Jueves, 28 de marzo de 2024

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Ascensión del Señor (A) y pincelada martirial

por Victor in vínculis

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR (Ciclo A)

San Estanislao de Kotska repetía con frecuencia: Non sum natus praesentibus sed futuris (no he nacido para la tierra, sino para el cielo). Y de esto se trata: de un testimonio que a veces omitimos, de un tema central que es el de esta fiesta de la Ascensión, que es tener puestos los ojos en el Cielo por saber que allí está nuestra patria definitiva y que a veces olvidamos, dejándonos llevar de la materialidad de las cosas, como si la realidad que ahora vivimos fuera la única y la exclusiva.
 

Ni San Mateo ni San Juan dicen directamente nada de la Ascensión del Señor. Pero la perícopa de San Mateo de este domingo concluye con una despedida (28,20) que solo en este clima de partida puede situarse. Y en el evangelio de San Juan hay claras alusiones a este viaje a los cielos tanto en el sermón sobre el pan de vida (6,62) como en la oración que siguió a la Última Cena (13,36). San Marcos dedica a la Ascensión una sola frase en la que cuenta el hecho, pero sin añadir ningún detalle: El Señor Jesús fue elevado a los cielos y está sentado a la diestra de Dios (16,19).

Es, pues, San Lucas, quien puede ser considerado el cronista de la Ascensión. Solo él ha referido el misterio en su faceta más humana. Y nos ofrece dos relatos del mismo: uno más breve en la página final de su evangelio y otro más amplio y detallado al principio de los Hechos de los Apóstoles y que escuchamos hoy en la primera lectura.

Habían concluido ya los cuarenta días de emotiva convivencia de Jesús con los suyos. Lucas vuelve a subrayar el papel privilegiado que en estas jornadas tuvieron los doce apóstoles. También pudieron verle los demás discípulos, pero lo fundamental para Jesús había sido tomar disposiciones acerca de los apóstoles que él había elegido (Hch 1,2).

Por eso Lucas subraya que fue especialmente a estos doce a los que, después de su Pasión, se presentó vivo, con muchas pruebas evidentes, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios (1,3).

San Lucas, escribe José Luis Martín Descalzo, no intenta siquiera describir el misterio. Se sirve de tres verbos para designarlo, como si dudara de cuál de los tres sea más exacto. Los tres son elementales. Dice que Jesús fue levantado (Hch 1, 2 y 11), que fue elevado ante las miradas de todos como en un vuelo solemne (1,9), que fue llevado a lo alto (Lc 24,51). Lucas ha dejado los tres verbos en voz pasiva, como si tratase de demostrar que la causa de esta Ascensión es el poder divino.

Esta Ascensión era el signo visible de que Jesús estaba invadido. Era como si, por primera vez, dejara actuar libremente a esa fuerza que siempre tuvo dentro, y ésta arrastrara consigo a su cuerpo. "Ninguna teofanía del Antiguo Testamento -escribe Bernard- puede compararse a ésta". La misma Transfiguración no fue, en realidad, sino un ensayo del triunfo de ahora. Jesús ofrece a sus apóstoles un espectáculo (visión espectacular es literalmente la expresión lucana de Hch 1,11) que ellos no olvidarán jamás. Me veréis subir a donde yo estaba al principio, les había dicho (Jn 6, 62). Ahora lo cumplía.
 

Ellos cayeron de rodillas, puntualiza san Lucas (24,52) y tuvieron la clara intuición de que esta despedida era distinta de las anteriores. Ahora se iba; y para siempre. Se daban cuenta de que su admiración era aún mayor que su tristeza. Aquel lento alejarse emanaba poder y majestad.

La Ascensión supone, como parece obvio, una bajada previa. Muy hondo había sido su abajamiento -no se avergonzó de tomar carne de esclavo- y muy alta debía ser su glorificación. San Bernardo señala tres escalones en este abajamiento de Cristo: la Encarnación, la Cruz y la Muerte. A ellos corresponden, según el mismo santo, otros tres escalones de regreso: Resurrección, Ascensión y asentamiento a la diestra del Padre.

Encontramos en los escritos de Fray Luis de Granada esta salutación al Cielo: Dios te salve, dulce patria, tierra de promisión, puerto de seguridad, lugar de refugio, casa de bendición, reino de todos los siglos, paraíso de deleites, jardín de flores eternas, corona de todos los justos y fin de todos nuestros deseos. Dios te salve, madre nuestra, esperanza nuestra, por quien suspiramos, por quien hasta ahora damos gemidos y peleamos, pues no ha de ser en ti coronado sino el que fielmente peleare...

Hacia el Cielo vamos. Y nuestra mirada tiene que estar puesta permanentemente en él, trabajando en las cosas de cada día, entregando por medio de nuestras obras aquí en la tierra el amor que Dios nos ha tenido. Pero con los ojos puestos en el Cielo.

Se cuenta que a San Ignacio de Loyola, ya anciano, al final de su vida, le conocían como el hombre que miraba siempre al Cielo, ya que le gustaba pasarse largos ratos mirando el cielo en las noches estrelladas, desde la azotea de la Casa Generalicia de Roma. De sus labios frecuentemente se escuchaba la expresión: ¡Qué miserable me parece la tierra cuando miro el Cielo!

Dios Todopoderoso -el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que nos disponemos a recibir- pide de nosotros esta contemplación. Y también la Santísima Virgen, los santos y los nuestros que ya han partido de nuestro lado.

