Viernes, 29 de marzo de 2024

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La "conversión" de Habermas: acotaciones a un diálogo con Ratzinger

por Angel David Martín Rubio



De verdadera distorsión cabe calificar el titular de prensa que pone en relación una presunta “conversión” del filósofo alemán Jürgen Habermas con una conversación sostenida con Ratzinger.
 
De entrada, enseguida se aclara el sentido de la mentada “conversión”, que ya las comillas tipográficas nos hacían sospechar sería sui generis: "¿Han dicho a Dios? Como mínimo, Habermas ha descubierto la religión". Nada de extraño tiene una cierta evolución en la consideración del hecho religioso de alguien que, como Habermas ha transitado desde el revisionismo marxista de la Escuela de Frankfut a unas posiciones de reencuentro con la razón desde una permanente recurrencia al neokantismo. De ahí a hablar de "conversión" o ni siquiera de una justa apreciación del hecho religioso hay una distancia insalvable.
 
Ahora bien, la complaciente comentarista no duda en hablar de “milagro” y en ponerlo en relación con una conversación pública sostenida años atrás con Ratzinger: "Aunque el converso parece aún lejos de percibir las profundidades del hecho religioso y se queda en el utilitarismo social, no cabe duda de que se trata de un milagro y habría que atribuirlo, si revisamos sus propias fuentes, a la conversación que Habermas mantuvo con el cardenal Ratzinger antes de que éste se convirtiese en Benedicto XVI".
 
En realidad, más que de conversación habría que hablar de debate, en referencia al sostenido el 19 de enero de 2004 en la Academia Católica de Baviera (Munich) entre el filósofo alemán Jürgen Habermas y el Cardenal Joseph Ratzinger, entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El tema abordado fueron “las bases morales prepolíticas del Estado liberal”.
 
Como punto de partida, Habermas se preguntaba: "¿Es posible que el Estado liberal secular se sustente sobre unas premisas normativas que él mismo no puede garantizar?" mientras que Ratzinger partía de una constatación: "La cuestión de qué es entonces realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta".


 
En su intervención, Jürgen Habermas propone entender la secularización cultural y social como un doble proceso de aprendizaje que obligue tanto a las tradiciones de la Ilustración como a las doctrinas religiosas a reflexionar acerca de sus límites ("Propongo un aprendizaje entre razón y fe acerca de sus límites").
 
Los fundamentos del liberalismo político proceden en última instancia de las fuentes profanas de la filosofía de los siglos XVII y XVIII. A su entender, desde el punto de vista católico nada se opone en lo esencial a una fundamentación autónoma (es decir, independiente de las verdades reveladas) de la moral y el derecho.
 
A mi juicio Habermas ha planteado de manera acertada —aunque con respuesta errónea—el punto central del debate: dada una situación de hecho como es la consideración del relativismo moral y la ausencia de fundamento trascendente por parte de los estados liberales ¿es aceptable tal posición desde el punto de vista católico?

Simplemente el hecho de que pueda plantearse la pregunta ya nos alerta ante un profundo cambio en la consideración desde la que la doctrina católica se ha enfrentado a este problema pues como afirma, un tanto despectivamente, Habermas: "La teología y la Iglesia no fueron capaces de afrontar hasta mucho más tarde los desafíos del Estado Constitucional surgido de la revolución francesa". Más adelante precisará el momento en que se produce ese cambio: "lo cierto es que hasta los años sesenta del siglo pasado el catolicismo tuvo dificultades para asumir el pensamiento secular del humanismo, la ilustración y el liberalismo político". Conviene precisar que la referencia a los años sesenta alude a las perspectivas teológicas abiertas en el entorno del Concilio Vaticano II.
 
Pero, contra lo que afirma el filósofo alemán, la Iglesia sí que afrontó esos desafíos, primero desde la vida (pensemos en los mártires de la Revolución Francesa o en la resistencia armada a la revolución en toda Europa) y, en paralelo, desde la enseñanza magisterial y la reflexión teológica. Lo que ocurre es que no lo hizo desde posturas que hoy hubieran sido del gusto de Habermas sino que supo descubrir desde el principio, no solo la incompatibilidad entre la doctrina liberal y el catolicismo sino los enormes costes de dicha ideología desde un planteamiento humano y sobrenatural: pensemos, por ejemplo, en el surgimiento de la cuestión social en términos dramáticos a lo largo del siglo XIX.
 
