Sábado, 04 de mayo de 2024

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La crisis monetaria llega al sector alimentario

por Jaime Alejandro

No hace mucho que comenté que una de las razones por las que los incrementos de los precios no se están repercutiendo al consumidor es la competencia entre las empresas. El economista, Vedran Vuk, cita otras dos. La primera es la elasticidad de los precios –el grado de respuesta de la demanda de un producto en función de los cambios del precio-. La segunda son los contratos de futuros: muchas empresas compraron, hace meses o algún año, los productos agrícolas que están consumiendo ahora mediante este tipo de contratos, habiendo pactado precios más baratos que los actuales precios al contado.

A pesar de ello, si los precios suben como consecuencia del aumento de la cantidad de papel que los bancos centrales emiten, llegará un momento que las empresas tendrán que afrontar las subidas de precios de las materias primas y los alimentos en origen, al margen de la elasticidad de precios o el mercado de futuros. Llegado este punto, sólo la situación financiera de una empresa con respecto a la competencia determinará su capacidad para resistir, sucumbir o, si tienen suerte, fusionarse con otras empresas.  Bueno, pues ese es el límite al que, al parecer, ha llegado Rumasa y pronto llegará todo el sector alimentario. La gestión particular de Rumasa, o que sea Rumasa o cualquier empresa del sector, no es lo relevante de la noticia. ¿Se dan ustedes cuenta? Lo que empezó siendo un problema “inmobiliario”, pasó a ser “bancario”, luego de “deuda soberana” y ahora “alimentario”. Sin embargo, todo esto no son más que síntomas. La enfermedad es el sistema monetario fiduciario en sí mismo, los niveles de endeudamiento que fomenta este sistema y el poder que hemos concedido a los Estados para resolver el problema generando inflación  –cargándose el poder adquisitivo de los ciudadanos y dejando que los responsables del exceso de endeudamiento salgan indemnes-.

Una vez emitido el confeti, ningún control de precios evitará que los precios suban. Los controles de precios siempre terminan en escasez y, por lo tanto, en precios aún más altos. De hecho, un aspecto fundamental del origen de ésta y otras crisis monetarias es, precisamente, el control sobre un precio: el del dinero. Cuando los bancos centrales fijan los tipos de interés están controlando el precio del dinero. Cuando uno pide un crédito, está comprando el servicio de disponer de un dinero durante un tiempo a cambió devolver ese dinero más un porcentaje sobre el dinero prestado. Ese porcentaje es el interés y el precio que tiene el dinero en un momento dado. ¿En qué ha terminado el control de los bancos centrales y el Estado sobre el precio del dinero? En escasez del crédito. Ojo, la escasez del crédito no tiene nada que ver con la abundancia de papel circulando en el mercado. Mucha gente piensa que si falta el crédito, inyectando más papel en el mercado aumentaría la cantidad de crédito –típico error keynesiano-. Aumentar la cantidad de papel  imprimiéndolo, no incrementa el crédito y solamente provoca la elevación de los precios –inflación-. Claro, hay más papel en circulación y nominalmente uno puede recibir más papel prestado. Sin embargo, ese papel valdrá menos y comprará menos bienes y servicios –lo comido por lo servido-.


Peor aún, el crédito seguirá disminuyendo en procesos cíclicos de contracción del crédito, cada vez más intensos y frecuentes para terminar en un último proceso donde el crédito se reduce a cero.  Las características propias de ese último ciclo serían unos niveles de productividad ínfimos, ausencia de ahorro, exceso de gasto, enquistamiento del endeudamiento, elevada morosidad y el crédito reducido a cero  –si no hay ahorro es imposible que haya crédito de la misma manera que si nadie cultivase lentejas, no las habría en el supermercado-.  Diría yo que esta descripción del último ciclo de una serie de ciclos recesivos del crédito, se parece bastante a la situación actual. Nada de lo que tengamos que preocuparnos; históricamente, estas situaciones suelen resolverse de manera violenta. Posteriormente, si no se suprime aquello que provoca esta serie de procesos cíclicos –el sistema monetario fiduciario, el control del Estado sobre los precios, la banca central, etc.- la serie comienza de nuevo para terminar, unos decenios después, de la misma manera. Muy esperanzador.


Por lo tanto, los problemas del sector alimentario –los que tienen ahora y los que vengan más adelante conforme sigan aumentando los precios en origen- no son más que la fase natural que tiene el sistema económico para acabar repercutiendo los incrementos de los precios sobre el consumidor. No depende de la voluntad de ninguno de los agentes o personas que participan en el mercado. Es un fenómeno propio de un proceso inflacionista. Entonces, ¿no se puede evitar? Se podría haber evitado no provocándolo; es decir, de no haber aumentado la cantidad de papel moneda en el mercado, no habrían aumentado los precios de los alimentos en origen, el sector alimentario no tendría que sufrir una reducción de competencia y los precios finales tampoco tendrían que aumentar.

En definitiva, salvar a los bancos que extendieron el crédito por encima de sus posibilidades, emitiendo confeti, les resolverá el problema a los bancos pero no a sus depositantes. La inflación se comerá el valor de los depósitos de la misma forma que lo hubiese hecho una quiebra controlada de los bancos –quita total a tenedores de bonos y accionistas, y quita parcial a los depositantes-. La ventaja de la inflación respecto a una quiebra controlada es que el banquero sale de rositas y la mayoría de los depositantes ni se enteran de quién les ha birlado una parte sustancial de sus depósitos. ¿Ven ustedes el truco? La quiebra controlada es dolorosa –curar cualquier enfermedad siempre lo es, pero el paciente lo asume y entiende que se hace en su propio beneficio-. La inflación es, además, perversa –curar a unos contagiando a otros, dejando el germen de la enfermedad ahí aletargado para que dentro de unos años ataque de nuevo-.

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