Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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III Domingo de Pascua

por Al partir el pan

Hechos de los Apóstoles 3,13-15.17-19; 1 Juan 2, 1-5; Lucas 24, 35-48

«¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy Yo en persona. Palpadme»
«Me pongo en guardia para desterrar de mí esa búsqueda egoísta de mi felicidad. Sí, lo tengo claro, sé muy bien que no seré tan feliz como cuando haga a otros felices
»
 
No siempre me resulta tan fácil saber lo que tengo que hacer en cada situación. Desconozco la palabra oportuna. Deseo hacer algo y no lo hago. Callo cuando quizás quisiera hablar. ¿Debo hacer esto o lo otro? Dudo. Y la duda se convierte en incertidumbre. Lo que está bien. Lo que está mal. Lo que debe ser hecho y lo que no. Lo correcto. Lo incorrecto. Es más fácil aconsejar a un tercero que decírmelo a mí mismo y hacerlo. A veces pido consejo pero no encuentro la respuesta. Me gustaría que como un rayo Dios me mandara por escrito los siguientes pasos a dar en mi vida. Tal vez lo hace. Y yo no escucho. Una persona me comentaba lo que alguien le aconsejó un día: «Me dijo que hiciera lo que me diera la gana, que él también estaba harto de todo, y que creía que lo mejor de todo era hacer lo que le viniera en gana. Olvidarse de lo que piensen los demás y dedicarse a disfrutar de la vida. Aunque eso no fuera lo más correcto. Que estaba harto de que la gente le dijera lo que estaba bien o mal. Que iba a pasar de todo, e iba a hacer todo aquello que le habían censurado en muchos momentos de su vida». Me impresionó su discurso. Tal vez porque lo he oído muchas veces. Incluso yo mismo he querido hacerlo mío en momentos de dolor, de angustia, de rabia, de cansancio. Porque no siempre lo que deseo es lo que corresponde hacer. O no es el lugar en el que estoy el que responde al anhelo de mi alma. Y entonces me veo en lugares donde no deseo estar. O haciendo justamente aquello que no quería. Y también siento la tentación de tirar por tierra todo lo andado. Y desandar un par de etapas del camino. Volver atrás. O buscar otro camino posible, una alternativa viable. ¿Qué es lo que Dios quiere? Me pregunto cien veces en el silencio del alma adentrándome a ciegas en lo enmarañado de mi interior. Buscando respuestas claras. Pero no obtengo certezas. Sólo la intuición que me permite dar un paso más. El siguiente. Eso basta. En la misma dirección por la que van mis pasos. Con temor y temblor. Y con la única seguridad de un amor de Dios que me sostiene en medio de mis dudas. Él va en mi barca justo en medio de la tormenta. Sí. Justo ahí. Donde comienzan las sombras. En ese lugar escondido viene a darme paz Jesús poniendo un poco de calma. Me ama como soy. Y eso me da tanta paz. No sé si todos mis pasos serán los correctos. Pero si sé que en mi fragilidad Jesús me mira, me ama, se detiene y me anima. Me veo frágil y noto su mirada sobre mí. Una persona rezaba así: «Quiero, Jesús, que nunca desprecies mi carne pobre. Sé que no lo haces. Yo sí lo hago. Y me siento tan mal mirándome así. Es así precisamente como Tú más me quieres. Siento tu mirada acariciar mi piel. Meterse en mis llagas. Vendar mis heridas. Y noto lentamente como un calor extraño que va calmando el ansia. Y el fuego que tengo dentro sale por todas las heridas de mi piel. Quiero quemar el mundo. Es el fuego de un amor que me supera porque es imposible. Y al mismo tiempo me hace capaz de amar así a los que me traes cerca. Que nadie sienta nunca, Jesús, que mi mirada es la de un juez iracundo que se atiene solo a la norma. Que puedan ver en mí la mirada de hombre herido que ya sólo es capaz de amar con un amor compasivo. Es lo único que quiero». Me gusta esa forma de mirar la vida. Desde le herida, como un hombre herido. Como aquel que ha tocado la derrota y se ha vuelto a levantar. No