Jueves, 28 de marzo de 2024

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Santo Tomás de Aquino: 3. Síntesis teológica

por Contemplata aliis tradere

 

         

 Voy a explicar brevemente, en panorama, las grandes distinciones de Santo Tomás que hacen de su pensamiento uno de los momentos cumbres del saber humano. Lo voy a hacer desde mí mismo, sin mirar libros ni citar muchos textos para no alargarme. Mi punto de partida va a ser el sufrimiento de la gente en aquel momento. Hay partos en la historia que dan a luz con mucho dolor porque no se sabe bien si la criatura que está naciendo está bien engendrada y es para bien. El estudio de la filosofía y la teología del pasado nos parece un ejercicio incruento cuando en realidad para que nazca algo nuevo hay que abandonar las seguridades de lo viejo, lo cual no es fácil.

            Santo Tomás escribió desde el dolor de aclararse él mismo, de aclarar su vida, de conocer más a Dios, si esto es posible. Se lo pasó mal como se lo estaba pasando la gente ante las novedades que irrumpían y que terminaban con un mundo que, en relación con la fe y la salvación, que es lo que más duele, provocaba incertidumbre. ¿Hay dos verdades, la de la fe y la de la razón? Durante siglos la fe dominó ampliamente la vida social y todo funcionaba, ¿a qué viene ahora la necesidad de razonar los misterios de la fe? ¿De dónde ha venido esta razón que nos inquieta? ¿Para qué la filosofía si todo estaba muy claro? ¿No basta con el Dios que nos han enseñado nuestros mayores? El pueblo, ayudado por los viejos monjes, estaba muy en contra de todas las novedades

            Sin embargo, el progreso es imparable. Lo nuevo no pide permiso; se introduce por las paredes. Negarlo es apuntarse a la muerte. Los dominicos, sobre todo sus más altos representantes se apuntaron desde el principio a las nuevas exigencias. San Alberto creó el método, y esa es su genialidad, por donde debían encauzarse los nuevos conocimientos. Decía: “La razón es autónoma y su método es experimental. La ciencia no es deductiva sino empírica e inductiva. La filosofía y la ciencia con su método deben estudiar las cosas de este mundo hasta el final, caiga quien caiga y lo que caiga. Mucho atrevimiento porque el problema era: ¿Y si cae la fe? La sociedad temblaba. Los franciscanos encarcelaron a su mejor representante de las nuevas tendencias Roger Bacón. Nada menos que diez años en la cárcel.

            Los dominicos no encarcelaron a nadie; simplemente les surgió un genio que como un hada madrina fue sembrando la paz intelectual en las conciencias. Ese genio fue Tomás de Aquino. Su primera intuición genial fue que no había por qué inquietarse: la fe y la razón están en distinto plano. La razón nunca podrá destruir a la fe porque el campo de la razón son las cosas materiales y humanas. La razón con su filosofía y su ciencia tienen como objeto el mundo material y social. Ahí es donde deben ejercitarse. Desde ahí no se puede destruir a Dios porque apenas se llega a él. La más alta filosofía, la más alta metafísica llega a hablar de Dios pero sólo desde la analogía. Nunca conocerá para nada la esencia de Dios. Ningún científico, en cuanto científico, está facultado para hablar de Dios ni para bien ni para mal, simplemente porque no es su campo.

Aunque deban de estar de acuerdo la razón y la fe, se debe reconocer, por otra parte, que éstas se valen de procedimientos cognoscitivos diferentes. Que dos más dos son cuatro es una evidencia para la razón. De ahí que la razón acoge una verdad en virtud de su evidencia intrínseca, mediata o inmediata; la fe, en cambio, acepta una verdad en base a la autoridad de la Palabra de Dios que se revela. Escribe santo Tomás al principio de la Suma: "El orden de las ciencias es doble: algunas proceden de principios conocidos mediante la luz natural de la razón, como las matemáticas (dos más dos son cuatro), la geometría y similares; otras proceden de principios conocidos mediante una ciencia superior: como la perspectiva (ingeniería) procede de principios conocidos de la geometría, y la música desde principios conocidos de las matemáticas. Y de esta forma la sagrada doctrina (es decir, la teología) es ciencia que procede de los principios conocidos a través de la luz de una ciencia superior, es decir, la ciencia de Dios y de los santos”.

