Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Avaricia

por Juan Miguel Carrasquilla

Julio de 1589. Canal de la Mancha. La madera del galeón inglés cruje ante el fuerte oleaje, pero más cruje mi cara ante los puños con los que amablemente me acaricia el temible corsario Francis Drake. Me llamo Nuno de Almeyda, soy marino portugués enrolado en la armada invencible española, llamada la Grande y Felicísima Armada. Cuándo me enteré de que buscaban marinos experimentados para llevar la flota de Felipe II, nuestro rey desde hace ocho años, a las costas de Inglaterra para invadirla, no me lo pensé. Era una oportunidad única de buscar fortuna, gloria y posición. Las cosas no me han ido del todo bien. Me encuentro en la bodega del Golden Hind, el famoso barco que más estragos ha hecho en las arcas españolas, al saquear el oro de las Américas. Hemos sido apresados al separarnos del grueso de la flota, por culpa del mal tiempo, cosa que ha aprovechado Drake para darnos caza. Me tiene atado de manos sobre un taburete del que me recogen cada vez que me caigo por la violencia empleada por el pirata personal de la reina Isabel I.
—¿Cuántos buques? —Me grita mi captor, mientras el resto de mis compañeros mantienen la cabeza gacha y la boca cerrada, no vaya a ser que se fijen en alguno de ellos para sustituirme—¿cuántos,...ochenta?
No respondo. Drake le arranca el puñal del cinto a su lugarteniente y me lo pone en la entrepierna.
—¿Quién está al mando?¿Álvaro de Bazán?
Contesto raudo y nervioso ante la amenaza genital:
—No. Está Don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno. Don Álvaro murió en Lisboa, antes de partir, de tifus.
Drake queda pensativo. Don Álvaro de Bazán era el gran almirante de la armada Española en la batalla de Lepanto, la conquista de Portugal, y el artífice y planificador de la ambiciosa expedición que nos ocupa. Felipe II ha puesto en su lugar al inexperto Duque de Medina Sidonia, que bastante hace con mantener la flota unida, y sus tripas en su sitio. Entre vómitos y mareos va tomando decisiones cuándo menos…discutibles.
—¿Cuál es el plan?
No me encuentro con ganas de hacerme el valiente y convertirme en un eunuco, así que canto como un pájaro:
—Recoger al Duque de Parma en Flandes y con sus tercios desembarcar en el estuario del Támesis y avanzar hacia Londres—continúo sin que me animen—deponer a Isabel I y limpiar esta isla de herejes anglicanos… ¡y de avariciosos piratas como vos!
Trago saliva. Me quedan, como mucho, dos segundos de vida por culpa de mi insolente lengua. Pero el vicealmirante de la flota inglesa designado por la reina para hacer frente a la temible fuerza de invasión española, retira su puñal de mi delicada zona y se yergue con cara divertida.
—¿Avaricioso? A España le sobra oro, plata y tierras. Posee medio mundo. Vuestro rey incluso es poseedor de la verdad, posee a Dios. Eso si que es ambición. Los demás nos tenemos que conformar con las migajas. Déjame que me quede un poquito para mí y para mi reina.
—Sois un salteador, un ladrón y un criminal—contesto envalentonado—vuestra codicia será vuestra perdición. Dios hará justicia.
—¿Y vos qué hacéis aquí? ¿Me vais a decir que estáis defendiendo a la iglesia católica, que sois un patriota, cuándo ni siquiera sois español?
No respondo porque en el fondo tiene razón. Me veo en esta incómoda situación por perseguir mis ansias de fortuna.
—Somos caras de la misma moneda. Buscamos fortuna, lujos y placeres. La diferencia es que yo lo admito y vos lo enmascaráis en patriotismos, legitimidades y misiones sagradas. Y nuestros reyes buscan lo mismo, poder, dominio y riqueza…ambos. ¡Vamos, amigo Nuno, admítalo!. Estamos hechos de la misma pasta. Codiciamos todo: fama, riquezas y honores. Yo no tengo miedo al destino y me lanzo detrás de mis deseos. Hasta ahora he conseguido mucho, ¿significa eso que Dios está de mi parte?
—Tiene misericordia y paciencia con los pecadores. Os deja durante un tiempo vivir a vuestro antojo para ver si os arrepentís, pero llegará vuestro final.
