Sábado, 20 de abril de 2024

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El lábaro de la resurrección en el arte y en la historia

por En cuerpo y alma

 

            Muchos de Vds. habrán observado que las representaciones pictóricas o escultóricas que se hacen de la resurrección de Jesús acostumbran a presentarlo portando en su mano izquierda un estandarte con una bandera, mientras alza la derecha en señal que cabe interpretar como de victoria.

             Pues bien, el nombre técnico de ese estandarte con bandera que porta Jesús es “lábaro de la resurrección”.

             El Diccionario de la Real Academia Española define “lábaro” como el “estandarte que usaban los romanos”, siendo un estandarte, según lo define también el Diccionario de la RAE, la “insignia […] consistente en un pedazo de tela cuadrado pendiente de un asta”. Se trata, aunque lo omita la definición de la RAE, de un símbolo eminentemente militar y bélico, llamado a identificarse por lo tanto con la victoria, la máxima realización del arte militar.

             En cuanto a la etimología de la palabra, se han propuesto dos posibles orígenes: el verbo latino “labare”, ondear, como ondean las banderas; o el sustantivo igualmente latino “laurus”, laurel, del que estaban hechas las coronas con las que Roma galardonaba a sus victoriosos generales.

             En la numismática y escultura romanas es relativamente frecuente el motivo del lábaro. Por citar sólo un ejemplo, aunque bien notable, el que podemos ver en el arco de Marco Aurelio de Roma que rememora la rendición al emperador de los ejércitos germánicos.

             La primera asociación del lábaro con la cruz ha de esperar a los albores del s. IV, y tiene lugar gracias a Constantino el Grande. Como se sabe, en la víspera de la crucial batalla del Ponte Milvio, en Roma, en al año 312, contra su rival por el trono Majencio, el luego emperador, -que, no se olvide, no es cristiano todavía aunque su madre Elena sí lo sea-, tiene una visión en la que se le presenta una cruz en el cielo y oye una voz que le dice “in hoc signo vinces”, es decir, “con este signo vencerás”.

             Sobre este episodio existen dos relatos que aunque coinciden en lo esencial, la visión del Emperador y su asociación con la figura de Cristo, difieren en lo accesorio, aunque este aspecto “accesorio” de la cuestión sea el que se torne esencial a nuestro estudio. Porque según relata Eusebio de Cesarea en su “Vida de Constantino”, lo que como consecuencia de la visión el Emperador manda dibujar en los lábaros de su ejército es un crismón, (la “ji” y la “rho” que son las dos primeras letras de Christos en griego) con un alfa y un omega, dos de los signos que identificaban por entonces a los cristianos. Mientras que según Lactancio en su “De mortibus persecutorum”, lo que Constantino manda dibujar es una cruz latina en los escudos de sus soldados. De donde se ha de concluir que el lábaro con la cruz que luego prevalecerá en la iconografía cristiana es una especie de mix de ambas versiones del evento, el lábaro de Eusebio de Cesarea con la cruz latina de Lactancio.

             A este lábaro “ya cristianizado” también se refiere el Diccionario de la RAE, cosa que hace en la segunda acepción que da a la palabra, cuando dice:

             “2. m. Monograma formado por la cruz y las dos primeras letras del nombre griego de Cristo, que se puso en el lábaro por mandato de Constantino”.

             Cuando con el transcurso del tiempo y gracias a este primer paso dado por Constantino para normalizar el uso del símbolo, los cristianos empiezan a utilizar la cruz en la que murió Jesucristo como signo de identificación de sí mismos y ante los demás, -pues hasta ese momento, por difícil que nos pueda parecer aceptarlo hoy día, los seguidores de Cristo observaban una gran reticencia a utilizar como signo algo tan infamante como el instrumento de tortura del que colgó Jesús-, empieza a imponerse en la iconografía cristiana el uso del lábaro romano por el mismísimo Jesucristo en un momento muy concreto de su biografía: el de su resurrección al tercer día de crucificado. Circunstancia en la que un aspecto del lábaro lo hace particularmente idóneo para la representación en cuestión: su condición de símbolo militar, y en cuanto tal, su vinculación a la idea de la victoria, tan afecta y unida al triunfo que sobre la muerte representa la resurrección de Cristo.