para clamar venganza. Sino para dar misericordia. Esa forma de levantarse de Jesús desde el sepulcro vacío me sigue impresionando. ¿No temerían los que lo mataron algún tipo de venganza? Y cuando eso no sucedió. ¿No pensarían que era todo mentira, un fraude, un montaje hecho por hombres? En mi cabeza tan humana sólo cabe el deseo de triunfo después de la derrota. En los mismos términos. Pero Jesús no se aparece para clamar venganza. Sino para abrazar a sus amigos heridos dándoles fuerzas para los siguientes pasos. Los sostiene en medio de sus dudas. Eso hace conmigo. Cuando dudo. Cuando no tengo todas las respuestas. Cuando tropiezo con mis mismas piedras y me confronto con mi fragilidad. No sé bien qué tengo que hacer a cada hora. Pero decido hoy que no quiero hacer lo que me dé la gana. No quiero dejar que mis deseos señalen el camino. Ni pretendo satisfacer los anhelos más ocultos de mi alma. No. Me pongo en guardia para desterrar de mí esa búsqueda egoísta de mi felicidad. Sí, lo tengo claro, sé muy bien que no seré tan feliz como cuando haga a otros felices.

Me asombra siempre la mezcla de la tristeza y la alegría. Del estupor y la esperanza. Del miedo y el valor. Son los opuestos que suceden al mismo tiempo. Un niño le pregunta a su padre: «¿Un hombre puede ser valiente cuando tiene miedo?». Y su padre le responde: «Es el único momento en el que se puede ser valiente». Tal vez en esos extremos se juega la vida. Son pasiones opuestas. Tensiones que se encuentran. En un mismo momento se acarician los opuestos. Se rozan el miedo más salvaje y el valor más grande. La tristeza más profunda y la alegría más sublime. Es por eso que no me gustan las medias tintas. Ni la tibieza. Prefiero los superlativos, los extremos. No me gusta una vida llena de diminutivos. Elijo las exclamaciones antes que los susurros que adormecen. Prefiero una entrega total que un miedo absoluto a entregar la vida. Jesús se aparece y despierta en el alma los opuestos. ¿Un fantasma? Estupor. Miedo profundo. Y una alegría desproporcionada. Un valor inhumano. El paso de uno a otro a la velocidad del viento. Un rostro que no es exactamente el mismo. Pero sí lo son sus heridas, sus palabras y sus gestos de amor. Lo reconozco. Conoce mi nombre. Me recuerda mi historia sagrada. Y entonces las sombras de la tristeza desaparecen. Sé que a veces el dolor no me deja ver más allá. Como si Dios me dijera: «Cuando todo lo que puedes ver es tu dolor, quizá me pierdes de vista a mí»[1]. Atrapado por el miedo a sufrir, no logro mirar lejos. Amargado por el dolor que me hiela el alma, me ahogo en mi sangre. «El dolor tiene poder para cortarnos las alas e impedirnos ser capaces de volar»[2]. El dolor me hunde. Me ciega. No me deja relacionarme. Atarme a otros. «No es fácil dar solución a tu dolor. Créeme: si lo fuera, lo haría en este momento. Pero no tengo una varita mágica que pasarte encima para que todo sea mejor. La vida implica un poco de tiempo, y mucho de relación»[3]. Mi dolor es una losa que cierra mi sepulcro vacío y me aísla del mundo. Y vago sin esperanza. Pero también sé que el dolor y el sufrimiento me dejan ver que estoy vivo: «El sufrimiento y el dolor indican que estamos vivos. Hay que aceptar el sufrimiento y acogerlo en silencio. Sé que es difícil mantenerse en pie ante el sufrimiento y asumirlo»[4]. Le pido a Jesús que levante esa losa. Quiero pasar de un extremo al otro. De la tristeza que me paraliza a la alegría que me da alas. De la oscuridad sin esperanza a la luz llena de optimismo. De la soledad a la comunión. Quiero que Jesús vivo sea quien me sostenga en medio de mi camino. Quiero aprender a caminar con mis dolores y sufrimientos aceptándolos. Confiando en que Jesús se aparece en mi vida para calmar mi sed. Quiero reconocerlo. Y si no lo hago, fiarme de los que sí lo ven: «Es el Señor». Me dicen. Yo