Viernes, 29 de marzo de 2024

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Roma, 1999. San Juan Pablo II (9)

por Victor in vínculis

1999 será el año de las primeras canonizaciones de los mártires de la persecución religiosa española. Pero, en vísperas del gran Jubileo del año 2000, un número crecido de mártires subirá a los altares: en la primera de las seis ceremonias, el 7 de marzo de 1999, el Papa beatifica a Vicente Soler, sacerdote agustino recoleto (18641936) junto a siete compañeros. Beatifica además a Manuel Martín Sierra, sacerdote diocesano (18921936), párroco de Motril.
 

9. HOMILÍA DE SAN JUAN PABLO II DEL 7 DE MARZO DE 1999
[…]
2. Los santos son los «verdaderos adoradores del Padre»: hombres y mujeres que, como la samaritana, han encontrado a Cristo y han descubierto, gracias a Él, el sentido de la vida. Han experimentado personalmente lo que dice el apóstol Pablo en la segunda lectura: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm 5, 5).

También en los nuevos beatos la gracia del bautismo dio plenamente su fruto. Hasta tal punto bebieron en la fuente del amor de Cristo, que fueron transformados íntimamente, y se convirtieron a su vez en manantiales desbordantes para la sed de muchos hermanos y hermanas suyos que encontraron a lo largo del camino de la vida.

3. Hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios (...) y nos gloriamos apoyados en la esperanza de los hijos de Dios (Rm 5, 1-2). Hoy la Iglesia, al proclamar beatos a los mártires de Motril, pone en sus labios estas palabras de san Pablo. En efecto, Vicente Soler y sus seis compañeros agustinos recoletos, y Manuel Martín, sacerdote diocesano, obtuvieron por el testimonio heroico de su fe el acceso a la «gloria de los hijos de Dios». Ellos no murieron por una ideología, sino que entregaron libremente su vida por Alguien que ya había muerto antes por ellos. Así devolvieron a Cristo el don que de él habían recibido.

Por la fe, estos sencillos hombres de paz, alejados del debate político, trabajaron durante años en territorios de misión, sufrieron multitud de penalidades en Filipinas, regaron con su sudor los campos de Brasil, Argentina y Venezuela, fundaron obras sociales y educativas en Motril y en otras partes de España. Por la fe, llegado el momento supremo del martirio, afrontaron la muerte con ánimo sereno, confortando a los demás condenados y perdonando a sus verdugos. ¿Cómo es posible esto? -nos preguntamos-, y san Agustín nos responde: «Porque el que reina en el cielo regía la mente y la lengua de sus mártires, y por medio de ellos en la tierra vencía» (Sermón 329, 1-2).

¡Dichosos vosotros, mártires de Cristo! Que todos se alegren por el honor tributado a estos testigos de la fe. Dios los ayudó en sus tribulaciones y les dio la corona de la victoria. ¡Ojalá que ellos ayuden a quienes hoy trabajan en España y en el mundo en favor de la reconciliación y de la paz!
[…]

6. Amadísimos hermanos y hermanas, demos gracias a Dios por el don de estos nuevos beatos. Ellos, a pesar de las pruebas de la vida, no endurecieron su corazón, sino que escucharon la voz del Señor, y el Espíritu Santo los colmó del amor de Dios. Así, pudieron experimentar que la esperanza no defrauda (Rm 5, 5). Fueron como árboles plantados junto a corrientes de agua, que a su tiempo dieron abundantes frutos (cf.  Sal 1, 3).
 
Por eso, hoy, al admirar su testimonio, toda la Iglesia aclama: ¡Señor, tú eres de verdad el salvador del mundo, tú eres la roca de la que brota el agua viva para la sed de la humanidad!

Danos siempre, Señor, esta agua, para que conozcamos al Padre y lo adoremos en espíritu y verdad. Amén.
 

El beato Vicente Pinilla, que morírá con 66 años, en una foto de su etapa filipina.

Del DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II A LOS FIELES QUE HABÍAN VENIDO A ROMA PARA LA BEATIFICACIÓN
Lunes 8 de marzo de 1999

Con gusto acojo hoy a los miembros de la orden agustina recoleta, así como a los demás peregrinos que, acompañados por sus obispos, han venido hasta Roma desde Andalucía, lugar del martirio de los ocho nuevos beatos, y desde las demás tierras de España. 

Al hablar de «martirio» recordamos un drama horrible y maravilloso al mismo tiempo: horrible por la injusticia armada de crueldad que lo provoca; horrible también por la sangre que se derrama y por el dolor que se sufre; maravilloso, sin embargo, por la inocencia que dócil y sin defenderse se rinde al suplicio, dichosa de poder testimoniar la verdad invencible de la fe. La vida muere, pero la fe triunfa y vive. Así es el martirio. Un acto supremo de amor y fidelidad a Cristo, que se convierte en testimonio y ejemplo, en mensaje perenne para la humanidad presente y futura.

Así fueron los martirios de los siete religiosos agustinos recoletos y del párroco de Motril. Murieron como siempre habían vivido: entregando cada día su vida por Cristo y por los hombres, sus hermanos. Son conmovedores los relatos del martirio, especialmente el del anciano padre Vicente Soler, que había sido prior general de la orden. Encarcelado, confortaba a los demás detenidos diciéndoles que en las misiones había estado en circunstancias aún peores y el Señor siempre lo había ayudado. Héroe de la caridad, quiso ofrecerse en lugar de un padre de familia condenado a muerte, y llegado el momento último encomendó a la Virgen de la Cabeza, patrona de Motril, la suerte de todos los condenados. ¡Que los nuevos beatos mártires acompañen el caminar de la Iglesia, que trabaja y sufre por el Evangelio, y favorezcan el florecimiento de una nueva primavera de vida cristiana en España!

 
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