Santo Tomás decía a sus discípulos: Vuestra fe no tiene por qué oponerse a la ciencia, al contrario, sed valientes y dejaos interpelar por ella  no sea que lo que se presente como fe no sea tal,  al oponerse a la verdadera racionalidad. Cuántos fideísmos, buenismos, devocionismos e ingenuidades pasan a veces por fe cuando no resisten una mínima racionalidad. Esta síntesis tomista  ha formado la cultura de los siglos sucesivos. En efecto, la fe manifestada en Jesucristo necesita el conocimiento del mundo material para que la humanidad progrese en los campos que no cubre la fe. Cada cosa en su sitio. El progreso de la medicina, de la economía y de todas las tareas humanas no viene de la fe. Ahí es donde la razón y la ciencia deben desarrollar todo su potencial, comenzando por sus propias autocríticas. Para eso se nos ha dado la Revelación y la razón natural.

La ley natural

También en la perspectiva moral y en el comportamiento humano hay un lugar para la razón, fuera de la fe. No todo proviene de la fe. Dice Santo Tomás: "Aunque la gracia es más eficaz que la naturaleza, con todo la naturaleza es más esencial para el hombre (1)”. Si es así, en la perspectiva moral humana, en su comportamiento, hay un lugar para la razón, la cual es capaz de discernir la ley moral natural. De lo cual se sigue que el comportamiento humano cae bajo responsabilidad. No tenemos una naturaleza para la frivolidad porque la destruimos. La razón puede reconocerlo considerando lo que es bueno hacer y lo que es bueno evitar para conseguir esa felicidad que está en el corazón de cada uno, y que impone también una responsabilidad hacia los demás, y por tanto, la búsqueda del bien común. En otras palabras, las virtudes del hombre, teologales y morales, están arraigadas en la naturaleza humana. La gracia divina acompaña, sostiene y empuja el compromiso ético, pero, de por sí, según santo Tomás, todos los hombres, creyentes y no creyentes, están llamados a reconocer las exigencias de la naturaleza humana expresadas en la ley natural y a inspirase en ella en la formulación de las leyes positivas, es decir, las que emanan de las autoridades civiles y políticas para regular la convivencia humana.

Cuando la ley natural y la responsabilidad que esta implica se niegan, se abre dramáticamente el camino al relativismo ético en el plano individual y al totalitarismo del Estado en el plano político. La defensa de los derechos universales del hombre y la afirmación del valor absoluto de la dignidad de la persona postulan un fundamento. ¿No es precisamente la ley natural este fundamento, con los valores no negociables que ésta indica? Juan Pablo II escribía en su Encíclica Evangelium vitae palabras que siguen siendo de gran actualidad: "Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover. " (n. 71).

En conclusión, Tomás nos propone un concepto de la razón humana amplio y confiado: amplio porque no está limitado a los espacios de la llamada razón empírico-científica, sino abierto a todo el ser y por tanto también a las cuestiones fundamentales e irrenunciables del vivir humano; y confiado porque la razón humana, sobre todo si acoge las inspiraciones de la fe cristiana, promueve una civilización que reconoce la dignidad de la persona, la intangibilidad de sus derechos y la fuerza de sus deberes. No sorprende que la doctrina sobre la dignidad de la persona, fundamental para el reconocimiento de la inviolabilidad de los derechos del hombre, haya madurado en ambientes de pensamiento que recogieron la herencia de santo Tomás de Aquino, el cual tenía un concepto altísimo de la criatura humana. La definió, con su lenguaje rigurosamente filosófico, como "lo más perfecto que hay en toda la naturaleza, es decir, un sujeto subsistente en una naturaleza racional”.

