Jueves, 28 de marzo de 2024

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Domingo 22 T.O. (A) y pincelada martirial

por Victor in vínculis


Ilustrísimos Señores es un libro del siervo de Dios Juan Pablo I, quien siendo Patriarca de Venecia se dedicó a escribir cada mes una carta a algún personaje ilustre. Al escribir a San Francisco de Sales afirma:

En tu opinión, quien ama a Dios debe embarcarse en su nave, resuelto a seguir la ruta señalada por sus mandamientos, por las directrices de quien lo representa y por las situaciones y circunstancias de la vida que Dios permite. Una vez imaginaste que entrevistabas a Margarita cuando estaba para embarcarse hacia el Oriente con su marido San Luis IX, rey de Francia:
- ¿A dónde va, señora?
- Adonde vaya el rey.
- Pero ¿sabe exactamente a dónde va el rey?
- Me lo ha dicho de un modo vago. Sin embargo, no me preocupa saber a dónde va; lo único que me apremia es ir con él.
- Pero, entonces, señora, ¿no sabe de qué viaje se trata?
- No;  sólo sé que voy en compañía de mi querido señor y marido.
- Su marido va a Egipto, se detendrá en Damieta, en Acre y en otros lugares. ¿No tiene también usted, señora, la intención de ir allí?
- Realmente, no. No tengo otra intención que la de estar junto a mi rey. Los lugares a donde vaya me tienen sin cuidado. Lo único que me importa es que él estará allí. Más que ir a ningún sitio, yo le sigo. No quiero el viaje, sino que me basta la presencia del rey.

Ese rey  -concluye el Papa- es Dios, y Margarita somos nosotros si de veras amamos a Dios... Sentirse con Dios como un niño en los brazos de su madre; que nos lleve en el brazo derecho o en el izquierdo da lo mismo, dejémoslo a su voluntad[1].

Lo primero que se requiere para entender lo que Cristo nos dice hoy es esta absoluta confianza. Nosotros enseguida argumentaríamos a favor de las conveniencias del viaje, de la preparación del itinerario, de dominar el camino que se va a recorrer… Sentirse con Dios como un niño que confía en su madre.

Subir a Jerusalén supone enfrentarse a la Cruz, consumar la entrega, llevar a cabo la realización de todas las palabras predicadas por el Maestro. En el pasaje que acabamos de escuchar, la dificultad de creer se pone muy de relieve; es Pedro, el príncipe de los Apóstoles, el primero que no sólo no lo entiende, sino que se pone a disuadir a Jesús porque eso no puede ser tratándose de Él. El miedo a la cruz asusta a los Apóstoles, aterroriza a Pedro. Nos asusta a nosotros. Les resulta fácil aceptar que Jesús va a fundar un Reino y que ellos formarán parte de él. Pero no se resignan a la idea de que, para llegar a ese Reino, haya que pasar por la cruz y la muerte.

Y entonces el Señor, con absoluta serenidad, nos dice: El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Parece duro y grave este precepto del Señor de negarse a sí mismo para seguirle. Pero la clave es clara: si uno quiere salvar su vida, la va a perder. Pero si por el contrario, la pierde por Mí, la va a salvar.

Escuchad lo que afirma San Agustín[2], cuya festividad celebrábamos esta semana, al comentar este Evangelio que acabamos de proclamar:
¿Qué significa: Cargue con su cruz? Acepte todo lo que es molesto y sígame de esta forma. Cuando empiece a seguirme en mis ejemplos y preceptos, enseguida encontrará detractores, muchos que intentarán prohibírselo, muchos que intentarán disuadirle, y los encontrará incluso entre los seguidores de Cristo. A Cristo le acompañaban aquellos que querían hacer callar a los ciegos. Si quieres seguirle, acepta como cruz las amenazas, las seducciones y los obstáculos de cualquier clase; soporta, aguanta, mantente firme.

Firme en el Señor. Y las fuerzas no nos faltarán. Este precepto no se refiere sólo a las vírgenes, con exclusión de las casadas; o a las viudas, excluyendo a las que viven en matrimonio; o a los monjes, y no a los casados; o a los clérigos, con exclusión de los laicos. El que quiera venirse conmigo, cargue con su cruz y me siga. Este precepto es para toda la Iglesia; todo el cuerpo y cada uno de sus miembros, de acuerdo con su función propia y específica, debe seguir a Cristo.

¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?
París, agosto de 1534. En una iglesia de Montmartre siete amigos universitarios pronuncian una especie de voto. Es el comienzo de la Compañía de Jesús, de Ignacio de Loyola. Entre ellos está Francisco Javier. Este mes de agosto, Japón está celebrando el cuatrocientos cincuenta aniversario de la llegada del santo a la isla de Kagoshima. Alguien había oído narrar al propio San Ignacio que la pasta más ruda por él manejada había sido en los principios este joven Francisco Javier... Era un joven vigoroso y noble; después de haber estudiado filosofía con provecho, no tenía demasiada consideración hacia Ignacio... Siempre que lo encontraba se mofaba de sus proyectos y se reía de sus amigos; pero Ignacio lo supo amansar y hacerlo tan suyo que lo convirtió en el inmortal Apóstol de las Indias.
 

Aquellos jóvenes en Montmartre eligieron la vida con todos sus compromisos... Eligieron ir al mundo para enseñar el Evangelio, hacer frente a lo cotidiano con todo lo que esto implica de trágico, corrupto y mentiroso. San Francisco Javier siempre tiene presente el recuerdo intenso de los rostros de sus compañeros que se confunden con el rostro y el nombre de Jesucristo... Lleva siempre en su corazón los autógrafos de sus primeros compañeros de aventuras.

Pero seguro que a punto de morir, frente a las costas de China, volvería a recordar aquella conversación, aquella insistente pregunta que, en los días de estudiante en la Sorbona de París, el de Loyola le había hecho: ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?  En sus cartas escribía San Francisco Javier a sus amigos: Vivir sin gozar de Dios no sería vida, sino una muerte continua.

Y aquí está la clave: vivir gozando de Dios. Jesucristo el Señor, nuestro Maestro, no nos engaña. Nos habla del sufrimiento, nos habla de subir al Calvario para resucitar a los tres días. Si nos quedamos en la cruz, como Pedro perdemos la visión, nos apartamos del Señor. “Apártate de mí, Satanás”. El domingo pasado escuchábamos cómo Pedro hacía esa profesión de fe ante los demás, reconociendo a Jesucristo como el Hijo de Dios, como el Mesías. Y acto seguido, le vemos dudar, le vemos separarse...

Vivir gozando de Dios... Es entonces cuando entendemos la clave auténtica del Evangelio: de la cruz a la resurrección. Así comienza hoy el profeta Jeremías: Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir (Jer 20, 7).

¿Cómo se rompen nuestros miedos hacia la cruz? Con el Pan de Vida, con la Eucaristía. Cuando nosotros nos sintamos débiles, cuando las tormentas arrecien en nuestra vida espiritual o en las cosas de cada día, en las cosas difíciles que nos acontecen, el Señor nos da su Cuerpo, nos da la Vida.

Que la Virgen Santísima nos ayude a estar al pie de la Cruz. La celebramos en este mes de septiembre como la Virgen de los Dolores (15 de septiembre).  Stabat Mater dolorosa. María estaba al pie de la Cruz, de pie, pegada a su Hijo. Pensar que no tuviese miedo, que no estuviese derrumbada interiormente por todo lo que había acontecido, sería anormal. Pero María nos enseña a ser fuertes, a mirar a su Hijo, a vivir la Cruz para llegar a la salvación, lo único que nos interesa: Jesucristo el Señor, el único por el que se nos da la salvación.
 
PINCELADA MARTIRIAL
Recordamos el martirio del beato José Pascual Carda Saporta que sufrio el martirio un 4 de septiembre, en las inmediaciones de Oropesa del Mar (Castellón).
Natural de Villarreal de los Infantes (Castellón de la Plana), nace el 29 de octubre de 1893 en una familia muy religiosa. En ese ambiente germina pronto su vocación sacerdotal, e ingresa en el colegio de San José de Tortosa, donde ya estaba su hermano Blas, que también moriría mártir en 1936.
El Siervo de Dios Blas Carda Saporta, sacerdote diocesano de la diócesis de Segorbe fue martirizado a los 52 años, se cree que el 8 de septiembre de 1936 en Alquerías del Niño Perdido (Castellón). Era Cura Ecónomo de Villafranca del Cid. Su expediente va unido al de los mártires de la diócesis de Segóbriga y del Obispo mártir, Serra Sucarrats.

