Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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18h del 2 de diciembre, en la torre de Espioca, Picassent

por Jorge López Teulón

Publicamos prácticamente entero el artículo sobre el mártir de hoy escrito por Juan Antonio Ferrer Juárez en su obra “Juan Puertes y otros testigos de la Fe en Alfafar”, publicado en 2006.
 


Siervo de Dios Antonio Ferrer Rodrigo
Nació el 19 de febrero de 1921 en Alfafar (Valencia). Se llamaban sus padres Eliseo y Milagros. Antonio era el mayor de cuatro hermanos. A los seis días de su nacimiento recibió las aguas del bautismo. El 16 de marzo de 1922, contando la edad de un año, fue confirmado junto con otros niños del pueblo, por el arzobispo de Valencia don Enrique Reig. En su niñez Antonio conquistó el corazón de todos los suyos, especialmente de su abuelo materno Antonio Rodrigo que era un labrador de avanzada edad y de profundas raíces cristianas. Asistía diariamente a misa y hacía rezar el rosario en familia. Al abuelo le encantaba ir a misa acompañado de su nieto, a quien poco a poco iba enseñando las principales oraciones que se rezaban en la Iglesia. Y así, desde muy pequeño Antonio fue asumiendo las prácticas religiosas. También se relacionó con sus tías María y Leonor, hermanas de su abuela paterna. De estas mujeres aprendió el ejercicio de la caridad. Solían socorrer a muchos pobres que se acercaban por la casa, y Antonio gustaba de ser el encargado de dar las limosnas a estos necesitados en propia mano.
El padre de Antonio era el propietario de una carpintería en Alfafar y de un almacén de maderas en Benetússer. En la carpintería eran realizados toda clase de trabajos y se elaboraban mecanismos y artilugios tales como norias, barcos para el marjal y para pescar en la albufera, así como reformas de carpintería para casas.
Se cuentan muchas anécdotas de Antonio en su infancia, como la de haber retorcido el pescuezo a todos los patos del corral de su padrino, hecho que lejos de incomodar al dueño de los patos fue tomado por éste con cierta gracia, advirtiendo en ello un signo de precocidad en el pequeño. También, a sus seis años, protagonizó la graciosa travesura de ir a comer higos con más niños de su edad a una higuera particular, sorprendiéndoles el alguacil, quien para disuadirles para que no volvieran a repetir aquello, les amenazó con encerrarlos en el calabozo. Salieron corriendo atemorizados hacia sus casas todos los niños, mas Antonio marchó directo a casa del alcalde, don Francisco Baixauli, que era primo hermano de su abuelo materno. Era éste Teniente Coronel Médico del cuerpo de Sanidad. Antonio interrumpió con su visita una reunión al parecer bastante importante de políticos venidos de la capital, e interpeló a don Paco, delante de los presentes, para que tomara la espada de su uniforme y fuera a someter al alguacil, el cual pretendía encerrarlo en el calabozo junto con sus amigos. Los reunidos tomaron con tanta gracia este episodio, que siempre don Paco, al igual que su esposa, lo recordarían con cariño. Doña Francisca Romeu Baixauli recuerda también que solía compartir con él ratos de juegos infantiles en la acequia de la Mola, en la Fila, donde se reunían muchos niños. Destaca que en aquella época ya era un niño muy vivo, inquieto y con una imaginación muy creativa.
Su abuelo Antonio Rodrigo trabajaba las tierras de los Padres Capuchinos del convento de la Magdalena de Massamagrell. Acostumbraba el abuelo a llevarse al nieto para que le hiciera compañía. Antonio recorría todas las dependencias de la clausura del convento a su antojo, ya que por su simpatía y sus inclinaciones religiosas, tan evidentes en su corta edad, se había ganado el cariño de los frailes capuchinos.
En estos ambientes y en estas prácticas, Antonio Ferrer iba creciendo y madurando en las cosas piadosas. A su vez asistía a la catequesis impartida por el vicario parroquial. En aquel tiempo se incorporó al grupo de monaguillos de la parroquia. A la edad de 9 años, el 25 de mayo de 1930, festividad de la Santísima Trinidad, tomó la primera en la parroquia de Alfafar.


Foto actual de la parroquia de la Virgen del Don de Alfafar (Valencia). Durante la guerra civil se incendió el templo y se acabó convirtiendo en mercado y, posteriormente, teatro. La restauración comenzó en 1940 de la mano del rector Fermín Vilar Taverner.
 
