Viernes, 29 de marzo de 2024

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¿Qué hacía Pío XI en 1936? (y 2)

por Victor in vínculis


[Tomado de la novela histórica Toledo, ciudad mártir. 1936
págs. 1317 (Toledo 2008)]


Apenas transcurrido un mes desde el inicio de la guerra, confirmada con datos precisos la realidad martirial en la zona republicana de España, el Papa se apresuró, el 22 de agosto, a conceder a los sacerdotes seculares y regulares en la parte de España donde se producía la persecución, una excepcional gracia digna de las catacumbas: la de "celebrar el Santo Sacrificio sin ara sagrada, sin vestidos sagrados y usando, en lugar de Cáliz, un vaso decente de cristal". Para su debida divulgación, tal gracia fue comunicada en nombre del Papa al Superior General de los PP. Claretianos, el Padre Felipe Maroto, por medio del Cardenal Eugenio Pacelli. A su vista, estaban todavía las notas autógrafas del comunicado en que añadía preciosas palabras para los perseguidos:
 
Su Santidad, que con el corazón está junto a esos sus afligidos hijos, que con sus padecimientos y con su sangre están escribiendo una página gloriosa en la Historia de la Iglesia, les envía a ellos y a los fieles que juntamente sufren, una especialísima Bendición Apostólica que les consuele y les fortifique.

14 de septiembre, Palacio veraniego del Papa
 
Habían transcurrido tres semanas de aquello. Ahora el Papa concedía una audiencia a un grupo de unos 500 españoles, presididos por los obispos de Cartagena, Monseñor Miguel de los Santos Díaz Gómara; de Vic, Monseñor Juan Perelló y Pou; de Tortosa, Monseñor Félix Bilbao Ugarriza; y de Seo de Urgel, Monseñor Justino Guitart Viladerbó. Junto a ellos, los sacerdotes, religiosos y seglares prófugos se encontraban en la pequeña plaza situada enfrente de la Residencia pontificia. Curiosamente, durante el movimiento por la unidad italiana, después de 1870, este sitio había sido rebautizado como Plaza de la Libertad.
 
Lo que se veía, al correr las cortinas desde las estancias vaticanas, era una escena sobrecogedora: los españoles llegaban lívidos todavía, angustiados, como aturdidos. Iban vestidos con ropas prestadas, que a muchos les caían grandes y les daban un cierto aspecto fantasmal; habían visto la muerte muy de cerca, pero venían cantando el “Reinaré en España”, como en una auténtica peregrinación. Era emocionante ver aquello.
 
La Secretaría de Estado había hecho preparar e imprimir una traducción oficiosa española de la alocución, de la que fue entregado un ejemplar a cada uno de los asistentes. Algunos lo doblaban con delicadeza mientras lo guardaban como si de una reliquia se tratase… Embargados por la emoción, se disponían a escuchar las palabras del Papa. Dando un vistazo rápido a las hojas que recogían la alocución, enseguida se percataron de que ni una sola vez aparecía la palabra comunismo... Sin embargo, los ejemplos citados -Rusia, China, Méjico…- eran lo suficientemente expresivos: con la tragedia de esos países alineaba el Papa lo que estaba sucediendo en España.
 
 
Por fin Pío XI se asomó a la ventana [sobre estas líneas] y los peregrinos, entre lágrimas, estallaron en un gran aplauso. Tras corresponder a los saludos, comenzó la alocución. El Papa se compadecía de los peligros y sufrimientos pasados, denunciaba los horrendos crímenes cometidos contra personas y edificios eclesiásticos en la zona republicana, aludía de modo discreto pero inequívoco a los excesos que también se daban en la otra zona y no negaba su caridad a los mismos perseguidores de la Iglesia… Muchos no podían ni leer, pero percibían la cálida acogida en el tono de voz del Pontífice.
 
A Pío XI le interesaba sobremanera denunciar primordialmente los problemas padecidos por la Iglesia española.
 
Estáis aquí, queridísimos hijos, para decirnos la gran tribulación de la que venís, tribulación de la que lleváis las señales y huellas visibles en vuestras personas y en vuestras cosas, señales y huellas de la gran batalla del sufrimiento que habéis sostenido, hechos vosotros mismos espectáculo a nuestros ojos y a los del mundo entero (…).
 
Venís a decirnos vuestro gozo por haber sido dignos, como los primeros apóstoles, de sufrir pro nomine Iesu (´por el nombre de Jesús`); vuestra fidelidad, mientras estáis cubiertos de oprobios por el nombre de Jesús y por ser cristianos. ¿Qué diría Él mismo, qué podemos decir Nos, en vuestra alabanza, venerables obispos y sacerdotes, perseguidos e injuriados precisamente por ser ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios?
 
