Miércoles, 24 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Asalto al purgatorio (IX): Gloria

por Juan Miguel Carrasquilla

—¡No bajes Pedro!—le insta Juan al dueño de las llaves del reino—¡Es peligroso y tu puesto está aquí!
—Mi puesto está donde está mi rebaño, donde están las ovejas más débiles—contesta San Pedro zafándose del apremio de su amado hermano—debo bajar y explorar el estado de las cosas desde el terreno.
—Voy contigo, entonces.—Asume Juan.
—No, quédate aquí e intercede ante el Padre por nosotros. Me llevo un batallón de hermanos. No te preocupes, el Espíritu nos protegerá.
Pedro y Juan se despiden con un celeste abrazo y el caballo alado llamado Veraz, espera a las puertas de la Jerusalén Celestial a ser montado y gobernado por el que tiene la autoridad. Pedro se iza con brío sobre el jumento  y comienza su descenso hacia las regiones más bajas del purgatorio seguido de un ejército de almas santas, pertrechadas para la defensa personal del gran pescador.
Durante el vertiginoso descenso la luz divina va menguando hasta quedar reducida al resplandor del fuego purificador de los ríos de la Gracia. Pero más abajo todavía, allá por donde desembocan los ríos, se advierte otro resplandor diferente. Son los brillos de los cuerpos celestiales de los grandes santos, que en esta hora desdichada, se han visto obligados a hacer un postrer sacrificio para impedir el asalto de los condenados, intercambiándose por las almas más débiles. Son los únicos restos que quedan de la batalla…
Pedro aterriza suavemente junto a su numeroso séquito y comienza a observar el panorama, dejándose embeber por el ambiente desolador del lugar. A lo lejos divisa una figura desgarbada y solitaria pero luminosa, que se acerca rápidamente. Es voz que clama en el desierto. Es Juan el bautista.
—¿Qué haces aquí, Juan? —pregunta Pedro desde lo alto de su caballo, al llegar a su altura.
—Bajé aquí, traído por el espíritu de conversión por ver si algún alma quería ser rescatada en un último instante, pero…—Juan hace un gesto abierto con la mano—ya ves Pedro, no hay nadie para escuchar y ser sanado. Nadie.
Pedro mira la larga extensión de valles y colinas de terreno de arena roja, las grandes puertas abiertas que los condenados pretendieron asaltar, con la oscuridad más absoluta al otro lado, las cascadas de los ríos tronando, el cielo plomizo y oscuro… Nadie.
—¡Están allí! ¡Allí, en lo alto! —grita un soldado de Pedro, señalando arriba, hacia las cascadas.
El caballo Veraz se encrespa y su jinete tarda un tanto en sujetar el ansia de su montura y fijarse detenidamente más allá de las cascadas, entre los torrentes de agua. Sí, allí están, detrás de las cortinas de agua. Los condenados están escalando las montañas del purgatorio. Son una muchedumbre que adorna y recubre las paredes de las montañas… son legión.
De entre todos ellos hay uno que se detiene en su avance hacia la cima:
—¡Esperad, alto! ¡Yo conozco a ese. Le reconocería de entre un millón y a siglos de distancia. Es el que empezó todo. ¡El pescador!—Acusa con el brazo en dirección a Pedro que empieza a organizar su defensa, poniéndose en el centro de un tupido círculo de soldados apretados unos contra otros para no dejar pasar ni el aire.
—¡Sí, es él. Se autoproclamó poseedor de la verdad e inventó la iglesia para dominar las conciencias durante los siglos! ¡Si acabamos con él, acabamos con toda autoridad moral que nos encadena!
El griterío de los condenados es ensordecedor. Aullando y golpeándose contra las rocas, se envalentonan y sin esperar nada más, comienzan a arrojarse uno tras otro hacia el suelo. En un momento Pedro se encuentra rodeado de una muchedumbre de almas oscuras y furiosas, protegido tan solo, por una única barrera de escudos portados por los soldados celestiales... La cosa se ha puesto algo delicada.
—¡Dios ha sido el peor invento del hombre! ¡Dios es el mal!
—¡El mal es la iglesia, llena de fanáticos, indecisos y acomplejados! ¡Nosotros somos mejores que ellos!
—¡Éste es el verdadero enemigo de la libertad. Es el que nos tiene retenidos aquí!
—¡Sí, tiene las llaves. Es el portador de las llaves... Quitárselas!
En un instante, como una masa homogénea, la horda de condenados se abalanza contra la barrera de escudos aplastándose contra los defensores de Pedro, que aguantan la embestida a duras penas. Todos aprietan, unos contra otros, provocando un choque de potencia cósmica, mientras Veraz se mueve inquieto levantando las poderosas patas delanteras y haciendo peligrar la verticalidad de su jinete. Los santos son fuertes, pero los condenados están furiosos y son un número sensiblemente mayor. La resistencia no puede durar mucho.
—¿Por qué no nos queréis? ¡Admitidnos con vosotros!
Un condenado con cara angelical intenta seducir a un guerrero celestial contra el que se encuentra aplastado por el empuje del mal. Insiste:
—Sed compasivos con nosotros.
Pero el soldado interpelado es un alma con algún resto sin purificar de amor propio, que por alguna razón está donde no debe y una ráfaga de viento le sugiere una última tentación: juzgar al Padre.
Tropieza.
Cae.
Se produce la brecha en la barrera de escudos y se desata la avalancha de condenados contra Pedro que se mantiene a lomos de Veraz. El caballo es el primer objetivo y las almas engañadas se lanzan a las patas para herirlas y hacerle caer, cosa que consiguen con relativa facilidad. Pedro cae en un mar oscuro de violencia. La luz ha sido apagada por un manto de oscuridad y tristeza. Los gruñidos e insultos de los condenados son los sonidos del purgatorio en esta hora de desconcierto...
Un grito se eleva hacia el cielo:
—¡Las tengo, tengo las llaves del reino!
Un condenado a conseguido arrebatar las llaves a Pedro. La algarabía es generalizada. Todos corren alborotados.
—¡Podemos entrar, podemos entrar!
Pedro abatido y destrozado, observa la escena desde el suelo, sin decir nada intentando recuperar el aliento. Los condenados van y vienen como sin rumbo, sin saber a donde ir.
—¿Dónde se introducen? ¿Cuál es la puerta? ¿La cerradura? ¿Por dónde? ¿Escalamos otra vez? ¿Arriba?
—Él lo sabe—vuelven a señalar a un Pedro maltrecho que sigue tirado en el suelo—sacádle la información.
Pedro les responde con ansiedad:
—Ya os lo hemos dicho. Desde siempre lo hemos dicho. Siempre hemos señalado el camino de la verdad.
A la vez que los condenados se acercan con renovadas violencias a Pedro, una voz grita:
—¡Mirad una luz, un gran resplandor. Allí!
—Sí, es muy hermosa.
—Es maravillosa.
Una luz atrayente resplandece más allá de las puertas por las que una vez los condenados quisieron asaltar el purgatorio, más allá de las murallas... desde dónde  una vez llegaron.
—Veamos aquel prodigio.
—Si. Veamos de qué se trata.
—Vamos allá. Olvidaos de éste y sus patrañas.
—Sí. Estamos cansados de estos antiguos. Veamos aquella novedad.
—Quizás es la verdad que estamos buscando.
—Por fin una nuevo orden, donde reine la justicia.
—¡Sí! ¡Justicia!
—¡Vamos, no perdamos tiempo!
El último en hablar es el poseedor de las llaves robadas, que tras una breve indecisión, decide deshacerse de ellas y las arroja al lado de su antiguo dueño. Pedro se arrastra para cojerlas y verifica que estén todas. En la palma de su mano se encuentran, efectivamente, las tres llaves de hierro forjado con forma de... cruz.
El cielo vuelve a estar seguro.
Mientras, los condenados vuelven ilusionados por el mismo camino por el que vinieron, atravesando los portones, la luz más bella les espera con los brazos abiertos... más allá del purgatorio.