 

Lo natural y lo sobrenatural

 

            Otro gran problema conexo, que en aquellos días se debatía y producía intranquilidad en las conciencias, era la distinción entre lo natural y lo sobrenatural. Hasta ahora, lo natural estaba como absorbido y tenía poca entidad; no costaba morir tanto como ahora, la vida valía poco, las expectativas de este mundo eran vanidad, sólo los bienes de la esperanza cristiana, los del cielo, merecían interés. Los monjes renunciaban a las cosas del mundo pero esa no tenía por qué ser la única espiritualidad de salvación, aunque era la que se predicaba. Pero ahora nacía un mundo nuevo, los cambios lo atestiguaban, el hombre tenía por delante una amplia tarea consigo mismo y con el mundo que le rodeaba. La economía ocupó su sitio y la creación de riquezas no tiene por qué ser una maldición. El crecimiento de estas riquezas hacía que mucha gente no sólo esperara en los bienes del cielo sino en los de la tierra. Santo Tomás no negó esta realidad. El crear riqueza no tiene por qué ser inmoral. Seguían existiendo los dos planos que no debían excluirse. La realidad terrena tiene su campo de acción que no contradice otra visión más alta de las cosas.

            En efecto, la revolución burguesa cambió las condiciones de la vida. El rígido esquema anterior en que no había más que nobles y plebeyos fue destruido por el nacimiento de una clase social que se llamó burguesía. La palabra viene de burgo o ciudad. Esta gente, hasta ahora al servicio de los castillos y poderosos, fue independizándose  y creando una cultura nueva. Se formaron los gremios de industriales, panaderos, herreros, forjadores, curtidores, sastres, albañiles, comerciantes, que dieron origen a ciudades más populosas y que anhelaban aprender a leer y a escribir. Así nació una cultura nueva que deseaba progresos y novedades. El cambio del románico al gótico se inscribe en este proceso. Las familias querían que sus hijos tuvieran un futuro distinto del suyo. Los viajes, el comercio, las transacciones fueron enriqueciendo a muchos. Se buscaban horizontes nuevos, un humanismo basado en la filosofía y la ciencia.

            El primer golpe que infligió la ciencia a los nuevos soñadores fue el descubrimiento de que la tierra era un exiguo planeta que giraba alrededor de una estrella de tamaño bastante mediocre. Un golpe duro a la autoestima humana que pensaba que la tierra era el centro del universo y todo giraba alrededor de ella. La única forma de salir de esta depresión fue hacer del hombre el centro del universo. Se preveía un tiempo de autoexaltación humana a expensas de Dios y de lo que fuera, tiempo que aún estamos sufriendo.

            No podemos culpar a San Alberto y a Santo Tomás por haber abierto este esquema de actuación a las fuerzas y potencias humanas. La verdad puede producir problemas que habrá que solventar pero la mentira o el ocultamiento los producirá mayores. Está claro, pues, que lo natural y lo sobrenatural actúan en distinto plano, que son autónomos aunque no deban de luchar entre sí sino ayudarse y fecundarse, para entre los dos llegar a la verdad completa y hacer del hombre una criatura excelsa.

            En este sentido hay una frase de santo Tomás que ilumina el panorama como un potente faro: La gracia no destruye a la naturaleza sino que la perfecciona. ¡Cuánta gente se pacificó con este pensamiento! No hay miedo; ambas son de Dios. La gracia es de Dios y la naturaleza también. Algún día se verá su intrínseca armonía. Dejemos que la gracia ilumine nuestro ser natural humano y dejemos también que el estudio de nuestra naturaleza mediante la ciencia aquilate nuestra percepción de la gracia. La gracia se encarna en el hombre y en el cosmos y éste, con su progreso nos la hará conocer en toda su amplitud y profundidad. La gracia, pues, no destruye a la naturaleza ni la sustituye; cada una tiene que llegar en su campo a su perfección total.