 
De monaguillo a adolescente al servicio de la Iglesia
Antonio era un chico de trato agradable y bello aspecto, con su cabello rubio en el que se ensortijaban algunos bucles: ovelleta (ovejita) le llamaban algunos cariñosamente. Se recuerda que en aquella época se tomó ya muy en serio su labor de monaguillo, y así fue creciendo dentro de la parroquia, hasta que llegó a la edad en que los chicos dejaban de frecuentar la Iglesia, cosa que no sucedió con Antonio, en quien muy al contrario se fue enraizando una inclinación hacia las cosas de la religión y del culto, no corriente en los niños de esa edad. Era frecuente verle marchar a la iglesia con su misal, ayudando a misa, pasando la bandeja de la colecta, llevando la cruz en los entierros y en las procesiones, etc. Sobre todo será recordado en sus momentos de oración silenciosa ante el Santísimo o rezando el rosario a la Virgen del Don. Gustaba de la lectura espiritual y religiosa; entre los libros que conserva la familia figura el devocionario “Áncora de Salvación”, de José March, así como la novela “Hasta que descanse en ti” de Domingo Arrese, ambientada en el cristianismo primitivo y en torno a la figura de San Agustín.
El párroco tenía depositada en él toda su confianza. Le encomendó la organización de la escolanía, enseñando en tal menester a los más pequeños. Sus amigos le recuerdan en la edad de adolescente como un chico cuya conversación era un constante trato de las cosas referentes a Dios. En 1930, al llegar don Fermín a la parroquia de Alfafar, descubrió en Antonio un eficaz ayudante. Así muchas de las actas de bautismo, defunción o matrimonio celebradas por don Fermín figuran en los registros parroquiales de puño y letra del mismo Antonio.
Pertenecía a la cofradía del Rosario, en cuyas iniciativas participaba activamente, como en el hecho de rezar el rosario los domingos del mes de octubre por las calles del pueblo. También estaba afiliado a la cofradía del Sagrado Corazón de Jesús, al cual tenía mucho fervor, y era el centro de su vida espiritual. El consiliario de la cofradía, el coadjutor don Eliseo Oriola, le inculcó muchísimo esta devoción.
Admiraba y mantenía mucho trato con los sacerdotes, como lo demuestra el hecho de que se trajera a casa a los predicadores que iban ocasionalmente por Alfafar para predicar algún novenario. Su madre, se encargaba luego de invitarles a comer. Así lo recordaba su hermana Milagros. Es probable que, de haber sobrevivido a la guerra, se hubiera manifestado en Antonio la vocación sacerdotal.
En cierta ocasión se lo llegó a confiar a su amigo José Lacreu, y al recordarle éste que su padre era carpintero y quería que le sucediera en el oficio, el respondía: “¡déjame estar con lo de la carpintería!”. Continúa recordando el mismo Sr. Lacreu que, tras reprocharle su severidad excesiva y su exagerado fervor religioso, Antonio le contestó con genio que con las cosas de Dios no se podía jugar, puesto que se trataba de cosas serias y no de frivolidades, para lo que se requería resolución. Antonio fue cultivando desde la infancia hasta la adolescencia un evidente espíritu religioso. Nunca lo ocultó y lo demostró en todas las etapas de su vida. El centro de sus intereses era la Iglesia, sirviéndola como monaguillo, perteneciendo al coro parroquial, ocupándose en otras tareas comprometidas y amándola con toda sus fuerzas. Siempre estaba ideando algo para los niños. Su imaginación e inquietudes las ponía siempre a disposición de sus semejantes.
También era un chico normal, como los demás jóvenes de su edad. Le apasionaban los animales, tenía un gato al que mimaba mucho. Le gustaba el cine y en las paredes de la carpintería de su padre colgaba carteles de películas, como el de la famosa Kin Kong. También era muy aficionado a la filatelia, hobby que inculcaba don Fermín a los jóvenes. Su colección se conserva intacta tal como él la dejó.
Solía organizar cenas en la carpintería de su padre con los amigos, y chocolatadas en una casa de la plaza para los más pequeños de la parroquia, como recordaba Valero Blanch. Siendo pequeño plantó dos palmeras, una en el corral de su abuela materna y otra en su casa, que en la actualidad es la única que se conserva. Tenía buena mano para dibujar y asistió a clases de dibujo en la Escuela de San Carlos de Valencia. Aún se conservan sus útiles escolares. Así mismo, cuando era necesario, echaba una mano a su padre, tanto en la carpintería como en las faenas agrícolas. Los domingos por la tarde solía salir de paseo con el grupo de amigos de la parroquia, juntándose con grupos de otros pueblos vecinos. Así fue como conoció a Maria Ferrandis Blanch, de Sedaví, a quien le unirá una estrecha amistad. Su madre, doña Milagros, contaba muchas veces que Antonio acompañaba a su padre, quienes solían junto con otros vecinos ir por la noche a escuchar y responder el saludo de Ave María, cuando el sereno daba la hora.
 