tantas veces no lo veo. Y por eso me quedo encogido, aterido, quieto, mudo, solo. Y no salgo de mis miedos. No venzo mis ataduras. Necesito una mirada más profunda que penetre la superficie de las cosas. «Está vivo. Es Él». Quiero verlo en lo que me sucede cada día. Son tantas cosas las que dejo pasar. Me quedo sólo en lo que me falta. En lo que no tengo. En mi dolor que me ciega. En mi sufrimiento que me pesa. Quiero pasar de un extremo al otro. De la tristeza honda a la alegría liviana. Es el camino que más deseo. Necesito más fe para ver a Jesús oculto en medio de mis días. En lo cotidiano donde viene a decirme que me quiere. Y yo me despisto pensando sólo en lo que tengo que hacer. En mis planes. En mis cálculos humanos. No distingo a Dios oculto bajo la piel humana. En la carne que no resplandece. Y es demasiado vulgar, como la mía. Jesús come como yo. Es el mismo. Pero es distinto. Ha vuelto del lugar de los muertos. Estaba muerto y ahora vive. Todos lo vieron morir. Pocos lo ven ahora vivo. Como hoy en mi camino. Muchos me hablan de su muerte. De su ausencia. De su impotencia. No ven los signos de resurrección. Sólo ven los signos de desesperanza, de terror, de angustia. ¿Dónde está viva la esperanza? Lo busco entre las sombras levantando la losa de mi dolor. Hay un paso estrecho entre los extremos. Se me olvida. Entre la tristeza y la alegría. Entre el miedo y el valor. Entre el odio y el amor. Camino por esa cuerda floja que divide los opuestos. La cruzo. Me inclino por el bien, por la luz, por la esperanza. Miro a Jesús y lo veo. Y todo se llena de una luz nueva.

Muchas veces me debato en búsqueda de la decisión correcta. La elección entre dos bienes igual de valiosos. Se mezclan emociones, miedos, deseos, sueños, frustraciones. No sé si siempre elijo bien. Esta semana en la fiesta de la Anunciación miraba a María decir que sí a Dios. Con sencillez. Venciendo sus miedos tan humanos. Poniéndose en camino hacia el abrazo de Dios. Ese sí sencillo de Nazaret. Ese sí repetido tantas veces por Ella en medio de la noche. Especialmente su sí al pie de la cruz. ¡Qué difícil abrazar a Jesús muerto! ¿Qué debo elegir? Entre dos bienes. ¿Qué elijo? Ante las insistencias de los hombres. Cuando me quieren convencer de los pasos que tengo que dar. ¿Cómo saber lo que Dios quiere? Hoy grito: «Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor». Parece tan sencillo y no lo es. La luz de su rostro que ilumine mis pasos y me permita saber lo que Él quiere. ¿Será siempre la decisión correcta? No lo creo. Quizás no importa tanto como a veces pienso. Me obsesiono con la decisión imposible. La elección entre dos bandos. Entre dos mundos. Entre la oscuridad y la luz. La mayoría de las veces es el claroscuro lo que palpo con mis manos. Hoy escucho: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el justo». Yo quisiera no pecar. Quisiera elegir siempre lo que me da paz y poder rezar: «En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque Tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo». Pero a veces vivo turbado, con miedo a equivocarme, ansioso, con angustia. «¿Qué quieres de mí, Jesús?». Me da miedo equivocarme. Miro a Jesús en medio de mi noche. Le busco. El otro día vi una película que me ha acompañado estos días: Pablo de Tarso. Lucas lo visita en la cárcel de Roma tratando de recoger por escrito las certezas de su vida. La certeza de ese encuentro con Jesús que lo cambió para siempre. De Saulo el perseguidor. A Pablo el converso. Es la certeza que necesita esa comunidad cristiana de Roma amenazada de muerte en tiempos de Nerón. No buscan a Pablo. Buscan a ese Dios en el que cree Pablo. Es la certeza de mi vida también. Ese Jesús que me llamó en mi camino propio a Damasco, o a Emaús. Me buscó y me dijo que me quería. Como a Pablo. Gritó mi nombre. Me llamó. Ante esa certeza muchas