—¡Bah, como a todos!, pero mientras tanto disfruto y gano.
—Pero perdéis vuestra alma—empiezo a sentir lástima, más que miedo, de aquel que tiene mi vida en sus manos—la avaricia es una puerta que una vez abierta nunca se puede cerrar. Vuestra alma nunca descansará satisfecha.
Mientras juguetea con la daga, me mira sonriendo y me pregunta:
—¿Qué proponéis?
—La ley de Dios: no robarás.
Me siento extraño. Estoy aquí, jugándome el gaznate por defender una verdad que ni yo mismo cumplo muchas veces, por lo menos, en mis pensamientos más profundos. Continúo impulsado por una fuerza misteriosa:
—No codiciarás los bienes ajenos.
Su aspecto burlón ha cambiado repentinamente. Parece que mis palabras le han sentado como una bala de cañón en el trasero. En un abrir y cerrar de ojos lanza la daga en dirección a mi entrepierna, clavándose en el taburete que he abandonado de un salto. Cuando levanto la cabeza me encuentro con la garganta amenazada por la punta de su espada. Rezo interiormente un Padrenuestro y me preparo a morir.
—¡Capitán!—providencialmente detienen la intención de mi verdugo—¡la armada española a la vista!
—¿Cuantos son?—pregunta Drake, visiblemente molesto por la interrupción.
—Hemos contado unos ciento veinte barcos pero será mejor que vos mismo lo veáis.
Con un ademán indica que me sujeten y me lleven arriba tras él. Doy gracias a Dios por abandonar la pestilente y oscura bodega y salvar momentáneamente el pescuezo. Abro poco a poco los ojos deslumbrado por el sol y descubro el asombro en el rostro de Francis Drake. La línea del horizonte está ocupada por nuestros enormes galeones, verdaderas fortalezas marinas.
—Son naves grandiosas. ¡Qué la providencia nos asista!
Y la providencia oyó la plegaria de Drake, ya que después de escaramuzas, de infructuosos intentos de atracar en puertos flamencos y del empeoramiento meteorológico, nuestra flota se dispersó hacia el mar del Norte sin poder cumplir los objetivos, regresando a España diezmada por los hundimientos en las tormentosas costas británicas,
Por mi parte, permanecí como esclavo en el navío de Drake hasta que Dios escuchó mi oración al año siguiente. La reina Isabel intentó aprovecharse del fracaso español, organizando una expedición para saquear las costas españolas y provocar y apoyar una insurrección en Portugal contra Felipe La codicia inglesa tuvo el mismo infructuoso resultado, pero yo logré escaparme y volver a mi tierra. Después de todas las peripecias vividas me encontraba sano y salvo de milagro, con la sensación de haberme visto envuelto en una encrucijada de ambiciones de grandes proporciones y con la posibilidad de una segunda oportunidad. Me acordé de aquel salmo 131: “Mi corazón, Yahveh, ya no es ambicioso, ni mis ojos están subidos. No he tomado un camino de grandezas ni de prodigios que me vienen anchos. No, mantengo mi alma en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre”
Abandoné aquella vida, me casé y vivo tranquilo de la mar y de sus frutos. Doy limosna y continuas gracias a Dios por lo que tengo... poco o mucho.

En cuanto Francis Drake, me llegaron noticias de su muerte en el Caribe. Desde nuestro encuentro su estrella menguó y fue cosechando fracaso tras fracaso hasta que la disentería acabó con él. Tanto afán por acumular, para acabar vacío por dentro… por vómitos y diarreas.

 

“No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6, 19)

“A los ricos de este mundo recomiéndales que no sean altaneros ni pongan su esperanza en lo inseguro de las riquezas sino en Dios, que nos provee espléndidamente de todo para que lo disfrutemos; que practiquen el bien, que se enriquezcan de buenas obras, que den con generosidad y con liberalidad; de esta forma irán atesorando para el futuro un excelente fondo con el que podrán adquirir la vida verdadera” (1Tm 6, 17)

“¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros?¿Codiciáis y no poseéis? Matáis. ¿Envidiáis y no podéis conseguir? Combatís y hacéis la guerra. No tenéis porque no pedís” (St 4,1).



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