Todo esto es un esplendor de virtudes cristianas y sacerdotales, de heroísmo y martirios; verdaderos martirios, en todo el sagrado y glorioso significado de la palabra, hasta el sacrificio de las vidas más inocentes, de venerables ancianos, de juventudes primaverales, hasta la intrépida generosidad que pide un lugar en el carro para unirse a las víctimas que espera el verdugo.
 
Palabra por palabra, los españoles seguían aquellos ecos que hallaban justa resonancia en sus almas, como si ellas con toda la pesadumbre de unas horas espantosamente horribles se asomaran al mundo a dar gritos de alarma angustiosa, acusadora. El final fue sobrecogedor:
 
Diríase que una satánica preparación ha vuelto a encender más viva aún, en la vecina España, aquella llama de odio y de ferocísima persecución manifiestamente reservada a la Iglesia y a la Religión Católica, como el único verdadero obstáculo para el desencadenamiento de unas fuerzas que han dado ya razón y medida de sí mismas, en su conato de subversión en todos los órdenes, desde Rusia hasta China, desde Méjico a Sudamérica.
 
Queremos no retardar más la Bendición paterna, apostólica, que habéis venido a pedir al Padre común de vuestras almas, al Vicario de Cristo. Bendición que vosotros, queridísimos hijos, tanto deseáis y que también vuestro Padre desea otorgaros. Bendición que vosotros tan largamente merecéis. Y como vosotros queréis, así también Nos queremos y hemos dispuesto que Nuestra voz que bendice se extienda y llegue a todos vuestros hermanos de sufrimiento y de destierro, que desearían estar con vosotros y no pueden. Sabemos cuán grande es su dispersión; quizás ha entrado también esto en los planes de la divina Providencia para más de un provechoso fin. Esta Providencia os ha querido en muchos lugares, para que vosotros en tantas y tan lejanas partes, con las señales de las tristísimas cosas que han afligido a vuestra y nuestra querida España y a vosotros mismos, llevéis el testimonio personal y vivo de la heroica adhesión a la fe de vuestros mayores, que a centenares y millares (y vosotros sois del glorioso número) ha agregado confesores y mártires al ya tan glorioso martirologio de la Iglesia de España; heroica adhesión que (lo sabemos con indecible consolación) ha dad0 incluso lugar a imponentes y piísimas reparaciones y a tan vasto y profundo despertar de piedad y de vida cristiana, especialmente en el buen pueblo español, que nos hace ver el anuncio y el principio de cosas mejores, y de más serenos días para toda España.
 
A todo este bueno y fidelísimo pueblo, a toda esta querida y nobilísima España que ha sufrido tanto, se dirige y quiere llegar Nuestra Bendición, como va e irá, hasta el completo y seguro retorno de serena paz, Nuestra cuotidiana oración...
 
            En la explanada, bajo la atenta mirada del Papa que les impartía su bendición, los prófugos convertidos en verdaderos peregrinos no dejaban de llorar, persignarse repetidas veces y abrazarse unos a otros.
 
Seis meses después
 
Seis meses después de aquella audiencia, cuando todavía tendrían que pasar dos años enteros para que finalizara la guerra civil española, en sus habitaciones del Palacio Vaticano el Papa firmaba la encíclica Divini Redemptori, ataque frontal a los excesos del comunismo en el mundo y concretamente en España. Era el 19 de marzo de 1937, festividad de San José. Producidas ya las masivas matanzas de presos "sacados" de las cárceles de Madrid y de otras muchas poblaciones, y de los buques prisión amarrados en los puertos del Cantábrico y del Mediterráneo, en la encíclica se hacía referencia explícita a los mártires españoles con estas palabras:
 
El furor comunista no se ha limitado a matar obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas... sino que ha hecho un número mayor de víctimas entre los seglares de toda clase y condición, que, diariamente puede decirse, son asesinados en masa por el hecho de ser buenos cristianos.

Durante su pontificado, la Iglesia católica se fortaleció como institución y comenzó a ser un referente importante a nivel mundial no solamente en los aspectos religiosos sino también políticos. De hecho, hoy en día su servicio diplomático tiene unas dimensiones sólo superadas por los Estados Unidos.
 
Algunos años antes, en 1931, y con la colaboración de uno de los inventores de la radio, el marqués italiano Guglielmo Marconi [bajo estas líneas], se inauguraron las transmisiones de Radio Vaticano, a través de las cuales la Iglesia manifestó desde entonces sus opiniones a nivel mundial, ya que la emisora muy pronto desarrolló transmisiones en diversos idiomas, cosa que hasta el presente continúa haciendo.
 

Pío XI murió el 10 de febrero de 1939, cuando apenas faltaban unos meses para que estallase la Segunda Guerra Mundial. Está sepultado en las Grutas Vaticanas.
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