cosas dejan de ser tan importantes. Y es entonces más fácil optar por Dios. Seguir sus pasos. Aunque no siempre sean fáciles las decisiones. La película muestra el ambiente de Roma. Los cristianos son perseguidos. Sus casas quemadas. Se esconden con las puertas cerradas como los discípulos por miedo a ser descubiertos. Tienen miedo a morir. Pero cuando les toca enfrentar la muerte, confían y mueren mártires. Es esta la semilla de nuevos cristianos. Las palabras de Pablo dan esperanza a los vivos. Tengo claro que estoy construyendo para la eternidad. Eso es lo que cuenta. En un momento de la película, Lucas, para salvar a la hija enferma de un romano, necesita sus medicinas. Sabe que poner en conocimiento de este hombre el paradero de los cristianos escondidos es un riesgo excesivo. Sus medicinas están allí. Él corre el riesgo para salvar a la hija de un pagano. Eso sólo lo puede hacer un cristiano. Un amor que supera lo razonable, lo prudente, lo justo, lo exigible. Un amor que no tiene límites. El testimonio de un amor así es el que convence y enamora. El amor egoísta lo conozco muy bien. Es el amor del que ama porque espera recibir amor a cambio. Mi amor pobre y mezquino lo toco cada día. Sé muy bien los límites que palpo a menudo con mis dedos. Conozco el miedo que tengo a no hacer las cosas bien y a fallar. El miedo al rechazo. El miedo a ser herido si amo con toda el alma y lo arriesgo todo por un amor aparentemente inútil. ¿Merece la pena arriesgarlo todo así? Decía el P. Kentenich: «¿Qué quiere Dios? Les digo con toda sencillez, y no sé si me creerán, que en mi vida jamás supe de ambición. Si yo hubiera sido ambicioso, jamás me habría atrevido a aspirar a esa meta. Porque uno se arriesga a algo así sólo cuando está muy desasido de uno mismo, y sólo se dice una cosa: - El ángel del Señor anunció a María»[5]. Puedo arriesgarlo todo cuando estoy desasido de mí mismo. Cuando me he desprendido de mi ambición, de mi avaricia, de mis pretensiones, de mis planes. Un amor así me conmueve. Es el amor de Jesús desde la cruz. El amor de Pablo desde la cárcel antes de morir. El amor de los mártires enfrentando la muerte. O el amor de Lucas arriesgándolo todo por salvar a una niña desconocida, pagana. El amor por un extraño. No por un próximo. No por alguien que ha dado su vida por mí. Un amor así de grande viene de Dios. Me conmueve. Quiero elegir movido por el amor. Quiero elegir bien. El P. Kentenich arriesgó mucho siempre. Comenta: «O si pienso en una segunda frase: Es tremendo lo que usted ha arriesgado en su vida. Y ciertamente fue así. De hecho, arriesgué muchísimo. ¿Por qué arriesgué tanto? Porque estuve tan profundamente arraigado en el otro mundo. Realmente en el otro mundo con los criterios del otro mundo. Arriesgué muchísimo. Porque mi alma se identificó más y más con Dios»[6]. Puedo arriesgarlo todo cuando no tengo mis seguridades puestas en la tierra, sino en el cielo. Cuando me he negado a mí mismo para seguir a Jesús. Entonces me siento más libre para responder sin ataduras a sus más leves deseos. Pero no es tan fácil vivir así de entregado a Dios. Así de libre. Me ato a menudo a mis deseos y busco lo que pienso que me hará feliz. Tomo mis decisiones condicionado. O no sé bien qué decidir y voy dando rodeos. Y no asumo las decisiones como vienen. No sé decir sí o no. Simplemente espero a que pase la vida. O el tiempo. O sea ya muy tarde para decidir. Me gustaría saber decir que sí como María. Aprender a elegir lo que Dios quiere. Lo que Él desea. Pido esa luz que me muestre el camino. No creo que deje de pecar nunca. Jesús me regala su misericordia y eso me da esperanza. Quiero buscar sus más leves insinuaciones. En lo que me sucede. En las personas que me preguntan. En lo que me va mostrando Dios en mis pasos. Aunque decidir suponga arriesgar. No importa. Lo asumo. Lo arriesgo.