 

Las virtudes y el don

             

Finalmente, la vida espiritual se iluminó con otra de las grandes distinciones tomistas. También aquí hay dos planos. El plano humano y el de la fe. En el plano humano el hombre puede buscar su perfección. En tiempos de Santo Tomás esta opción casi ni se entendía. A nadie se le ocurría buscar la perfección alejado de la fe y fuera del ámbito de Dios, en un plan puramente humano. Con el correr del tiempo esta opción ha llegado a ser una realidad. El método y el esquema tomista abrieron al mundo todas las posibilidades seculares. La sociedad actual está plagada de ateos, agnósticos, rebeldes e incapaces que buscan su perfección en sí mismos. ¿Ha sido malo? Dios nos ha hecho libres y cada cual es responsable de su libertad.

Entre los que se glorían de ser humanos pero en obediencia al plano superior de la fe, Santo Tomás también los iluminó con otra distinción clarificadora. En la vivencia de la fe se pueden distinguir, también, otros dos niveles: el de las virtudes, que siendo virtudes cristianas siempre procederán de la fe y serán infusas, pero que, para adquirirlas, el hombre tiene que poner su contribución ascética y el del don o instinto divino, donde se vive sólo de la gratuidad del Espíritu Santo. Los que viven desde las virtudes y el esfuerzo que conllevan serán buenos cristianos pero no alcanzarán los últimos grados de la santidad. La culminación de la vida espiritual está en la experiencia de los dones del Espíritu Santo.

La diferencia que existe entre estos dos planos está en que desde  las virtudes aunque sean infusas, es decir, hijas de la gracia, jamás se puede llegar al plano del don. Con otras palabras, aunque te perfecciones hasta la extenuación, ayudado por la gracia, en la adquisición de virtudes jamás llegarás al plano del don. No hay un paso automático de la virtud al don. Este pertenece al plano de la gratuidad. Santo Tomás tuvo la iluminación suficiente para darse cuenta de que sin la actuación del Espíritu y sus dones era imposible la santidad. Una cosa es la salvación y otra la santidad. Los muy virtuosos podrán salvarse pero no serán santos; en cambio, los santos, que también serán virtuosos, alcanzarán la santidad por el don gratuito del Espíritu Santo merecido por Jesucristo no por ninguno de nosotros. La santidad, pues, no se identifica con la perfección en algún comportamiento o el cumplimiento de leyes y adquisición de virtudes. Santo Tomás apostilla genialmente: la ley nueva es la gracia del Espíritu Santo. Su atrevimiento al decir esta frase sólo se explica por la fuerza del don, un precioso don de inteligencia. Con esto quedan superadas las virtudes humanas y también la ley y el Antiguo Testamento; ya no valen sus preceptos y criterios. La santidad ahora pertenece al orden de la gracia, de lo recibido, de lo gratuito, de lo acogido, y se realiza no en alguna abstracción moral sino en una experiencia del Espíritu Santo y sus dones que él mismo nos facilita y nos lleva al encuentro con Cristo, donde la gracia de Dios se ha hecho visible.

 

El verum y el bonum

 

 Otro de los grandes méritos de Santo Tomás es haber puesto el verum, lo verdadero, en el entendimiento y el bonum, lo bueno, en la voluntad. Para él, el entendimiento tiene la primacía porque nihil volitum quin precognitum, es decir nada es deseado que no sea conocido. Sin embargo, abre las puertas a que el bien, el deseo, la esperanza, el amor, como objetos de la voluntad alcancen las máximas cotas de calidad en el amor y en la identificación con Cristo y la divinidad. ¡Cuánta claridad sale de una antropología tan sencilla como ésta!

No quiero meterme más a fondo en este tema ni en ningún otro porque este artículo ya se hace demasiado largo. Desde que San Alberto y Santo Tomás dieron vía libre a la fundamentación racional de todo, la historia de la teología ha sido, en el fondo, una búsqueda del lenguaje racional para hablar de Dios. Yo, como hombre, ¿cómo me puedo dirigir a Dios? Mi inteligencia ¿llega al verum? ¿Tengo conceptos y palabras verdaderas sobre Dios? Según Santo Tomás mi concepto y mi palabra sobre Dios solo admite un conocimiento analógico. La diferencia entre Dios y el hombre es tal, que no pasa de la analogía. A pesar de ello, y de toda la diferencia entre Creador y criatura, existe una analogía entre el ser de lo creado y el ser del Creador, que nos permite hablar con palabras humanas sobre Dios. La palabra bueno aplicada a Dios y a un hombre no son equívocas, tampoco son univocas, pero son análogas. La bondad de Dios y mi bondad tienen algo en común.

