Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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Atocha, 1834 (y 2)

por Victor in vínculis

18 de julio de 1834
Mientras se permitían estos lujos zulúes en la Corte, tal vez por no contar con suficiente tropa que oponer al populacho; tal vez, como el bizarro General dijo, para permitirle al hombre bestia aquel rato de “expansión” y de jarana, se acercaba a Madrid, a galope tendido desde Ocaña, donde estaba entonces destacado, un escuadrón de lanceros de la Guardia Real, al mando de un bisoño alférez de veintidós años… se trataba de nuestro protagonista: Francisco de Paula Romero y Palomeque… en el escuadrón le llamaban por su apellido.


Este cuadro del excelente pintor Augusto Ferrer-Dalmau representa a un lancero de la Guardia real con uniforme de 1830 delante de una cruz de caminos.

Al alborear del día 18, un silencio de sepulcro se tendía sobre la Villa de Madrid. Las calles envueltas aún en la bruma con que la noche había arropado aquel hoyo, donde la ciudad se reclina, parecía un cementerio. Tan solo las patrullas de soldados, recorriendo las calles en todas direcciones, daban a entender que se hallaba todo bajo una presión militar, lo que llamaríamos hoy, en estado de sitio.
Merced, a las seguridades, que estos pelotones de gente armada ofrecían y, más que a ellos, a la modorra que aún ocupaba al populacho, rendido de cansancio con el desahogo de la noche anterior, se veía la solicitud de los Superiores, que gobernaban los distintos conventos saqueados, para reunir bajo las bóvedas de sus claustros los cadáveres de las víctimas que, ora en las calles, tendidos aún, ora en las casas particulares o en los hospitales, yacían despojados de sus hábitos, casi desnudos y tan mutilados, que se hacía difícil identificar los sujetos, teniendo que valerse para ello o de los números que llevaban marcadas sus ropas o de indicios probables e inseguros.
De cuándo en cuándo atravesaban las calles servicios ambulantes, parihuelas, angarillas, y aún carros, con heridos y la gente pacífica, que afluía a la compra, sentíase como transportada a un campo de batalla, después de un combate; se creía juguete de horrible pesadilla, retiñendo aún en sus oídos los gritos que durante ocho horas habían estado el día anterior martillando a todo el vecindario.
Y era lo peor, como sabían muy bien los religiosos de todos los conventos, que aquel día, que se presentaba esplendoroso y radiante, vertiendo luz por los lejanos picachos, convidando a vivir y a levantar a Dios los agradecidos corazones, por haber puesto tanta hermosura en la vida de los hombres, aquel era el segundo día concedido por las Logias masónicas al hombre bestia para tener otro rato de expansión, tal vez más truculento y aciago que el primero, que había costado la vida a setenta y cinco religiosos y a más de una docena de indefensos ciudadanos, “fichados” de realistas.
A las nueve de la mañana, las señales de tormenta eran inequívocas. El mismo rebullirse del oleaje por las calles, el mismo pasear de los tres jinetes misteriosos, el mismo engrosar la masa de podredumbre femenina de los prostíbulos, y en la Puerta del Sol el mismo grito de la tarde precedente, que en vez de decir: “-¡A San Isidro!”, guardado por el bizarro brigadier Zamora, dijo entonces: -“¡A los frailes de Atocha!”. Y aquella rugiente ola negra se desbordó por las calles de Madrid, camino del convento. Por ahí había que empezar hoy, según la consigna secreta.
Eran aún pocos para el crimen y se sentían cobardes.
Llegaron, sin embargo, a las puertas del convento sin que nadie les detuviera en su camino. Comenzaron su tarea de derribar las puertas de la iglesia, y ¡cuál no sería su asombro al encontrarse de pronto con que aquellas puertas se abrían por sí solas, invitando a los asesinos y con que, detrás de aquellas puertas, al alcance de sus armas, les esperaba la comunidad haciendo escolta a su Reina, a la Madre de la Misericordia, a la imagen queridísima de la Virgen de Atocha, que, en medio del vestíbulo, en el trono de sus andas, dejaba caer el manto protector sobre la comunidad que, a los majestuosos acordes del órgano, entonaba el Magnificat!