Una vez que los asaltantes eligieron su destino, el purgatorio volvió a recuperar su orden. Los ríos de purificación recuperaron su normal dinámica recibiendo almas para su regeneración, mientras lo santos que se habían sacrificado por sus hermanos, fueron rescatados uno a uno por Pedro que los reincorporó al Paraíso. Los cielos recibieron a los héroes con alegres celebraciones, cánticos y loas. Fueron abrazados por los arcángeles, que los llevaron a la presencia de María, que a su vez, los acompañó ante Jesús y ante su Padre para recibir la corona de la gloria... otra vez.

Por su parte, los condenados siguieron buscando su sitio, siguiendo ambiguas iluminaciones, seducidos por sugestivas ideas e imágenes, buscando y buscando incesantemente... el descanso.

Y mientras todo esto sucede, sucedió o sucederá, una luz fulgurante se ha desprendido de los cielos y cae a la tierra. Un mensajero va en busca de un alma preparada para recibir este aviso, comprenderlo y transmitirlo a sus hermanos, porque en la vida material...

… la batalla continúa.


“Habiéndole preguntado los fariseos cuándo llegaría el Reino de Dios, les respondió: El Reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: Vedlo aquí o allá, porque el Reino de Dios ya está entre vosotros. Dijo a sus discípulos: Días vendrán en que desearéis ver uno solo de los días del Hijo del hombre, y no lo veréis. Y os dirán: Vedlo aquí, vedlo allá. No vayáis, ni corráis detrás. Porque, como relámpago fulgurante que brilla de un extremo a otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su Día. Pero, antes, le es preciso padecer mucho y ser reprobado por esta generación” (Lc 17, 20)


Gracias a todos los que habéis compartido conmigo esta aventura. Espero, por lo menos, haber entretenido.

Me dedico esta serie del purgatorio a mí mismo, para nunca rechazar considerarme...
… el último de entre mis hermanos.



 
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