Ahora bien, tiene razón Habermas en detectar un cambio de discurso en el momento en que el proceso secularizador es aceptado como irreversible (e incluso hasta deseable) en muchos círculos católicos; lo difícil es justificar cómo podría la Iglesia admitir que el poder temporal tenga unas normas autónomas ajenas a cualquier límite moral. De hacerlo, vendría a reconocer —al estilo de Habermas— la democracia liberal como la norma suprema de la sociedad ("La esencia de la legitimidad democrática está sólo en el derecho"). Adhesión que, de imponerse de manera hegemónica, pugnaría con la constante enseñanza previa.
 
También resulta interesada la presentación que se hace de los límites que la teoría constitucional imprime al absolutismo del Estado. Es cierto que la concepción positivista de la voluntad de Estado (ajena, por cierto, al catolicismo, se le “olvida” apuntar a Habermas) deja amplios flecos del Estado y lo político sin someter al derecho pero no lo es menos que la ausencia en el Estado constitucional de una autoridad que se sustente en una sustancia prejurídica, lejos de ser una garantía de respeto a las libertades y a los derechos humanos, deja a éstos inermes ante los vaivenes de la opinión pública y de los sistemas de representación política. Más aún cuando, en la práctica, ni siquiera existen instancias técnicas de control como podría ser, por ejemplo, un tribunal constitucional independiente de la clase política.
 
Para Habermas el proceso democrático es "un método para la creación de legitimidad a partir de la legalidad", recusando así a quienes piensan —pensamos— que es necesario un fundamento extrínseco en convicciones religiosas (mejor aún, en la Revelación) y nacionales (históricas). Poner en relación esta posición de manera exclusiva con la derecha hegeliana y no con el pensamiento tradicional católico es uno de los fáciles recursos que emplea Habermas para desacreditarla.
Silencia, en cambio que las ideologías nacidas de Hegel comparten con el liberalismo un mismo sustrato que es la renuncia a una fundamentación en la verdad revelada de la moral y el derecho; ambas corrientes tratan de resolver la cuestión por caminos diversos pero, desde el punto de vista intelectual, no es legítimo identificar a la derecha hegeliana con quienes aceptan la Revelación como fundamento de la moral y del derecho, silenciando la autonomía de esta última posición y su radicación en la verdadera tradición cristiana.

La presunta “conversión” ahora detectada, únicamente radica en que —a diferencia de posiciones más radicales— Habermas no renuncia a una cierta intervención de la ética en la democracia. El problema está en que la reduce a una mera suministración de argumentos para participar en la vida pública sin pretender por ello ninguna decisión sobre los presupuestos de una dinámica política autosuficiente: "Sin duda, los motivos para la participación de los ciudadanos en la opinión pública y los procesos de decisión tienen su origen en proyectos de vida éticos y formas de vida culturales; pero las prácticas democráticas desarrollan una dinámica política propia".
 
La justificación que hace Habermas del recurso a políticas propagandísticas como las de la memoria de carácter autocrítico y la criminalidad de masas, nos revela la verdadera cara de un liberalismo que aparenta renunciar a cualquier idea previa para luego servir de instrumento a la promoción de mentalidades y políticas muy concretas. Pensemos, por ejemplo, en la difusión de mentalidades divorcistas, abortistas, laicistas… promovidas de manera sistemática desde el propio Estado en todos los países sometidos al sistema democrático constitucional tan del agrado de Habermas. Cerrar los ojos a la conexión entre los procesos políticos y la descristianización que se ha producido en los últimos siglos y se ha acelerado en los últimos decenios sería negar la realidad.

Por último, Habermas parece alarmado ante la posibilidad de que la crisis —cada vez más difícil de disimular— del modelo que él sustenta, provoque la posibilidad de un retorno a la fundamentación religiosa: "hoy en día vuelve a encontrar eco el teorema según el cual sólo la orientación religiosa hacia un punto de referencia trascendente puede sacar del callejón sin salida a una modernidad que se siente culpable". La evocación del contexto intelectual de la República de Weimar y de figuras como las de Schmit y Heidegger no puede ser más interesada a este respecto.
 
La pervivencia de la religión en un entorno cada vez más secularizado lleva a plantear la posibilidad de un diálogo fe-razón. Eso sí un diálogo con cartas marcadas porque previamente parte de la crítica de las posturas que pretenden desbancar a la razón de su autonomía, no ya una postura católica, sino la de autores como Kierkegaard, Schleiermacher y Marx. Emplea de nuevo un recurso muy parecido al que ya vimos antes englobando indiscriminadamente con la posición católica otras, esencialmente divergentes, pero a las que se podría hacer una objeción común: "A pesar de carecer inicialmente de intención teológica, la razón que se hace consciente de sus propios límites acaba convirtiéndose en otra cosa, sea por medio de la amalgama mística con una conciencia de aspiraciones cósmicas, o la espera desesperada de un acontecimiento histórico en forma de mensaje redentor, o la solidaridad anticipatoria con los humillados y ofendidos, que pretende acelerar la redención mesiánica. Estos dioses anónimos de la metafísica poshegeliana —la conciencia de alcance cósmico, el acontecimiento inmemorial y la sociedad no alienada— son presa fácil para la teología, pues se prestan a ser descifrados como seudónimos de la trinidad del Dios personal que se comunica a sí mismo".
 