Un golpe de gracia, semejante al del huerto de los Olivos, rindió en tierra a los sayones, que venían a matar a los discípulos de Cristo, e instintivamente, aquellos corazones de hiena se amansaron; se alzaron las manos sin sentir hasta los sombreros para dejar la frente descubierta en señal de respeto hacia la sagrada imagen y la horda no dio un paso más.
Las voces de los religiosos seguían implorando con fe el auxilio de su Reina y, al llenar las anchas naves aquel canto de esperanza, o más bien de seguridad protectora; “Et misericordia ejus a progenie in progenies timentibus eum”, los sicarios comenzaron a desfilar por el camino que habían traído, y tan sólo algunas mujerzuelas, abandonadas de la mano de Dios, osaron penetrar en el templo para robar el oro de los altares, mientras la imagen de la Virgen, victoriosa y radiante, volvía las espalda a sus enemigos y volvía la cara al altar mayor, escoltada por sus fieles y buenos hijos, que entonces repetían con toda su alma “Fecit potentiam in brachio suo….”.
Las turbas volvieron a la Puerta del Sol, mirándose los unos a los otros, sintiendo un poder sobrenatural, que les movía en dirección opuesta al convento. ¡La Virgen por entonces había salvado milagrosamente a sus hijos!
En la Puerta del Sol vino la reacción diabólica a turbar sus almas. ¡Aquello era una cobardía!
-¡Os habéis amedrantado ante un pedazo de madera!, les decía uno de los misteriosos jinetes.
-¡Es preciso volver al convento de Atocha y no dejar allí fraile vivo ni altar sobre su base!
Sería ya media mañana, cuando el hervidero de bajas y repugnantes pasiones, se volvía a mover de nuevo, y de nuevo volvía a buscar el camino de la Ronda de Atocha, dispuesto a tomar un sangriento desquite.
Allí les esperaba impaciente, con todo su ardor juvenil, el alférez Francisco Romero. Vestía el airoso uniforme de lancero de la Guardia Real. Era alto, robusto de cuerpo, de ojos azules y dulces, pero chispeantes de emoción en aquellos momentos, en que iba a dar el primer saludo a su estandarte, arriesgando por él una vida rica y exuberante, que le ofrecía delante de los ojos inmensos senderos de rosas, que remataban en la gradería de oro donde la Historia coloca a los héroes.
El brioso alazán del alférez Romero piafaba de impaciencia, rebulléndose a un lado y otro, tascando el freno, cubierto de blanquísima espuma, y el brioso soldado, delante de los suyos, colocado en el extremo por donde la turba debía de aparecer, sujetaba al bruto con la diestra, mientras se atusaba con la mano izquierda, crispada y temblorosa, las finas hebras rubias del naciente bigote.
Los suyos, que participaban por lo visto de las mismas intenciones que el alférez, encargado providencialmente del mando, porque el capitán había quedado enfermo en Ocaña y el teniente se hallaba en Madrid como habilitado del regimiento, miraban con impaciencia al extremo de la avenida, esperando a los forajidos.
Eran ya las tres de la tarde y las turbas no aparecían. De pronto vino a cortar lo monótono de aquella parada un jinete que, a todo correr de su caballo, se acercaba al escuadrón. Era el teniente, el habilitado, que venía a prevenir a su amigo, tal vez por órdenes superiores y secretas.
-Romero, le dijo al acercarse, ya sé que estás aquí esperando el paso de las turbas.
-Sí, amigo Campos; y por cierto que tardan en llegar esos bandidos.
-Descuida, que ya pasarán por aquí y muy pronto.
El alférez sonrió lleno de placer. Campos prosiguió:
-Casualmente vengo a eso; a prevenirte. ¿Te han dado órdenes?
-Me han dicho que me sitúe en la entrada de la Ronda y aquí estoy.
-¿Nada más te han dicho?
-¡Oh! Lo demás, amigo Campos, se cae de su peso. Cuando lleguen las turbas, veremos lo demás.
-No te comprometas, Romero. Ten prudencia.
-Pero, ¿a qué viene eso?
-Vengo a avisarte; porque conozco tu modo de pensar y tu carácter fogoso. Si te han dicho solamente que te “sitúes” en la Ronda de Atocha, es…
-Es para que no pase por aquí ni una rata.
-No; es para que te “sitúes” y nada más.
-Que no te entiendo, lo confieso.
-¡Qué inocente eres! ¿No sabes que esa turba, que va a pasar por aquí, tiene las espaldas guardadas?
El caballo, que montaba Romero, hizo un par de cabriolas, queriendo arrancar. El jinete, al oír aquellas palabras, había dado una sacudida nerviosa con todo su cuerpo, e involuntariamente corrió la espuela por los ijares del caballo.
-¡Men…! Eso no es cierto. Eso es indigno de un gobierno.
-Pues no te comprometas y déjalos pasar, porque te va el empleo.
-Aunque me vaya la vida. Por aquí no pasa un asesino, mientras haya en la Ronda un solo guardia real.
-Allá te las veas, Romero; yo ya he cumplido como amigo.
-Adiós y gracias. Tú has cumplido como amigo. Ahora yo sabré cumplir como caballero.
-Buena suerte. Agur.
-Gracias, hasta la noche.
El teniente picó espuelas a su caballo y desapareció entre el montón de casas, que cortaban la hilera de árboles de la Rambla, rematando en la ingente mole de la iglesia de Atocha.

