del que no cabe concluir una conversión en toda regla de Mamea pero sí, ciertamente, una indudable simpatía hacia los cristianos.

             El reinado de Alejandro va a durar trece años, que no son pocos en la historia de los reinados romanos, los que van del 222 en que asume con apenas trece años, hasta el 235 en que es asesinado. Durante ellos habrá de hacer frente a las crecientes presiones que amenazan al Imperio tanto en oriente, donde empuja el naciente Imperio Sasánida, como en occidente, donde presionan con cada vez mayor intensidad los bárbaros germánicos. Precisamente en una campaña contra éstos últimos, una revuelta de sus propios soldados descontentos terminará costando la vida al joven emperador de apenas 26 años.

             Pues bien, el gran biógrafo de Alejandro, el que pasa a la historia como Elio Lampridio -aunque algunos historiadores aseguran que tal personaje nunca existió y que el nombre sólo sirve para dotar de autor a una obra compilada a partir de diversos relatos de diferentes autores anónimos-, en su “Vita Alexandri” recogida dentro de su “Historia Augusta” en la que narra la vida de seis emperadores, al referirse a Alejandro Severo deja varias pinceladas sobre esa simpatía que, como antes su madre, profesa hacia los cristianos.

             Así, dice de él que en su oratorio privado (lararium), en un curioso ejemplo de sincretismo judeo-cristiano poco esperable después de siglo y medio de abrupta separación de ambas religiones, puso imágenes de Abraham y de Jesús (Vita Alexandri Severi, 29); que toleró el libre ejercicio de la fe cristiana (op. cit., 22); y lo que es, a los efectos que aquí nos ocupan, lo más importante: que propuso construir un templo a Jesucristo aunque hubo de desistir cuando se le dijo que las otras divinidades dejarían de ser honradas (op. cit., 53).

             Indudablemente, de no haberse malogrado cualquiera de estas dos iniciativas, el cristianismo habría ascendido al gobierno del Imperio con mayor prontitud y con un coste inferior de sangre martirial. No menos cierto, sin embargo, que nos habríamos encontrado con un cristianismo más sincrético, menos “monoteísta” probablemente, más acostumbrado a convivir con “el resto” de las divinidades del Imperio, lo que habría conformado la historia de la Humanidad de una manera muy diferente a aquélla en la que lo ha hecho y conocemos.

             Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.

 

 

            ©L.A.

            Si desea ponerse en contacto con el autor, puede hacerlo en encuerpoyalma@movistar.es. En Twitter  @LuisAntequeraB

 

            ©L.A.

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