Tolerar —como hace Habermas— una aportación de lo religioso a la medida del ejemplo que él mismo pone de cómo la idea del ser humano a imagen y semejanza de Dios se traduce en la idea que todos los hombres poseen la misma dignidad que debe respetarse incondicionalmente, es caer en la trampa de reducir la religión a ética de consenso y a despojar al catolicismo de lo que le resulta esencial para garantizar la fidelidad a su propia esencia. Volviendo al ejemplo aducido por Habermas, dicha traducción no resuelve el problema de quiénes son los hombres cuya dignidad hay que respetar incondicionalmente: ¿Lo son acaso los miembros de otros pueblos o de otras clases sociales, como niegan algunos de los herederos de Hegel? ¿O lo son los no-nacidos, como niegan los algunos de los herederos del racionalismo ilustrado?

La religión —al menos la religión que todavía pretendiera seguir presentándose como la única verdadera— no podría caer en la trampa, para que el democratismo liberal de Habermas tolere su existencia, de renunciar "a erigirse en monopolio de la interpretación y a organizar la vida en todos los aspectos, para lo cual deberían cumplirse condiciones como la secularización del saber, la neutralización de la autoridad estatal y la generalización de la libertad religiosa". El ordenamiento jurídico universalista y la moral social igualitaria no son, como pretende Habermas, realidades meta-históricas que el hombre religioso debe aceptar como derivados del ethos de su propia comunidad religiosa. Son opciones temporales, fruto de las propias carencias del ejercicio de la libertad, que han supuesto altos costes para la historia de la humanidad y que, como tales, habrán de ser juzgadas a la luz de la razón y la revelación, sin dejar que reemplacen a estos dos criterios externos y autónomos.


 
Por su parte y como respuesta a estas apreciaciones, el teólogo Joseph Ratzinger comienza situándose en un terreno netamente filosófico —lo que no es poco conceder— pues acepta las posiciones en que Habermas ha situado el debate, pero introduce una novedad: la filosofía como árbitro que despoja incluso a la ciencia de conclusiones precipitadas y certezas aparentes. La responsabilidad de la filosofía sería: "expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que a menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia solo permite mostrar aspecto parciales".
 
Coincide Ratzinger con Habermas en que el poder sometido a la ley y puesto a su servicio es lo que permite cerrar el paso a la arbitrariedad y vivir la libertad como algo compartido por toda la humanidad. Pero si, para el profesor de la escuela de Frankfurt, "la constitución del Estado liberal puede satisfacer su necesidad de legitimación de forma autosuficiente, es decir, a partir de los recursos cognitivos de una economía argumentativa independiente de toda tradición religiosa y metafísica", el entonces cardenal Ratzinger no puede por menos que preguntarse por el fundamento extrínseco de la ley: "¿De dónde surge la ley, y cómo debe estar configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de legislar? Por un lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones internas".
 
A pesar de tal cuestionamiento, vuelve Ratzinger a coincidir con Habermas en el común aprecio al marco político liberal cuando expresa su opinión de que "el hecho de que se garantice la participación colectiva en la creación de las leyes y en la administración justa del poder es el motivo fundamental para considerar la democracia como la forma más adecuada de ordenamiento político". Al expresar dicha opinión, Ratzinger se sitúa al margen de una amplia corriente de pensamiento —representada en buena medida por católicos— que precisamente han demostrado las deficiencias de la democracia no solo desde el punto de vista de los principios, sino también como mecanismo de participación y control del poder.
 
Sin embargo, la historia demuestra —y no puede por menos Ratzinger que reconocerlo— que la que él considerada forma más adecuada de ordenamiento político, no resuelve la cuestión de los fundamentos éticos del derecho, "la cuestión de si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas, o, inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y que por lo tanto estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban ser respetadas siempre por ésta". No se puede negar la existencia de una cierta contradicción al dar por bueno un sistema que lleva jurídicamente a efectos que, se reconoce, son inadmisibles y se echa de menos haber recordado que no es posible en conciencia instalarse tranquilamente en él, sin hacer lo necesario por enderezarlo y por desligarse de responsabilidades que no se pueden compartir.
 
