Viernes, 29 de marzo de 2024

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Una clase magistral de tipología

por Corazón Eucarístico de Jesús

Hay una forma de leer la Escritura, que está anclada en la Tradición genuina de la Iglesia, y que a todos nos vendrá bien no sólo conocer sino practicar. Esta forma de leer se refiere a una hermenéutica concreta, esto es, una forma de interpretar la Escritura para comprenderla cristianamente. Así lo hicieron los Padres de la Iglesia.
 
Los personajes de la Escritura, las instituciones (Templo, fiestas), acontecimientos, etc., se leen como tipos, figuras, anuncios de Jesucristo. En todos ellos se ve a Cristo. A esto se llama "tipología".
 
 
Ciertamente, el primer sentido de las Escrituras es el literal: nos cuenta algo, nos narra algo, nos anuncia algo que es lo que está más inmediato en la mente del escritor sagrado.
 
El segundo sentido de las Escrituras, junto al primero, además, es el sentido moral: la Escritura nos enseña las virtudes, los preceptos del Señor, cómo vivir en santidad y justicia. Siempre, al leerla, cualquier pasaje, hay que buscar cómo nos enseña el Señor a vivir bien y santamente.
 
El tercer sentido, objeto de esta catequesis, es la tipología. Hay que escudriñar en cada pasaje, en cada acontecimiento, en cada institución (Templo, Cordero, arca...), la imagen de Cristo mismo, el anuncio de Cristo, el tipo de Cristo.
 
Es la Iglesia la que reconociendo la unidad de toda la Escritura, que converge en Cristo, la puede interpretar con la luz del Espíritu Santo:
 
 
"Habiendo, pues, hablando Dios en la Sagrada Escritura por hombres y a la manera humana, para que el intérprete de la Sagrada Escritura comprenda lo que El quiso comunicarnos, debe investigar con atención lo que pretendieron expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar con las palabras de ellos.


Para descubrir la intención de los hagiógrafos, entre otras cosas hay que atender a "los géneros literarios". Puesto que la verdad se propone y se expresa de maneras diversas en los textos de diverso género: histórico, profético, poético o en otros géneros literarios. Conviene, además, que el intérprete investigue el sentido que intentó expresar y expresó el hagiógrafo en cada circunstancia según la condición de su tiempo y de su cultura, según los géneros literarios usados en su época. Pues para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que atender cuidadosamente tanto a las formas nativas usadas de pensar, de hablar o de narrar vigentes en los tiempos del hagiógrafo, como a las que en aquella época solían usarse en el trato mutuo de los hombres.

Y como la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuanta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe. Es deber de los exegetas trabajar según estas reglas para entender y exponer totalmente el sentido de la Sagrada Escritura, para que, como en un estudio previo, vaya madurando el juicio de la Iglesia. Por que todo lo que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura, está sometido en última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar la palabra de Dios" (DV 12) .
 

 

Estos "sentidos de la Escritura" (antes de llegar a la tipología) los explica muy bien un documento de la Pontificia Comisión Bíblica, "La interpretación de la Biblia en la Iglesia". Os lo aconsejo vivamente. Al describir la tipología, dice:


 

 
"Uno de los aspectos posibles del sentido espiritual es el tipológico, del cual se dice habitualmente que pertenece, no a la Escritura misma, sino a las realidades expresadas por la Escritura: Adán es figura de Cristo (cfr. Rom. 5, 14), el diluvio figura del bautismo ( 1 Ped. 3, 20-21), etc. De hecho, la relación tipológica está basada ordinariamente sobre el modo cómo la Escritura describe la realidad antigua (por ejemplo la voz de Abel: Gn. 4, 10; Heb. 11, 4; 12, 24), y no simplemente sobre esta realidad. En consecuencia, se trata propiamente, en tal caso, de un sentido de la Escritura".
 


Un ejemplo nos lo ofrece san Agustín, repasando una serie de textos bíblicos y personajes, y los lee e interpreta cristológicamente; de esta forma, nos habituaremos a leer la Escritura sacándolo mucho más jugo, viendo a Cristo en todo el Antiguo Testamento:

[La profecía] "se revela sobre todo en las grandes acciones figuradas particularmente evidentes:

el justo Abel es asesiando por su hermano y el Señor por los judíos;

el arca de Noé es gobernada como la Iglesia en el diluvio del mundo;

Isaac es conducido para ser sacrificado a Dios y el carnero que va a sustituirlo es descubierto como crucificado en una zarza;

por los dos hijos de Abrahán, nacidos uno de la sirvienta y el otro de la mujer libre, se entienden los dos Testamentos;

los dos pueblos son prefigurados en los gemelos, a saber, Esaú y Jacob;

José, tras haber sido perseguido por sus hermanos, es honrado por extranjeros, igual que el Señor, perseguido por los judíos, fue glorificado entre los paganos...

Esto les sucedía simbólicamente, pero fue escrito para nosotros en quienes desemboca la plenitud de los tiempos" (S. Agustín, 83 Cuestiones diversas, 58,2).
 


Otro ejemplo, aunque sea de amplia extensión; en los albores del cristianismo, la homilía pascual de Melitón de Sardes ofrece también la tipología que ojalá integremos como nuestra:

 

 
Se vio arrastrado como un cordero y degollado como una oveja, y así nos redimió de idolatrar al mundo, como en otro tiempo libró a los israelitas de Egipto, y nos salvó de la esclavitud diabólica, como en otro tiempo a Israel de la mano del Faraón; y marcó nuestras almas con su propio Espíritu, y los miembros de nuestro cuerpo con su sangre.

Este es el que cubrió a la muerte de confusión 
y dejó sumido al demonio en el llanto, como Moisés al Faraón. 
Este es el que derrotó a la iniquidad y a la injusticia, 
como Moisés castigó a Egipto con la esterilidad.
 
Este es el que nos sacó de la servidumbre a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la tiranía al recinto eterno, e hizo de nosotros un sacerdocio nuevo y un pueblo elegido y eterno. El es la Pascua de nuestra salvación.
Este es el que tuvo que sufrir mucho y en muchas ocasiones: 
el mismo que fue asesinado en Abel 
y atado de pies y manos en Isaac, 
el mismo que peregrinó en Jacob 
y fue vendido en José, 
expuesto en Moisés 
y sacrificado en el cordero, 
perseguido en David 
y deshonrado en los profetas.
Este es el que se encarnó en la Virgen, fue colgado del madero y fue sepultado en tierra, y el que, resucitado de entre los muertos, subió al cielo.
Este es el cordero que enmudecía y que fue inmolado; el mismo que nació de María, la hermosa cordera; el mismo que fue arrebatado del rebaño, empujado a la muerte, inmolado al atardecer y sepultado por la noche; aquel que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro (nn. 66-71).

 

¿Interesante, no? Acostumbrémonos a leer así las Escrituras, a saber interpretarlas según la Tradición, para hallar su sentido pleno.
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