Me gusta mirar a los discípulos de Emaús que cuentan lo ocurrido a los otros diez cuando regresan: «En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan». Contarían con entusiasmo ese encuentro con Jesús en medio de su pesar. Contarían cómo regresaban a sus casas, a su hogar tranquilo, llenos de pena. Habían dejado atrás sus sueños de verdad, de grandeza, sus deseos de cambiar el mundo. Volvían a su aldea de Emaús. Estaban tristes y un peregrino salió a su encuentro. Jesús fue a buscarlos en el camino y se colgó de nuevo a sus vidas. No los dejó marcharse. Quiso darles un sentido, una razón para seguir creyendo. Me conmueve siempre ver el amor de Jesús. Ese amor que no se detiene, no se olvida, no abandona. Se pone en camino siguiendo mis pasos cuando me alejo de Él. Me detiene cuando yo no quiero saber nada de sus planes. Se empeña en decirme la verdad cuando yo prefiero vivir tranquilo en medio de mis mentiras mediocres. No quiere que me pierda para siempre. Y luego comparte conmigo el pan. Para que descubra en sus manos el amor más grande. Para que vea brillar su luz al partir yo mi pan. Sale a mi encuentro. Me busca. Y yo lo reconozco. ¡Qué difícil reconocerlo a veces! Vivo pendiente de tantas otras cosas más visibles. Sólo en Emaús se dieron cuenta. Y yo en mi vida tantas veces tengo que detenerme para darme cuenta de que es Él quien me abraza. Y entonces vuelvo entusiasmado a la vida. Vuelvo al lugar del que me alejé un día sin esperanza. Ahora ya le he encontrado sentido a mi vida y puedo contarlo. ¿Cuándo vino Jesús por mi espalda a buscarme en el camino? ¿Cuál es mi historia de conversión, de amor? ¿Le he contado a muchos con entusiasmo cómo Jesús no me olvidó y me siguió por los caminos? Es lo que hacen hoy en el cenáculo. Están reunidos contando lo que les ha pasado. Recuerdan su torpeza para reconocer su rostro. No lo veían. ¿No es verdad que yo a menudo tampoco sé ver el rostro de Jesús? Vivo enredado en mis tristezas, en mi dolor, en mis miedos. Y no veo con claridad. Estaban recordando su historia cuando Jesús vuelve a aparecerse de improviso: «Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: - Paz a vosotros. Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma». El miedo, la sorpresa, la ansiedad. No saben si es Jesús o un fantasma. En medio de la alegría y la tensión del momento aparece de nuevo y tampoco lo reconocen. Y Jesús, al llegar, de nuevo les da su paz. Es la paz el signo propio del resucitado. Es lo que Jesús entrega cuando llega. Ha vencido a la muerte y vive para siempre. Tiene paz y entrega lo que hay en su corazón. Yo a veces pierdo la paz. Vivo con ansiedad mis obligaciones. Voy corriendo de un lado a otro tratando de encontrar solución a todos los problemas del mundo. Queriendo que todo esté en su lugar. Deseo contentar a todos los que me exigen. Quiero ser el primero en todo lo que hago. Quiero ser sobresaliente. Me lleno de miedos, de ansiedades, de angustias. No avanzo. No logro estar a la altura que yo mismo me exijo. S. Pablo era capaz de decir que se gloriaba en sus debilidades. Yo no soy a veces ni siquiera capaz de reconocer mis puntos débiles. Los tapo. Los callo. Los escondo. Me da miedo que otros me conozcan como soy y se alejen de mí escandalizados. O me traten de acuerdo a mi debilidad. Me