Reconoce Ratzinger que también de la religión se pueden derivar efectos que conducen a la intolerancia y el terror, pero no es menos cierto que también la bomba atómica fue un producto de la razón por lo que, a su vez, se puede poner en duda que sea una potencia fiable. Pero no parece admisible —ni como mera hipótesis— la homologación de las creencias religiosas ni, menos aún, de sus concreciones sociales, de las civilizaciones vinculadas a una religión: pensemos, por ejemplo, en el norte de África frente a la Europa que fue cristiana.
 
Una fe y razón que pretendieran limitarse recíprocamente, ayudarse mutuamente a enfilar el buen camino —como sugiere Ratzinger— no podría prescindir de un primer servicio que, históricamente, la razón ha prestado a la fe en el terreno de la apologética. Aunque no parece ser este el terreno en que se sitúa la propuesta del teólogo alemán, la propia razón ayudaría a demostrar que de la propia existencia de una diversidad de religiones con contenidos muchas veces incompatibles se deduce que no todas pueden ser verdaderas. Sostener que ninguna de las religiones puede responder a una revelación objetiva resulta menos ilógico que postular que todas ellas lo hacen aunque sea en grados diferentes. A mi juicio resulta más coherente, aunque no por ello acertado, negarse a dar el salto en el vacío que supone el acto de fe que, una vez, dado admitir que pueda tener por objeto afirmaciones contradictorias.

Tan sorprendente como la abdicación a la articulación fe-razón en los términos en que ha fraguado históricamente en la doctrina católica, resulta la renuncia a la idea del derecho natural que, como reconoce Ratzinger, ha sido, en especial en la Iglesia Católica, "la figura de argumentación con la que se apela a la razón común en el diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades religiosas". 
 
Pensar, como hace Ratzinger, que el triunfo de la teoría de la evolución pone en crisis la idea del derecho natural no solamente es conceder a dicha teoría más de lo que parece de recibo sino confundir dos corrientes en la interpretación del derecho natural a las que se ha aludido anteriormente como mera sucesión en el tiempo cuando responden a presupuestos filosóficos muy diversas. Una es la concepción del derecho natural griego y católico, que pasa por Santo Tomás y la neo-escolástica española (Vitoria y, particularmente, Suárez). Y otra la del iuspositivismo racionalista que arranca de Grocio.

Para el derecho natural de tradición cristiano-aristotélica lo bueno y lo justo se han de medir conforme a las exigencias ordenadas (en cuanto dirigidas a un fin) de la naturaleza humana, que siempre y en todos los casos ha de interpretarse según un criterio teleológico. El principio finalista, que tiene su raíz en la metafísica del ser, es, pues, el fundamento de la unidad esencial del ser y del deber, del ser y del bien. Y no cabe concebir el fin del hombre, esa es la aportación esencial del cristianismo, al margen de su vocación sobrenatural. Por el contrario, el iuspositivismo racionalista arranca del giro epistemológico y metodológico característico de la modernidad que conducirá más tarde hacia la implantación del paradigma formalista y declarará definitivamente la autonomía del derecho frente a la religión o la moral.

La evidencia de una naturaleza irracional pondrá de relieve las falacias de este segundo iuspositivismo pero no veo en qué manera afecta a la primera corriente. Muy ceñido al ámbito cultural alemán y anglosajón y al igual que ocurría con Habermas, el pensamiento de Ratzinger se constata deudor de la filosofía moderna y revela un desconocimiento o preterición del pensamiento católico tradicional que ha tenido probablemente en España sus cauces de expresión más brillantes y fecundos.

Destronado —de manera tan poco convincente— el derecho natural de arraigada vinculación a la doctrina política católica, apenas queda lugar más que para una respectiva labor de vigilancia mutua entre fe y razón en la que resulta problemático incluso determinar quién se erige en portavoz de una y de otra. "De acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerse ante el otro lado".
 
Mucho más que una invitación a la conversión que hubiera sido acogida por Habermas, de las palabras de Ratzinger parece deducirse la propuesta de un diálogo en el cual, frente a la voz de la fe cristiana se alza la racionalidad secular occidental. Aunque en ninguno de los dos casos ni quiere ni puede explicitar qué instancias serían capaces de formularla las relativas propuestas con alguna unanimidad.

Y sin embargo, la cuestión no queda resuelta: porque si la razón del Racionalismo no es sino caricatura de la verdadera razón, también la fe queda diluida al convertirse en ese interlocutor que conversa amigablemente con la razón de igual a igual en busca de una mutua depuración.

Al final, un diálogo así planteado no sería más que el monólogo de dos imposturas que ocuparían el lugar de la fe y de la razón.
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