Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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Misión y destino

por Juan Miguel Carrasquilla

30 de Mayo de 1431. El día amanece frío y soleado en Ruán, al norte de una Francia dominada por los ingleses. En la plaza vieja del mercado no cabe ni un alma más. Unas diez mil personas se han reunido allí esta mañana, expectantes. “La Pucelle” (La Virgen) va ha ser ejecutada, quemada en la hoguera. Se encuentra atada a un poste y están a punto de encender las primeras llamas. La joven de 19 años, ha pedido que le sostengan una cruz enfrente de ella, para así, morir contemplando a Jesús. Es Juana...Juana de Arco.
Nadie me ve. Soy como un pensamiento, como una voz.
Me acerco al obispo proinglés, Pierre Cauchon, el responsable del juicio y la condena de Juana. Su rostro refleja ansiedad, mientras sus ojos no pierden de vista la hoguera y en su regazo descansa un ejemplar labrado en oro de la Biblia. A su lado el inquisidor Jean Le Maistre, brazo ejecutor de los teólogos de la Universidad de París. Su expresión de falsa humildad y pena fingida me exaspera y me alejo de allí.

Paso ante la multitud y me acerco a la pira, dejando en sus poltronas a esos hombres de Dios, cegados por sus intereses y miedos, exponentes de un clero politizado y mediocre que no reconoce la excelencia, o peor aún, la sacrifica, por molesta.
Juana está rezando, con la mirada fija en el crucifijo.
Sólo quise lo mejor para mi patria, porque así lo quería mi Rey...de los Cielos. Yo debía satisfacer los deseos de mis voces.
A los trece años oye por primera vez la voz de San Miguel, que junto a Santa Catalina y Santa Margarita, le fueron revelando su abrumadora misión: salvar y liberar a Francia.
Me acerco. No me ve pero me siente. La acaricio suavemente en la mejilla y la susurro al oído:
Tranquila, mi niña. Hiciste lo que debías, él está contento contigo. Todo se cumple según su beneplácito.
Rememora su atrevida entrada en la corte, después de mucho tiempo y esfuerzos. Cómo sus voces la guiaron descubriendo al Delfín Carlos a pesar de estar disfrazado, y le reveló su misión: debía poner un ejército a disposición de ella, de una campesina, para levantar el sitio de Orleans.
Recuerda aquellos momentos a lomos de su caballo, enarbolando el estandarte en honor a San Miguel, Jesús y María, plena de euforia, segura de la victoria, capaz de lo imposible, guiando a todo un ejercito contra el invasor hereje inglés.
Sí...lo conseguimos.—contesta al viento, empezando a sudar, porque ya arde la leña para el sacrificio.
La intervención de Juana en la guerra de Los Cien Años fue fundamental para enardecer el sentimiento patriótico en una contienda puramente feudal, donde se luchaba para mayor gloria de los señores feudales. Por eso, será declarada patrona de la hija predilecta de la iglesia: Francia.
Quizás, no debí seguir luchando. Quizás mi misión había acabado...
Después de la coronación del Delfín Carlos, en Reims, las voces la abandonaron, pero ella siguió batallando para expulsar definitivamente a los ingleses y fue capturada por los anglo-borgoñones.
Cálmate,—la susurré despacio—recuerda que los ángeles te comunicaron tu inminente y trágico destino. Esta es tu pasión, tu escalera directa al cielo.
De heroína nacional pasó a ser molesta para la ambición del rey y objeto de envidia por nobles y hombres de...Dios. Fue traicionada por todos.
Le negué, no sabía lo que hacía, estaba perdida...y asustada.
El proceso al que fue sometida, fue una farsa: los participantes estaban comprados y no tenía defensa más allá de sus valientes y hábiles respuestas. En la deliberación final la amenazaron con la tortura si no se retractaba y confesaba que sus voces eran de naturaleza demoníaca. Tuvo un momento de debilidad y así lo hizo. En cualquier caso, al día siguiente volvió a vestirse con ropas de hombre, y se reafirmó en que las voces eran celestiales. Fue entregada al brazo secular acusada de hereje y hechicera.
Mi valiente niña...no te preocupes. Descansa. Pronto pasará todo— la consolé.
De pronto algo cambia en su expresión. Aparece la determinación, la fiereza que demostraba en el campo de batalla, aunque nunca matara a nadie. El obispo Cauchon ha abandonando su asiento y se acerca con paso curioso e inquieto. Juana le grita:
¡Yo moriré por su culpa, si yo me hubiese entregado a la iglesia y no a mis enemigos, yo no estaría aquí!.
Cauchon se estremece. Noto su miedo. Con un ademán nervioso indica al verdugo que avive las llamas.
Juana decae, se abate después de aquel último rescoldo de energía. Se le forman ampollas en la piel por la alta temperatura. Las llamas no le dejan ver el crucifijo y exclama:
¡Jesús!¡Jesús!
Tssssi
¡No lo puedo ver!—e insiste, —¡Jesús!
Pero él a ti sí. No te preocupes. Pronto estarás con él en el cielo.
El silencio en la plaza es sobrecogedor. Solo se oye el crepitar del fuego. Está muriendo una niña. Una niña Santa. Está muriendo mirando a su amor, Jesucristo. Está muriendo por su amor, Francia. Y está muriendo a manos de su amor, la iglesia.
Quizás es la figura más característica de las «mujeres fuertes», que a finales de la Edad Media, llevaron sin miedo la gran luz del Evangelio a las complejas vicisitudes de la historia. Es una mística comprometida, no en el claustro, sino en medio de las realidades más dramáticas de la Iglesia y del mundo de su tiempo.
Misión. Iluminación. Vocación. Gracia divina. Fortaleza. Valentía. Sacrificio. Destino.
Me acerco a despedirme. La beso lenta y suavemente en la mejilla. Ella lo nota. Cierra los ojos. Se desmaya. Se va.
Acuérdate de mi cuándo entres en el Paraíso.—le ruego en último susurro.

Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!. Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Mas si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado.” (1Co 9, 16-17)

 

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