La puerta que ha sido cerrada con tres llaves no puede abrirse con una sola ni con dos; también es necesaria la tercera. Lo mismo sucede con el Cielo. La puerta está cerrada para nosotros con tres llaves espirituales, y es imposible abrirla con una o dos solamente; se requieren tres. Esas llaves nos fueron entregadas en el bautismo: son la fe; la esperanza, confiando en la bondad de Dios, que nos tiene prometido el Cielo y los medios para conseguirlo; y la caridad, amando a Dios y viviendo los mandamientos. De este modo llegaremos a la puerta del Cielo.

Así nos lo dice hoy el evangelio: cumpliendo los mandamientos. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar... A guardar en nuestro corazón las palabras de Jesús. Los mandamientos son para cumplirlos, sí; pero son también para guardarlos en nuestro corazón, para saber encontrar en ellos la guía auténtica que nos va a llevar al Cielo. Por eso, junto al cumplimiento, Jesús nos pide que los amemos para vivirlos intensamente, guardándolos en nuestro corazón.

Y no lo olvidemos, la puerta del Cielo es estrecha y baja. Enseguida recordamos la puerta tan pequeña de la Basílica de la Natividad en Belén. Históricamente se construyó así para que los jinetes no pudieran pasar a caballo en el templo. Esa puerta es estrecha y baja. Hay que agacharse para entrar. La puerta del Cielo también es estrecha y baja. Por ella se deslizan suavemente y sin ruido los humildes, porque nada ambicionan; los obedientes, porque se abajan; los corazones puros, porque a nada están sujetos. Y las almas pacientes, porque los pequeños sufrimientos de todos los días las tienen como empequeñecidas.

Que no olvidemos en este final del mes de mayo a la Santísima Virgen María. Que a Ella acudamos en las noches oscuras de nuestra vida, en las dificultades, incluso cuando ya no nos quedan fuerzas. Que de su mano sigamos recorriendo ahora este camino de Pascua y siempre el camino cristiano de nuestra vida. Y con la mirada puesta en el Cielo, el camino que nos llevará a encontrarnos con Jesucristo el Señor, el amor de nuestra vida.
 
PINCELADA MARTIRIAL

Beato Francisco Maqueda López
Nació el 10 de octubre de 1914, en Villacañas (Toledo). En 1925, sin haber cumplido 11 años, ingresó en el Seminario Menor de Toledo. El 5 de junio de 1936 recibió el subdiaconado. La vida del joven subdiácono Francisco Maqueda López fue corta; aún no había cumplido los 22 años cuando le llegó la muerte. Pese a su corta edad, se vislumbraba en su vida una gran madurez humana y una fuerte personalidad. Asimismo, destacaba por su reciedumbre en virtudes ascéticas y místicas. Desde muy pequeño sintió una clara inclinación a las cosas de Dios y a la vida espiritual. Era muy dado a conocer -a través de la lectura- la vida de los santos, hacia quienes se sentía profundamente atraído, para después imitarles. Siempre estuvo centrado en su vocación. La sinceridad, la justicia y la fortaleza sobresalían en él.
 

Cuando estalla la Guerra, el joven Maqueda ya había sido detenido, el 23 de junio de 1936, por enseñar a los niños la doctrina cristiana. Fue sólo ese día y le pusieron una multa. Después, el 11 de septiembre, fue detenido nuevamente. Unas horas antes se confesó con don Gonzalo Zaragoza; se sabe que la víspera ayunó a pan y agua. Arrodillado a los pies de su madre, le dijo: ¡Madre, deme la bendición, que me voy al cielo!”.

Mientras sus captores se mofaban de él, Francisco pronunciaba sus últimas palabras de despedida para los suyos: ¡Adiós, madre, hasta el cielo! ¡Adiós, adiós, hasta el cielo a todos! Fue conducido desde su casa a la ermita de la Virgen de los Dolores, que los milicianos usaban como cárcel, y donde tenían apresadas a otras quince personas más, la mayoría jóvenes. En seguida, Francisco les congregó. Su intención era ayudarles espiritualmente para la muerte ya muy próxima. Les dijo: “Preparémonos, esta noche nos llevarán al cielo, ¿queréis acompañarme y rezamos juntos el rosario a la Santísima Virgen?” La invitación fue muy bien acogida y, puestos de rodillas, con toda devoción, rezaron juntos ante la imagen de la Virgen.

Sobre las doce de la noche, vinieron a buscarlos, les transportaron en un camión por la carretera general de Andalucía. Muy cerca de Dosbarrios, en el Km. 67, entre las poblaciones de La Guardia y Ocaña, les hicieron bajar; eran las dos de la mañana del 12 de septiembre. Camino del martirio fueron cantando y rezando y, Francisco, en medio de ellos, con los brazos en alto. Los milicianos le dijeron: “Ahí está tu padre” y, aunque efectivamente era verdad, porque días antes le habían matado a medio kilómetro, él les contestó: “Os equivocáis, mi padre está en el Cielo”. Indignados, se burlaron: ¿Y aún estás alegre? Imaginándose lo que todavía quedaba, les pidió por favor le permitieran ser el último para ayudar a morir bien a sus hermanos en Cristo. Les dejaron casi sin ropa y, según testigos, les dieron una descarga de piernas para abajo. Y, a continuación, todos fueron pasados a cuchillo.
 
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