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La Catedral: iglesia madre de la diócesis

por Angel David Martín Rubio

TEXTO DE LA INTERVENCIÓN EN EL ACTO INSTITUCIONAL CON MOTIVO DEL "DÍA DE LAS CATEDRALES"
CORIA, 23-OCTUBRE-2010

Quan terribilis est locus iste, non est hic aliud nisi domus Dei et porta coeli
¡Qué terrible es este lugar; no hay aquí otra cosa que la Casa de Dios y la puerta del cielo!


 
Estas palabras (Gén 28, 17) fueron pronunciadas por Jacob al despertar del sueño en el que había visto “una escalera que se apoyaba en la tierra y cuya cima tocaba en el cielo; y ángeles de Dios subían y bajaban por ella” (v. 12).

El versículo fue utilizado en el introito de la Misa de la Dedicación de una Iglesia, y aparece también grabado sobre piedra en la entrada de numerosos templos esparcidos por todo el mundo.

Cuando Jacob despertó de su sueño, exclamó: “Verdaderamente Yahvé está en este lugar y yo no lo sabía” (v. 16). Expresión muy natural y muy conforme con el instinto religioso de mirar a Dios habitando en los cielos, como en su propia morada pero también en ciertos lugares de la tierra en los que particularmente se revela y se hace sentir a los hombres.

Al levantarse, erigió un monumento con la piedra sobre la que se había apoyado para dormir y Jacob llamó Betel a aquel lugar situado al norte de Jerusalén y ya santificado por Abrahán (Gén 12, 8). “Esta piedra que he erigido en monumento será casa de Dios” (Gén 28, 22). Para nosotros Betel es figura de nuestros templos, que son verdaderas casas de Dios y puertas del cielo.

¡El templo, casa de Dios!

Ya el rey Salomón al edificar el templo de Jerusalén manifestaba su extrañeza ante esta aparente paradoja: “Pero ¿es verdad que Dios habita sobre la tierra? He aquí que los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte ¿cuánto menos esta casa que yo acabo de edificar?” (1 Re 8, 27).

San Juan Crisóstomo ve en la escala del sueño de Jacob una figura del Verbo encarnado que juntó el Cielo con la tierra. Y Jesús dirá a la samaritana: “Pero la hora viene, y ya ha llegado, en que los adoradores verdaderos, adorarán al Padre en espíritu y verdad; porque también el Padre desea que los que adoran sean tales. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben adorarlo en espíritu y verdad” (Jn 4, 23-24). En el Nuevo Testamento, en que la Iglesia está edificada sobre la firme piedra de Pedro, el Verbo encarnado está presente en nuestros templos por la maravilla del misterio eucarístico y está aquí para inhabitar en las almas en gracia y para obedecer al Padre.

Por eso dice San Pablo que el Templo de Dios en que Él habita somos nosotros. Y utiliza el Apóstol la comparación con un edificio para describir a la Iglesia: “Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu” (Ef 2, 20-22). Para San Pedro “también vosotros cual piedras vivas, edificaos [sobre Él] como casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo” (1 Pe 2, 5). Y San Jerónimo, recordando sin duda este pasaje de San Pedro, dice: “Para ser parte de este edificio has de ser piedra viva, cortada por mano de Cristo”.

Volvemos, una vez más, a la misma paradoja: Dios —a quien no pueden contener los cielos y la tierra— es, sin dejar de ser infinito y eterno, el Verbo encarnado que habitó entre nosotros. Y los cristianos, llamados al culto espiritual, nos servimos —al mismo tiempo— de templos de piedra que son casa de Dios y puerta del cielo. Morada del Dios encarnado en la Eucaristía y lugar donde alcanzamos la gracia que nos lleva al Cielo mediante la oración y los sacramentos.

Si esto es así en todos los templos cristianos, ocurre de manera privilegiada en la Catedral, iglesia madre y sede del Obispo. Como es bien sabido de todos[1], la iglesia Catedral debe su nombre a la cátedra, sede solemne reservada al Obispo; se trata pues, de la iglesia correspondiente a la autoridad episcopal que se extiende sobre la diócesis.
 
En su evolución histórica, la Catedral es el resultado de una lenta transformación ocurrida en los siglos de la Edad Media, cuando se pasa del conjunto de edificios denominado “grupo episcopal” a una sola iglesia: la catedral. De ahí la propia naturaleza multiforme del edificio catedralicio tal y como lo conocemos hoy y en el que se concentran aquellos espacios más directamente vinculados al culto y a la administración del Cabildo, al mismo tiempo que se produce la multiplicación de construcciones en su entorno para responder a las diversas necesidades. Por centrarnos en el caso de Coria, la ciudad episcopal que nos acoge, pensemos en el Palacio episcopal, el seminario, el Hospital de San Nicolás de Bari y tantos otros lugares fruto de la intervención de sus obispos a lo largo de la historia y que crean una peculiar trama urbana a la sombra de la Catedral.

La función de la iglesia Catedral se transformó al tiempo que se hacía cada vez mayor el protagonismo de la actividad pastoral de las parroquias y, a partir del siglo XIII, de las órdenes religiosas. Pero, al mismo tiempo, varias circunstancias ofrecían al obispo la ocasión de mantener el lazo que une a las parroquias con la iglesia madre de la diócesis (así es como los textos de la época llaman a la Catedral): pensemos en las asambleas sinodales o en la Misa crismal de cada Jueves Santo en la que se bendicen los óleos usados después en la administración de los sacramentos y de los que cada cual se lleva una parte a su parroquia en señal de comunión.

Las asambleas sinodales, tan importantes en épocas como la de la reforma católica, eran una ocasión en que la lectura de los cánones, la predicación del obispo o de su delegado y la participación en la liturgia de la Catedral servían de medio para ofrecer a los curas de parroquia unos modelos que les sirvieran de punto de referencia. Observamos, además, que la Catedral actuó como elemento de conservación de la identidad y de la historia diocesana, tal como demuestra la presencia entre sus muros de reliquias, tumbas de obispos y de las figuras y linajes locales más ilustres.



Basta evocar someramente la arquitectura de nuestra Catedral de Coria para reconocer inmediatamente numerosos elementos que son expresión de esta realidad vida que venimos describiendo: el coro, situado en el centro de la nave de acuerdo con la hermosa tradición hispánica, su sillería para los canónigos y la sede del Obispo, con relieve de Cristo bendiciendo; la vía sacra que lo une con el espacio de la capilla mayor; la capilla del Sagrario, el baptisterio, reformado por el Obispo García Álvaro (1778); los órganos; la capilla y el balcón de las reliquias; los mausoleos de sus obispos como los de Pedro Ximénez de Préxamo, García de Galarza y los que están repartidos por todo el templo; la excelente colección documental del archivo capitular… Y tantos otros detalles en los que no nos podemos detener.

Terminemos, por último, recordando cómo la unión con el propio obispo y su sede, centro de toda la diócesis nos une a la Iglesia local. A través de ella nos unimos al colegio episcopal y al Papa. Además, remontándonos en el tiempo hacia el pasado, enlazamos con la fe de los Apóstoles y, finalmente, con Cristo mismo piedra angular del edificio que es la Iglesia.

Que el respeto, la piedad y la modestia de los fieles en la Catedral sean expresión de estas verdades que profesamos y que a ellas correspondan el esplendor y el cuidado material del templo para que podamos decir, con Jacob: ésta es la casa de Dios y la puerta del cielo.



[1] Cfr. CORBIN, Alain (dir.), Historia del cristianismo, Ariel, Barcelona, 2008, pp.172-176.
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