Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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Mártires Congregantes de la Inmaculada de la Santa Cueva (1)

por Victor in vínculis

Los fundadores de la revista "Ave María", Mn. Pedro Llehí y Mn. Manuel Marsinyach -cuya reseña hemos publicado en los días anteriores- eran congregantes honorarios. Así figuraban sus nombres en una lápida-homenaje de las Congregaciones Marianas de la Santa Cueva de Manresa (Barcelona), en la que se recordaba a todos los congregantes que sufrieron el martirio en la persecución religiosa.

En el folleto que conservamos puede leerse: "El orgullo y honor de tener en nuestras filas veintiún Congregantes inmolados por Dios y por España, debe quedar fijado en los Anales de la Congregación de manera imperecedera, grabados sus nombres en sus actas con el fuego de su amor a España,
con la pureza de su devoción a María Inmaculada, con el heroísmo de morir en holocausto ofreciendo sus vidas a Dios. Ellos, mártires, héroes y víctimas, edificaron con sus virtudes a sus hermanos de Congregación. Todos, incuestionablemente todos, ofrecieron su sangre por la Realeza de Cristo y la redención de España".



Estos son sus nombres:


Miguel Cura Janeras († 19 agosto 1936)

Aunque nacido en el vecino pueblo de Navarcles, puede decirse hijo de Manresa por razón de ser esta su habitual residencia y en donde recibió toda su educación del tiempo escolar y en su mayor parte en el colegio de la Inmaculada. Desde hace algunos años, pertenecía a la Congregación de María Anunciada y San José, habiendo sido en su juventud congregante de la de San Luis.

Industrial de primer orden, disfrutaba de una gran posición social, la cual no impedía que su trato fuese a todas horas amable y sencillo. Caritativo, sin vanas ostentaciones, corría en auxilio de los menesterosos no poco en particular, como también por medio de las “Conferencias de San Vicente de Paúl” y de la “Caridad Cristiana” y establecimientos benéficos.

Miembro de la junta de la Liga de Perseverancia, cooperaba con su apoyo moral y material a la grande obra de los Ejercicios Espirituales. Igualmente hizo sentir importante su ayuda material en la organización de nuestras asambleas marianas comarcales. Su devoción predilecta fue a la estación al Santísimo Sacramento que practicaba a diario en la iglesia de las MM. Reparadoras.

Buen padre de familia, supo dotar a sus hijos, no solo de la mejor educación e instrucción cristiana y cultural, de sus buenas cualidades de padre y cumplido caballero.

En los primeros días de la heroica cruzada de España, salió de Manresa acompañado del mayor de sus hijos, para esquivar la posible persecución, y pasando por Ribas, en la alta montaña catalana, llegaron a Seo de Urgel con intención de hacer allí una corta residencia. Mas a los ocho días escasos de su estancia en aquella villa, es detenido don Miguel junto a su hijo Enrique por indicación de alguno de los milicianos armados de aquella localidad, que debió conocer al Sr. Cura Janeras, y llevados al Comité sin formación de causa, son, aquella misma noche, vilmente asesinados en Martinet, a 12 de agosto de 1936.
 
Jacinto Vers Cornet († 31 julio 1936)

¡31 de julio!: hace trece días que la revolución macabra siega lo mejor de España, trece días que una sencilla oración petitoria brota de los labios del mártir Jacinto:

-¡Señor, yo os ofrezco mi vida, si vos la juzgáis digna de tal premio!

Tenue murmullo que se eleva hacia el cielo, mezclado con las oraciones agonizantes de cientos de mártires. Pero Dios oye la súplica de su querido siervo y le es grata. A las once de la noche un golpe sonoro en la puerta de la casa, anuncia al mártir que Dios le ha oído. Una entrevista brutal en la que un odio inusitado hacia Cristo, hace  prorrumpir maldiciones a unos labios blasfemos en unos sarcasmos sacrílegos; una mirada indefinible del mártir hacia la esposa helada por el presentimiento, y un coche que corre veloz en busca de la oscuridad, para que con su negrura encubridora, esconda la tétrica y espantable acción de unos hombres convertidos en bestias sangrientas.

A la mañana siguiente mudas rocas y fría tierra son los únicos testigos de la bárbara manipulación que a un plácido apóstol de bondad, sometieron unos sátiros sin entrañas. Unas órbitas vacías, apagadas, perforadas por el acero criminal, vacía concha de unos ojos que debieron asustar a sus asesinos con su muda fijeza, agrandados por el supremo horror de aquella noche final. Deshecha aquella boca que esparció el consuelo durante su vida y que, al cerrarse para siempre, debió perdonar a sus verdugos al igual que Cristo, que su Cristo amado, que la fuerza de sus ocho asesinos no pudo arrancar de sus manos agarrotadas, que se crisparon en el supremo estertor sobre la clavada figura del Salvador, que debió sonreír en su cruz prometiendo su reino celestial a aquel mártir glorioso, que convertía la cuneta de una carretera en el lugar de santa veneración.

A esta biografía, debida a uno de los hijos del gran mártir, réstanos solo añadir algunos detalles, en merecido elogio del inolvidable don Jacinto.

Miembro de la Congregación de María Anunciada y San José, se distinguió por su constancia y sentida piedad en las funciones dominicales propias de aquella Congregación. Tenía una gran devoción a San Ignacio de Loyola y, por esta causa era, dentro de la Liga de Perseverancia, un gran propagandista de los Ejercicios Espirituales, para cuya obra no se daba punto de reposo en la conquista de hombres, y muy en particular de los obreros, ofreciendo a todos su leal amistad que nunca más aminoraba, antes crecía aquella estima, especialmente hacia los nuevos ejercitantes, al lado de los cuales se ponía incondicional, animándoles a seguir adelante en la fe del convencido. Devotísimo del Sagrado Corazón de Jesús, actuaba de secretario de la ilustre junta del Apostolado de la Oración.

No es por tanto extraño, que en lucha como estaba contra el averno, este lo escogiera como blanco de sus odios, y creyendo vencerle, sufriera nueva derrota cuando, arrancándole violentamente del seno de la familia, le llevó al sacrificio. Sí, cayó su cuerpo, cayó, mostrando con firme brazo el crucifijo en actitud de perdón, en aquel instante supremo, señalando con ello, magnífico, su ejemplo de entereza cristiana.
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