El alférez Romero Palomeque se quedó muy pensativo. ¡En aquel lance le iba tal vez la carrera! Pero, ¿qué iba a hacer? ¿Dar paso a las turbas para que asesinaran a los religiosos, a quienes el mismo gobierno había puesto bajo su tutela y su espada?
El pundonoroso caballero no vaciló un momento. Puesta en la balanza, de un lado su carrera y aun la esperanza de subir los peldaños de la escala militar, y de otro la voz de su conciencia, pesó tanto este platillo, que ni un segundo quedó en suspenso el fiel a sus propósitos.
Y esperó. Las turbas tampoco se hicieron esperar mucho. Un confuso rumor, como de mar lejano, se escuchó que venía de la parte del Botánico. Aquel rumor se fue acentuando cada vez más, hasta percibirse clara y distintamente las voces de ¡Viva la República! ¡Abajo los realistas! ¡Mueran los frailes! Y las primeras avanzadas de la horda salvaje aparecieron ante los ojos del escuadrón de lanceros en confuso montón, rebulléndose, agitándose, ensordeciendo el aire y espantando a las aves, que se defendían en las sombras de las ramas, de aquel sol canicular de julio que caía a plomo sobre el paseo de Atocha a las cuatro de la tarde.
Una ola de bilis y de rabia, amasada con indignación, revolvió el espíritu del alférez Romero, quien, volviéndose a los suyos, les gritó con alma:
-Muchachos, al tercer punto de atención, duro con ellos: que yo respondo.
La ola fue avanzando hasta llegar cerca del escuadrón. Entonces el alférez se adelantó unos pasos. Uno de los milicianos mandaba la chusma, y a él se dirigió Romero, cuyos ojos ardían ya de gozo.
-¡Alto! ¿A dónde vais?, preguntó, sable en mano y conteniendo el alazán, que espantado de la gritería, caracoleaba impaciente, moviendo su noble cabecera, herida por el freno.
-A degollar frailes de Atocha, contestó el miliciano sin detener la marcha, segurísimo de que todo aquello era una purísima farándula.
-Entonces, atrás: que por aquí no hay paso.
El miliciano soltó una carcajada; y haciéndole eco, se oyó el primer punto de atención, que había mandado dar el alférez.
-Mire que pasaremos por encima de los caballos, rugió el asesino, que traía un sable en la mano y, para más escarnio de los lanceros, un gorro frigio o barretina roja en la cabeza. Su traje de miliciano, como el de casi todos los que le seguían, llevaba, ya seca, pero marcadas aún, las huellas de sangre, con que se habían coronado la tarde precedente. La mayor parte de las mujeres traían además las manos salpicadas de manchones rojos. Aquella mañana no habían querido lavarse, o por seguir la costumbre, o por no despojarse de unas galas que tanto las hermoseaban a los ojos de los milicianos.
El segundo toque de atención apenas ni se oyó, ahogado entre la inmensa gritería, que se levantó contra el bisoño alferecillo, rugiendo:
-¡A los frailes de Atocha! ¡Adelante! ¡Adelante!
Aún no podían persuadirse de que aquella resistencia, puesta por un niño de veintidós años, fuese de veras, acostumbrados a pasar por delante de más charreteras y más número de galones.
Pero el tercer punto sonó también, seguido de ese ruido metálico especial, formado por las hojas toledanas, que salían de sus vainas.
El escuadrón verificó un rápido y elegante movimiento de repliegue, colocándose en todo lo ancho de la Ronda y formando una barrera delante de los asesinos.
El alférez, al dar el tercer toque, lo había acompañado con la obra, descargando sobre el miliciano un planazo, que lo derribó por el suelo, y toda aquella chusma, de más de doscientos sicarios, al verse por vez primera detenidos en su marcha triunfal, todos aquellos valientes agresores, que no conocieron el miedo delante de sus enemigos ni en San Isidro, ni en Santa Cruz, ni en los Descalzos, lanzó un alarido de terror, volvió las espaldas a las cúpulas del convento, que ya se divisaban ente los huecos de la arboleda, y a los diez minutos no quedaban en la Ronda más seres vivientes que el escuadrón de lanceros, firme sobre el arzón de sus caballos…
He aquí por qué los religiosos no tuvieron aquel día más mártires que enviar a la gloria. Las autoridades madrileñas se persuadieron a las seis de la tarde de que eran autoridades… La conducta del alférez Romero Palomeque se extendió por Madrid con la velocidad del rayo…
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