Militante católico
Llegó 1931 y con la II Republica la Iglesia Católica vivió malos momentos. Antonio, que se consideraba un activista cristiano, empezó a manifestar públicamente su adhesión a la Iglesia. Nunca se amedrantará ante nadie que se le oponga y nada cohibirá su libertad religiosa. En el seno de la Iglesia acababa de surgir un movimiento de laicos para propagar la fe y el enriquecimiento espiritual de los fieles. Era la Acción Católica. Don Fermín fue un entusiasta de esta nueva corriente de propagación cristiana y quiso inculcar estas ideas renovadoras a Antonio Ferrer, quien de inmediato las recibió de muy buen grado y no dudó en ponerse a disposición del movimiento. Buscó colaboradores entre sus amigos y organizó una reunión en el cine de Alfafar donde acudieron unos 20 jóvenes. Fue así como se constituyó la Acción Católica Juvenil de Alfafar, perfilándose claramente como presidente local Antonio Ferrer, siendo el secretario Eugenio Muñoz Sáez y tesorero José Lacreu Baixauli. Antonio se sintió muy satisfecho e ilusionado con la empresa emprendida, y así se lo comunicó al vicario general de Oviedo, don Juan Puertes Ramón, gran entusiasta también de la Acción Católica.
 
El Siervo de Dios Juan Puertes Ramón
Antonio se carteaba con el vicario general de Oviedo. Con la quema del palacio episcopal en 1934, suponemos que esta correspondencia perdió todo su rastro, como tantos otros documentos y objetos personales de don Juan. Según parece, la relación de Antonio con el sacerdote fue fluida. Es también sabido que don Juan Puertes, cuando regresaba de vacaciones a su Alfafar natal, reunía a todos los niños del pueblo en medio de la plaza para impartir el catecismo y Antonio le ayudaba encargándose de mantener el orden entre los críos.
Tras su muerte martirial, Antonio sufrirá la pérdida de este santo sacerdote. Será también Antonio quien, el 19 de diciembre de 1934, asistirá como acólito llevando la cruz alzada de la parroquia en el entierro del mártir de Asturias. Don Fermín Vilar, quien había marchado a Oviedo para gestionar el traslado de los restos de don Juan Puertes a Alfafar, trajo consigo los pocos objetos que pertenecieron al vicario general de Asturias, entre los cuales había un crucifijo y dos medallas que llevó don Juan en el momento de su muerte y que fueron rescatados junto con el cadáver. Don Fermín entregó a Antonio Ferrer este crucifijo y las dos medallas. Una de ellas era la de la Virgen de los Desamparados, de pequeño tamaño y que don Juan llevaba colgada al cuello; la otra medalla era del santo rostro de Cristo, de Roma. Antonio mantuvo colgados con una cinta en la cabecera de su cama el crucifijo y la medalla romana de la Santa faz. Ante estos objetos Antonio oró durante los últimos días de su vida. No cabe duda que en su corazón el joven tendrá a don Juan como a un verdadero mártir sin saber quizás que él mismo estaba llamado a seguir idénticos pasos y cuyas causas se instruyen juntas en el mismo Proceso.
 