José Pascual ingresó en la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos del Sagrado Corazón de Jesús. Tras varios destinos fue nombrado, en 1934, rector del seminario de Ciudad Real.
 

El obispo-prior, (el Beato) Narciso de Esténaga y Echevarría, martirizado el día 22 de agosto de 1936, había sido compañero de estudios en Toledo del (Beato) Pedro Ruiz de los Paños. Cuando le propone a don José Pascual como rector de su Seminario, don Narciso se fía totalmente: “Siendo como dices el señor Carda, desde luego será muy bien recibido”.

José Pascual salió de Ciudad Real el día 26 de junio de 1936, viajando directamente a Tortosa, donde comenzaban los ejercicios espirituales el día 27, para terminar el 5 de julio. El día 6 marchó a Villarreal. Sus proyectos eran disfrutar diez días de vacaciones con su familia y regresar el 17 de julio al Seminario de Ciudad Real, porque los muchos quehaceres no le permitían tomar el mes seguido de vacaciones.

La víspera, pues, del movimiento nacional llegó a Ciudad Real. Por un solo día no le sorprendió la guerra en su pueblo. Don José Pascual “se mantuvo en su puesto y en su cargo”, hasta que lo echaron materialmente de allí: “El día 23 de julio de 1936 turbas numerosas se dirigieron al Seminario para asaltarlo” e instalar allí la Casa del Pueblo.

Le obligaron a instalarse en la “Fonda Francesa”, una pensión barata cuyo dueño era un dirigente socialista, junto a don José Pascual Carda, estaban don Francisco Castor Sojo, superior del Seminario y un padre de los Hijos del Corazón de María. Los tres serían declarados “reos de muerte” porque habían tenido la ocurrencia -es decir, el gran privilegio- de seguir a Jesucristo.

El Siervo de Dios Francisco Sojo y el padre claretiano fueron fusilados el día 12 de septiembre de 1936. Y el dirigente socialista se las arregló muy bien para que también fuera fusilado don José Pascual Carda.

Don Pascual solicitó del fondista que le facilitase un pasaporte para poder trasladarse al lado de su familia (y junto a su otro hermano sacerdote), en Villarreal (Castellón). Llegó a Villarreal el 26 de agosto y fue detenido en la estación de Villarreal. No cabe duda que los milicianos de Villarreal tenían ya noticia de que llegaba. Los que detuvieron a don José Pascual fuero Vicente Llop Almela, alias «Barrusco», y Luis Medrano. ¡El primero era pariente suyo!
Totalmente incomunicado pasó aquellos días de prisión en el convento de dominicas. Los milicianos negaban a los familiares que el siervo de Dios estuviera allí. Pero el barbero, que entraba a prestar sus servicios en la cárcel improvisada, lo vio muchas veces y lo dijo claramente: allí estaba don José Pascual.

Aquellos días de incomunicación familiar fueron de intensa e íntima comunicación con Dios, porque, desde el momento en que fue detenido, sabía que sería fusilado. Tenía en su haber un delito imborrable: el carácter sacerdotal.

Mataron al Beato en las inmediaciones de Oropesa. El chófer que llevó en el coche a los asesinos y al mártir presenció el fusilamiento de beato José Pascual, y quedó profundamente conmovido por el gesto del siervo de Dios, que “regaló al miliciano que iba a matarle su reloj, y aun le manifestó agradecimiento por el beneficio que le hacía con el martirio”. Este chófer no podía contener su emoción e inmediatamente lo contó, exponiendo su vida al hacerlo público.
 
[1] ALBINO LUCIANI, Ilustrísimos señores, pág. 127 (Madrid 1978).
[2] De los Sermones de San AGUSTÍN (Sermón 96, 1. 4. 9: PL 38, 584. 586. 588).
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