asusta no estar a la altura y decepcionar a los que tienen expectativas puestas en mí. Necesito ser capaz de descubrir el rostro de Jesús para recuperar la paz y la alegría. Para hacer frente a esos sentimientos que a veces me invaden y me turban: «¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?». Cuando huye la luz de mi rostro y se aleja de mí, pierdo la paz. Brotan la angustia y el miedo. Me invade la tristeza. Necesito detenerme y buscar el rostro de Jesús cerca de mí, buscándome por el camino cuando me pierdo en mis tristezas. Y en ese espacio de oración, en ese lugar sagrado y hondo dentro de mi alma, cuando me callo y hago silencio, y miro y contemplo, allí reobro la paz. Como decía el cura de Ars: «Nuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. Es una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura. Es como una miel que se derrama sobre el alma y lo endulza todo. Se funden las penas como la nieve ante el sol»[7]. Las tristezas se funden como la nieve con el sol. Las tristezas al mirar su rostro y quedarme en silencio. Entregando lo que me pesa y angustia. Dejando al lado mi ansiedad. No lo hago todo bien. No puedo llegar a todo lo que el mundo me exige. No puedo cumplir con todas mis responsabilidades. Puedo fallar. Puedo caer. Me lo permito. No pasa nada. Jesús está esperándome en mi camino. No sólo eso. Me busca. Me abraza por la espalda. Entra en mi corazón con las puertas cerradas y clama: - Te doy la paz. Y yo me lleno de esperanza. Viene hasta mí y no me deja solo. Esa certeza me consuela. Su paz es para siempre. Es más fuerte que mis miedos y pesares. Más grande su alegría que mi pena. Sonrío. Me lleno de su luz. Y espero que el cielo llene mi tierra.

Jesús come delante de ellos: «Mirad mis manos y mis pies: soy Yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que Yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: - ¿Tenéis ahí algo que comer? Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos». El cuerpo glorioso de Jesús. Espíritu y carne se unen en Jesús. Mi cuerpo en su cuerpo. Resucitaré con mi cuerpo mortal que será ya glorioso. Venceré la muerte que llevo dibujada en la tierra. Volveré a la vida eterna con mis heridas grabadas, con el eco de mi historia personal. En la película Pablo de Tarso se muestra cuando Pablo llega al cielo y se encuentra con aquellos a los que él en un momento de su vida persiguió y mató. Cuando todavía no había conocido a Jesús. Esa imagen es conmovedora. Durante su vida terrena esa herida de su vida pasada le dolería en lo más hondo. ¿A cuántas personas mandó matar? Esos rostros, esa sangre derramada, le perseguirían durante muchas noches de insomnio. Pero al llegar al cielo, se acercan hasta él y lo abrazan. Lo perdonan. Así será el cielo. En ocasiones sufro tanto por mis errores pasados. Vuelvo a ellos en noches de insomnio. Tal vez pienso que son los otros los que no me perdonan. Pero no es verdad. Soy yo el que no me perdono. A veces pienso que ser fiel es hacerlo todo bien. Decir la palabra oportuna. Guardar el silencio correcto. Tener el gesto adecuado. Mostrar la sonrisa que consuela. Dar el abrazo que calma las ansias. Y luego yo mismo en mi torpeza hiero y hago daño. Y mato creyendo incluso que es lo que Dios me pide, como Pablo de Tarso. Me