Santo Tomás fundamentó la doctrina de la analogía, además de sus argumentaciones exquisitamente filosóficas, también en el hecho de que, con la Revelación, Dios mismo nos ha hablado y nos ha, por tanto, autorizado a hablar de Él. Benedicto XVI, reflexionando sobre esto, considera importante esta doctrina tomista, ya que ella nos ayuda a superar algunas objeciones del ateísmo contemporáneo, que niega que el lenguaje religioso esté provisto de un significado objetivo, y sostiene en cambio que tenga sólo un valor subjetivo o simplemente emotivo. Esta objeción resulta del hecho de que el pensamiento positivista está convencido de que el hombre no conoce el ser, sino sólo las funciones experimentales de la realidad. Con santo Tomás y con la gran tradición filosófica el Papa está convencido de que, en realidad, el hombre no conoce sólo las funciones, objeto de las ciencias naturales, sino que conoce algo del ser mismo, por ejemplo, conoce a la persona, al Tú del otro, y no sólo el aspecto físico y biológico de su ser. Con la voluntad, en la línea del bonum, yo puedo llegar más a Dios porque como el amor es ciego yo le amo tal como es sin especificar su esencia y propiedades, cosa  propia del verum. Desde ahí, yo puedo hablar con lo más íntimo de Dios. Y, para terminar: aún en el caso de que mi palabra humana no llegara a él, él me infunde su palabra divina para que yo hable con él. En conclusión: yo a Dios no le puedo entender tal como es pero sí le puedo amar tal como es y no sólo emotivamente sino dando la vida.

 

Murió con 49 años

 

Los últimos meses de la vida terrena de Tomás están rodeados por una clima especial, incluso diría misterioso. En diciembre de 1273 llamó a su amigo y secretario Reginaldo para comunicarle la decisión de interrumpir todo trabajo, porque durante la celebración de la misa había comprendido, mediante una revelación sobrenatural, que lo que había escrito hasta entonces era sólo «un montón de paja». Se trata de un episodio misterioso, que nos ayuda a comprender no sólo la humildad personal de Tomás, sino también el hecho de que todo lo que logramos pensar y decir sobre la fe, por más elevado y puro que sea, es superado infinitamente por la grandeza y la belleza de Dios, que se nos revelará plenamente en el Paraíso. Unos meses después, cada vez más absorto en una profunda meditación, Tomás murió mientras estaba de viaje hacia Lyon, a donde se dirigía para participar en el concilio ecuménico convocado por el Papa Gregorio X. Se apagó en la abadía cisterciense de Fossanova, después de haber recibido el viático con sentimientos de gran piedad.

La vida y las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino se podrían resumir en un episodio transmitido por los antiguos biógrafos. Mientras el Santo, como acostumbraba, oraba ante el crucifijo por la mañana temprano en la capilla de San Nicolás, en Nápoles, Doménico da Caserta, el sacristán de la iglesia, oyó un diálogo. Tomás preguntaba, preocupado, si cuanto había escrito sobre los misterios de la fe cristiana era correcto. Y el Crucifijo respondió: «Tú has hablado bien de mí, Tomás. ¿Qué recompensa quieres?». Y la respuesta que dio Tomás es la que también nosotros, amigos y discípulos de Jesús, quisiéramos darle siempre: «¡Nada más que tú, Señor!»

 



      (1)  Summa Theologiae, (I, q. 29, a. 3)
      (2) Summa Theologiae, Ia, q. 29, a. 3. Estos párrafos sobre la ley natural están tomados en parte de la catequesis del Papa Benedicto XVI sobre Santo Tomás en junio de 2010

 

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