             Un nuevo momento de la vida del lábaro del que también se hace eco la Real Academia Española cuando redacta la tercera acepción del término:

             “3. m. Rel. Cruz sin el monograma de Cristo.”

             Y es que efectivamente, al acoger el arte cristiano como icono de la resurrección el lábaro constantiniano, acostumbra a desproveerlo de todo otro símbolo –crismón, alfa y omega- que no sea el de la mera cruz.

             La irrupción del lábaro en la iconografía cristiana de la resurrección a partir de ese momento –ni que decir tiene que en los evangelios no se menciona ni una vez y que se trata por lo tanto de un aditamento artístico y nada más- no va a ser, sin embargo, uniforme, sino por el contrario, muy variada.

            Aparte de las representaciones en las que Jesús sigue apareciendo sin lábaro, como es el caso, por ejemplo, del antiquísimo y precioso marfil del Bayerisches Nationalmuseum de Munich del s. IV, en el que Jesús sale del sepulcro izado por una mano que cabe interpretar como la de Dios Padre, o la Resurrección que mucho más tarde pinta Paolo Veronese en 1570 y que podemos contemplar en la Gemäldegalerie Alte Meiste de Dresde, cabe destacar las siguientes formulaciones del que llamaremos “lábaro cristiano”.

             1º.- Su sustitución por una especie de asta o bastón rematado por una cruz y sin estandarte. Es el más frecuente en la iconografía paleocristiana, de lo que es ejemplo una de las más antiguas representaciones que tenemos de la Ascensión, la del Sacramentario de Drogo, de mediados del s. IX, conservado en la Biblioteca Nacional de Francia.

             2º.- El portado de lábaros con estandartes monocolores pero sin representación alguna. Ese color acostumbra a ser o el blanco, como vemos en la Resurrección de El Greco (1600) del Museo del Prado; o el rojo, como lo imagina Bartolomé Murillo en su obra de 1660 que cuelga de las paredes de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

             Aunque con cierta tardanza, sobre todo por lo que se refiere al modelo de asta rematado en cruz, un modelo termina por imponerse sobre los demás: el del lábaro en el que efectivamente aparece un estandarte y en éste una cruz. Una cruz, además, muy concreta, pues se trata de una cruz latina como la descrita por Lactancio, es decir, aquélla en la que el estípite (o palo vertical) es más largo que el patíbulo (o palo horizontal).

             Dentro de este modelo nos vamos a encontrar dos subtipos todavía: aquél que nos presenta una cruz blanca sobre fondo rojo, como es el caso de la resurrección del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York pintada por Pietro Perugino. Y el que, como si de un negativo se tratara, representa, por el contrario, una cruz roja sobre fondo blanco, el modelo más extendido de todos, que nos vamos a encontrar en tantas escenificaciones de la resurrección. Así, la de Andrea del Bartolo (1410) que podemos admirar en el Museo Walters; la de Piero della Francesca (1465) del Museo Cívico de Sansepolcro; la de Sandro Boticelli (1490) del Beaverbrook Art Gallery; o la de Rafael, más conocida como “Resurrección Kinnaird” (1502), del Museo de Arte de Sao Paulo.

             El lábaro tan unido, como vemos, al episodio de la resurrección se va a trasladar también a otras escenas evangélicas, bien que no de modo tan generalizado. Así por ejemplo, a la del Descenso a los Infiernos, que se cita en Mateo, como se ve en la propuesta pictórica de Duccio di Buoninsegna (1311), en el Museo del Duomo en Siena. Y también a la de la Ascensión que relatan Marcos y Lucas (éste en los Hechos de los Apóstoles), según la vemos representar a Andrea Mantegna en la que pinta en 1460 que se conserva en la Galería de los Ufizzi de Florencia.