equivoco y guardo en el corazón las heridas de mis actos desafortunados. En la vida eterna me espera un amor que me ama para siempre. Un amor que me perdona. Y me dice que no pasa nada. Y veré entonces los rostros que he despreciado. Que he perseguido. Que he herido. Estarán esperándome para darme un abrazo. Mis heridas llenas de luz. Mis errores llenos de amor. Es verdad, no consiste en hacerlo todo bien. Sino en sentir que tengo que pedir perdón una y otra vez. Y arrodillarme suplicando misericordia. Me gusta implorar misericordia. Así podré ser yo misericordia para otros. Miro a Jesús que come con sus discípulos. Come, tiene hambre, es humano. Jesús está totalmente presente. En su espíritu y en su carne. Está presente en medio de los suyos. Está ahí a su lado en ese momento presente. En ocasiones creo que la plenitud de mi vida espiritual llegará cuando consiga prescindir de mi cuerpo y matar todo sentimiento humano. Así, en actitud contemplativa, no sentir, no pensar, no sufrir. Pero Jesús come. Tiene hambre. Ha resucitado y tiene cuerpo. En ocasiones pienso que prescindir de mi cuerpo y mis necesidades es el camino para estar más cerca de Dios. Separo. Divido. Rompo. Quiero alejar de mí lo más humano. Jesús asumió mi carne. Se hizo carne. No fue un fantasma. No era sólo espíritu. Eso me conmueve. Necesita comer. Se deja tocar y toca. Abraza. Ha devuelto a mi carne una dignidad perdida. No sé por qué asocio inconscientemente la santidad al espíritu y el pecado a la carne. Como dos polos opuestos entre los que se debate mi lucha por hacer el querer de Dios. Polos irreconciliables. Me equivoco. «La separación entre naturaleza y gracia, cuerpo y espíritu, razón y sentimientos, es siempre una forma de abjurar de la encarnación»[8]. No puedo dejar mi carne atrás. Dios me salva desde mi humanidad, desde mi vida, aunque a veces me pese y piense que en espíritu seré más liviano, más etéreo. Busco negar mis pasiones, ocultar mis instintos, tapar mis pulsiones. Como queriendo renunciar al cuerpo como esa cárcel que me impide ser santo. Y Jesús viene hoy a pedirme de comer. Viene a decirme que nada de lo humano le es ajeno. Que me ama íntegramente y me llama a ser feliz desde mi carne mortal que sueña con ser eterna. Decía S. Cirilo: «Pues así como el hierro unido al fuego produce los efectos del fuego, así la carne, una vez unida al Verbo que da vida a todas las cosas, se hace también vivificadora y expulsiva de la muerte». El fuego del Espíritu está llamado a vivificar mi carne. Dios quiere abrazarme y llevarme a vivir a su lado. Pero con los pies en la tierra y el corazón anclado en lo más hondo de Dios. Teilhard de Chardin procuró reconciliar la fe en el cielo y el amor apasionado a la tierra: «El mundo, este mundo palpable al que tratamos con la indiferencia y falta de respeto con las que trataríamos a un lugar profano, este mundo es un lugar sagrado, y no lo sabíamos»[9]. No quiero vivir desencarnado. Huyendo de mi tierra. Temiendo al mundo y a mi carne. Hoy miro a Jesús que viene a mí para comer conmigo. Me pide de comer. Me quiere en mi contingencia humana. En mi fragilidad. En mi necesidad. En mis límites y pasiones. En mis caídas y actos sublimes. Viene a mí. No para salvarme sin cuerpo. Sino para abrazarme en mi carne y en mi fragilidad humana.