Del acoso a la persecución
Llegó 1936 y la vida sencilla y cotidiana del joven Antonio cambiará radicalmente ante la persecución religiosa desencadenada contra la Iglesia y sus fieles por parte de grupos anarquistas y de partidos políticos de ideologías marxistas. Familiares cercanos declaran que “una de las causas de la persecución y muerte del xiquet fue que los revolucionarios no le toleraban su eficacia como militante del movimiento de Acción Católica”.
Según cuenta Doña María Ferrandis Blanch, de Sedaví, una noche visitó a Antonio en su casa y éste le enseñó un pedazo de papel con una amenaza anónima de muerte si no dejaba sus actividades y prácticas religiosas. Ella le llegó a preguntar si lo había puesto en conocimiento de sus padres, a lo que contestó que no había dicho nada para no hacerles sufrir. Se sabe que Antonio llegó incluso a distribuir clandestinamente hojas informativas sobre dicho grupo por distintas casas de la población. Recordaba doña Josefa Lacreu Puertes que, estando ambos en el cine, sentados en butacas contiguas, entraron milicianos en la sala buscándolo para amenazarlo o molestarlo y tuvo que esconderse debajo de la butaca.
Doña Carmen Pérez Ruiz, en una ocasión, se brindó a que, si estando Antonio de visita en casa de su abuela le iban a buscar los milicianos, pudiera saltar desde el corral de su abuela al contiguo de su madre y esconderse allí. Mas él, preocupado por la suerte que pudiera correr esta señora ayudándole, le preguntó si su madre estaba segura de comprometerse tanto, a lo que ella le contestó, que su madre era católica y quería ayudar a los católicos. Por su parte doña Carmen siempre ha repetido que hubiera sido capaz de esconder a Antonio debajo de las piedras si hubiera sido necesario. También recuerda doña Francisca Romeu Baixauli, que un día oyó a ciertas mujeres un comentario desdeñoso: “-¿Qué tramará este beato?”, al paso de Antonio con otros jóvenes amigos suyos en dirección hacia la huerta. Esto muestra cómo poco a poco irían siendo percibidas su persona y sus actividades desde el bando opositor.
Recordaba su hermana Milagros que a primeros del mes de julio de 1936 trajeron a casa un aviso dirigido a Antonio, desde la parroquia, en el que el arzobispado advertía del peligro de poseer documentación comprometedora. Se le recomendaba que se deshiciese de toda documentación sobre Acción Católica, por si acaso tuviese que padecer algún registro y no perjudicar de este modo a ningún miembro de la organización. Antonio no tardó en salir hacia la huerta con todo lo que poseía y allí, en un lugar que se desconoce, enterró todo el archivo.
Llegaron los aciagos días del levantamiento militar y de las revoluciones populares. En los días 19 y 20 de julio de 1936, es saqueada e incendiada la iglesia parroquial de Alfafar. Antonio presenciará el asalto y destrucción de las imágenes en medio de la calle, junto a unos feligreses, entre ellos Josefa Baixauli Vila, ya fallecida. Esta señora contaba que los milicianos iban sacando las imágenes de la iglesia y las arrojaban en la hoguera. Antonio, cuando veía precipitar hacia el fuego una imagen cambiaba el rostro y se angustiaba. Llegado el turno del Sagrado Corazón, a quien tanta devoción profesaba, no pudiéndose contener, se acercó a los milicianos, recriminándoles tal acción. Ellos le asestaron: “-Te acordaras de estas palabras; te vamos a matar”.
Este detalle no es más que una muestra sintomática de que las razones por las que se le acosaba eran de índole religiosa. No cabe duda que se le buscaba a causa de la firmeza en sus creencias. El mismo día 19, unas horas antes de que asaltaran la iglesia, Antonio formará parte de un grupo que se presentará en casa del alcalde para impedir y prestarse para proteger el templo, mas no obtuvieron ayuda por parte del edil, quien les disuadió alegando garantías de que el templo estaría a salvo. También la firma de Antonio aparecerá entre las recogidas para impedir que se destruyese la iglesia.
En aquella situación de inseguridad y de incertidumbre, los padres de Antonio reaccionaron con diligencia y decidieron alejarlo inmediatamente de Alfafar, ya que recelaban una persecución seria contra él. Téngase en cuenta que estamos en el contexto de un enfrentamiento personal y directo de Antonio con la turba de asaltantes de la iglesia. Cabe pensar que en aquel momento debió desencadenarse una fuerte bronca verbal que terminó con la citada declaración de venganza mortal, algo que claramente iba bastante más allá de una simple amenaza. Evidentemente esto debió llegar a oídos de los padres de Antonio quienes con cierta precipitación deciden hacerlo desaparecer. Es de este modo como el 21 de julio, al día siguiente de haber sido incendiada la iglesia, lo llevan a casa de su tía Consuelo, hermana de su madre, en Sollana.
El 22 de julio le tocará vivir en este pueblo como fueron destruidos los retablos e imágenes del templo parroquial de Santa María Magdalena de Sollana. Con carros y un camión destartalado, los milicianos se llevaban retablos y enseres de la Iglesia para ser quemados. Esta ominosa comitiva pasó por la calle de Sueca, por delante de la casa donde estaba refugiado Antonio. Pero su estancia en Sollana fue breve, ya que allí contrajo el tifus y para evitar el peligro de contagio a sus primos, su padre lo trajo nuevamente a Alfafar. Con mucha cautela pasó en casa toda la convalecencia. Nadie en Alfafar supo de la vuelta a casa de Antonio, a excepción de unas vecinas de casa, de plena confianza de su madre, las cuales llegaron incluso a visitarlo. En aquellos días comenzó a crecerle la barba, pero por miedo a ser delatado no se llamó al barbero. Estas vecinas, doña Inés Giner Ricart y doña Carmen Juan Pablo -La Póncia-, al ver a Antonio en aquel estado y con la candidez que manifestaba cuando se recogía para rezar, comentaron que parecía un San Luis Gonzaga. Esta candorosa anécdota constituye un testimonio aportado por la hermana de Antonio, Milagros Ferrer Rodrigo, quien la había oído repetidas veces de su madre.
 