             No encontramos con tanta frecuencia el lábaro en las representaciones artísticas de las diversas apariciones que realiza Jesús una vez resucitado, pero también en ellas se cuela en ocasiones. Así por ejemplo, lo vemos en la preciosa aparición a María Magdalena de la Capella Scrovegni de Padua, pintada por el Giotto. O también en la Cena de Emaús que realiza Jacopo Bassano en 1538, en la que Jesús lleva el lábaro enrollado, como si entendiera el pintor que de haberlo llevado desplegado habría sido imposible la sorpresa que el resucitado quería dar a los ingenuos discípulos con los que camina hasta Emaús.

             Una suerte de lábaro aparece también en las escenas del Bautismo del Señor, aunque en esta ocasión no en manos de Jesús sino del Bautista. En esta iconografía el tipo de lábaro que con más frecuencia aparece es el rematado en una cruz y sin estandarte al que ya nos hemos referido más arriba, aunque en alguna versión, como es el caso en el Bautismo que pinta Goya en 1780, propiedad de los Condes de Orgaz, sí aparezca el estandarte. El lábaro, con estandarte o sin él, es muy frecuente en la iconografía de Juan Bautista niño a la que tan afecta es el arte cristiano.

             Por último, la escena del Agnus Dei o Cordero de Dios viene frecuentemente acompañada del lábaro, como vemos por ejemplo en la representación que del tema hace Andrea della Robbia (1487), la cual podemos contemplar en el Museo del Duomo de Florencia.

             Puestos a extender el uso del lábaro por las páginas del Evangelio, dos escenas se prestan eficazmente a su presencia: la Epifanía y la Transfiguración. Pero lo cierto es que la iconografía cristiana no ha consolidado el modelo en ninguna de ellas.

             Fuera de las escenas evangélicas también se nos aparece el lábaro de manera ocasional. Así en las apariciones con las que Jesús distingue a lo largo de la historia a una serie de santos seleccionados. Muy representativa en este sentido la aparición a Santa Teresa de Jesús del Museo del Prado que pinta Alonso Cano en 1629, en la que Jesús se presenta con un lábaro muy curioso del que cuelgan dos estandartes, uno rojo y otro blanco, y en ninguno de ellos una cruz.

             Por lo demás, la cruz del lábaro de la resurrección se va a imponer en la heráldica, la ciencia de los blasones, y la vexilología, la ciencia de las banderas. Concretamente la cruz roja sobre fondo blanco acabará dando la Cruz de San Jorge, con la que vemos engalanado al santo del s. III, en tantas obras, como por ejemplo, ese “San Jorge y el dragón” que pinta Paolo Uccello hacia 1470. Una cruz, la de San Jorge, que se va a hacer presente en tantos emblemas importantísimos de la historia, como notablemente la bandera de Inglaterra o la de Cerdeña, y los escudos de armas de Aragón o de Renania-Palatinado.

             En cuanto a la cruz blanca sobre fondo rojo, tan presente también en los lábaros de la resurrección, dará lugar a la Bandera de San Juan, presente en las enseñas del Sacro Imperio Romano Germánico, y también en la llamada “Dannebrog”, la bandera danesa, cuya leyenda, por cierto, la vincula directamente con el lábaro portado por Constantino en el Ponte Milvio.

             Las dos grandes órdenes militares de Tierra Santa durante las cruzadas usarán cada una un modelo de lábaro de los que vienen a identificarse con la resurrección de Jesucristo. Así, la Orden del Temple usará la cruz roja sobre fondo blanco, mientras la Orden de San Juan de Jerusalén, hoy Orden de Malta, usará la cruz blanca sobre fondo rojo. La tercera de las grandes órdenes de Tierra Santa, los Caballeros Teutones, también usará una cruz, algo más novedosa en la iconografía del lábaro, en este caso negra sobre fondo blanco.

             Y bien amigos, con estas disquisiciones me despido por hoy, no sin desearles como siempre, que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.

 

 

            ©L.A.

            Si desea ponerse en contacto con el autor, puede hacerlo en encuerpoyalma@movistar.es. En Twitter  @LuisAntequeraB

 

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