Jesús cumple lo prometido. Las promesas de Jesús estaban vivas en el corazón de sus discípulos. Caminaron tres años a su lado llenando el corazón de promesas. Contaban con sus dudas y sus miedos. Pero confiaban en la presencia poderosa de Jesús a su lado. Cuando lo pierden, tiemblan. Parece que no serán realidad tantas promesas. Dudan y temen: «Él les dijo: - ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior?». Las dudas son parte del camino. Camino en medio de las dudas. Quiero llegar al final de mi camino y me entran los miedos y las dudas. Así es en la vida. Dudo. ¿Será todo cierto? ¿Se harán realidad todas las promesas que Jesús me ha hecho? Siempre se dice que lo prometido es deuda. Por eso yo a veces temo prometer lo que no sé si podré cumplir. Y no prometo para no generar falsas ilusiones. No me comprometo. Yo sé que no siempre puedo hacer realidad lo que quiero, lo que deseo. Para mí y para otros. Soy débil, incapaz y pobre. Pero Jesús todo lo puede. Les prometió a los suyos el reino. Ya estaba presente. Pero ahora estaban solos y Jesús no estaba. Tiemblan. A mí también me ha prometido la plenitud, la felicidad, el ciento por uno. ¡Cuántas veces me quejo pensando que no hace realidad sus promesas! Me ha dicho que seré feliz. Pero no se hace realidad el camino que pienso mejor para mí. ¿Qué quiere Dios de mí? Dios tiene sus planes y sus tiempos. No coinciden a menudo con los míos. Yo tengo más prisa. Lo quiero todo ya, aquí, ahora, a mí manera. Quiero ser feliz ahora mismo. Para Dios es distinto. En Él no hay tiempo. Quizás tengo que pensar más cómo Él, no como los hombres. Los discípulos pensaron como hombres y vieron que nada de lo prometido se había hecho realidad en sus vidas. Seguían siendo un pueblo oprimido. Estaban nublados por su pena. Angustiados por la desolación. Jesús viene ahora a ellos para llenarlos de luz, para darles su paz. Está vivo. Hay esperanza. Y les muestra el sentido de su vida basándose en las Escrituras. En Jesús se cumple todo lo que dice la palabra de Dios. Se cumplen en Él todas las promesas. Y en mi vida todas sus promesas: «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse. Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras». Jesús les muestra con claridad el sentido de su propia vida, de su muerte y de su entrega aparentemente inútil. De repente entienden algunas cosas. Se abre el entendimiento. En Pentecostés el Espíritu Santo les revelará más misterios. Y lo comprenderán todo. Pero aun así la vida no es claridad absoluta. Cuento en mi camino con vivir en el claroscuro de la fe. Como me recuerda el P. Kentenich: «Cuanto más abracemos con fe y actitud sobrenatural las cosas que no podamos entender, tanto más seremos auténticos cristianos»[10]. No tengo certezas absolutas que todo lo iluminan. No sé todo lo que me conviene, ni lo que es mejor para que la luz de Jesús brille entre los hombres. Tengo dudas y miedos. No me libró de caminar en la fe. Abrazado a Jesús. Sin comprender tantas cosas. Es el camino de mi fe. Con dudas y miedos. Pero con una certeza: Dios me ama. Jesús viene a mi vida a comer conmigo, a vivir a mi lado, a amar dentro de mí. Creo en sus promesas. Nunca falla. Por eso confío en que un día todo será pleno en mí. No me desanimo ni pierdo la esperanza.
 

[1] Young, Wm. Paul, La Cabaña: Donde la tragedia se encuentra con la eternidad
[2] Young, Wm. Paul, La Cabaña: Donde la tragedia se encuentra con la eternidad
[3] Young, Wm. Paul, La Cabaña: Donde la tragedia se encuentra con la eternidad
[4] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[5] J. Kentenich, Conferencias de Sion, 1965
[6] J. Kentenich, Retiro a los Padres de Schoenstatt 1966
[7] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[8] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[9] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[10] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
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