Detención y muerte
Una vez restablecido, Antonio ya no volvió a marchar a Sollana y poco tardó en volver a salir a la calle. Su padre pensaba ingenuamente que su hijo no corría peligro, puesto que ya había pasado un tiempo prudencial. Pero el 2 de diciembre de 1936 se presentaron dos milicianos y dos funcionarios del Ayuntamiento para arrestar a Antonio. Eran sobre las 11 de la mañana. Le dijeron a Antonio que los acompañara al Ayuntamiento puesto que querían hacerle unas preguntas. Su padre, ante tal requerimiento confesó que no deseaba abandonar a su hijo y que a donde lo llevasen exigía él también ir. Ante las serias advertencias hechas a don Eliseo para que no hiciese tal cosa, por las graves consecuencias que pudieran desencadenarse contra él, éste no dudó en ir con su hijo para protegerlo. Se ha convertido en proverbial una frase que hoy recuerdan muchos y que resume su valiente actitud: “-allá donde llevéis a mi hijo iré yo”. Terminaron llevándose a ambos al Ayuntamiento y la familia ya no supo más de ellos.
Don Amadeo Sáez, amigo de la infancia, todavía recuerda haberlos visto detenidos. Él se encontraba sentado en un banco de la plaza, pasaron por su lado, recuerda que Antonio iba muy sereno, y aún se despidió de él, con un gesto de despedida consciente quizás de que su muerte podía estar muy cercana. Fueron conducidos al Ayuntamiento y detenidos durante siete largas horas en los servicios del recinto donde los músicos de la banda ensayaban. Hay que resaltar este detalle, ya que casi todos los demás detenidos y asesinados durante ese tiempo fueron conducidos a la Villa de San Bartolomé donde se encontraba el comité.
Una de las causas determinantes de su detención, según los testimonios que conocieron a Antonio y vivieron los acontecimiento de cerca, fue su espontaneidad. Según se ha dicho, el joven no ocultaba ante nada ni nadie sus sentimientos religiosos, manifestando incluso indignación y afrontando con la palabra todo lo que no consideraba lícito, o cuando la causa lo requería. Doña Carmen Pérez asegura que los milicianos lo detestaban a causa de su profunda creencia religiosa, y les resultaba incómodo. Cree esta señora que sus padres le tenían que haber aconsejado que fuese más prudente con sus palabras y comentarios. No obstante nadie jamás llegó a ponderar que sus comentarios fueran tan incómodos a los milicianos hasta el punto de que a causa de ello le profesaran odio mortal.
Al anochecer de ese mismo día, padre e hijo fueron conducidos en un coche a la torre de Espioca en el término de Picassent. Llegados allá los hicieron bajar del coche, Antonio iba rezando, sin dejar de murmurar sus oraciones, y según testigos las últimas palabras que pudo pronunciar fueron: “¡Viva Cristo Rey!”, ya que con una navaja le cortaron la lengua, según parece por negarse a decir donde había ocultado determinados objetos de la Iglesia, pero sobre todo para castigarlo sádicamente por sus comentarios y, cómo no, para que no hablara más de Dios antes de morir.
En presencia de su padre recibió un tiro en la sien y así dieron fin a la vida de este joven de 15 años cuyo único delito consistió en haber creído en Dios. A continuación, mataron a su padre de un tiro. Dejaron los dos cuerpos sin vida abandonados en aquel lugar, hasta que al día siguiente unos empleados del Ayuntamiento de Picassent los llevaron al cementerio de esta población. A don Eliseo lo enterraron en una fosa común, pero el sepulturero sintió gran lástima al ver el cadáver de un chico tan joven, y enterró a Antonio aparte, en un nicho vacío de un panteón particular.
 
(Sobre el lugar del martirio, ya lo comentamos en este artículo
          Al terminar la guerra se descubrió definitivamente que habían sido muertos en la torre de Espioca y que habían sido enterrados en el cementerio de Picassent. Doña Milagros, al inhumar el cadáver de su hijo Antonio, encontró en el bolsillo de su chaqueta una pequeña medallita de la Virgen de los Desamparados que debió pasar inadvertida a sus torturadores. Fue el único consuelo espiritual que pudo tener. Justamente era la misma medalla que había llevado don Juan Puertes Ramón colgada en su cuello en el momento de su muerte.
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