Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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18 horas del 6 de agosto, en el Triunfo de Antequera

por Jorge López Teulón

Recordamos hoy a los siete Capuchinos mártires de Antequera. A estas horas los cuerpos de cinco de los siete capuchinos del Convento de Antequera yacen por el suelo ante las puertas de su propia casa. Podéis conocer la historia entrando en el blog:
Fray Alfonso Ramírez Peralbo nos explica los sucesos ocurridos hace 75 años. La causa de canonización de los mártires capuchinos de Antequera se halla en Roma desde 1997. Estos son los nombres de los Siervos de Dios:
·         Fray Ángel de Cañete (José González Campos)
·         Fray Gil del Puerto de Santa María (Andrés Soto Carrera)
·         Fray Ignacio de Galdácano (José Mª Recalde Maguregui)
·         Fray José de Chauchina (Alejandro Casares Menéndez)
·         Fray Crispín de las Cuevas de San Marcos (Juan Pérez Ruano)
 
·         Fray Luis María de Valencina (Jerónimo Limón Márquez), fue asesinado el 3 de agosto en el Callejón de los Urbina de Antequera.
·         Fray Pacífico de Ronda (Rafael Rodríguez Navarro), fue fusilado el 7 de agosto. Detenido en el calabozo de la Comisaría de Policía municipal de los Remedios de Antequera, le hace creer que ha sido puesto en libertad y le disparan nada más salir.

Relato del martirio
Dentro del convento, los religiosos tenían la consigna de reunirse en la iglesia apenas notaran algún signo externo de peligro. En la mañana del día 6 de agosto se oyeron disparos en la proximidad del convento, los religiosos corrieron a la iglesia y el P. Gil del Puerto consumió las Sagradas Especies. Poco después, el P. Ángel de Cañete, que era el Padre Guardián se asomó a la explanada, por la ventana del coro, y tranquilizó a sus compañeros ya que aquellos disparos que se habían oído no habían ido dirigidos al convento y pidió que todos encomendaran al Señor a aquellas personas que en esos momentos habían sido asesinadas.
A las cinco de la tarde llamaron fuertemente a la puerta. Doce escopeteros, bien armados, pedían a grandes voces la salida rápida de los religiosos. El P. Guardián comprendió inmediatamente de qué se trataba y salió el primero. Los demás religiosos, aferrados fuertemente a su crucifijo, y, vestidos con el hábito capuchino, se pusieron en fila junto a la puerta del convento.
El P. Guardián, arrodillado ante ellos, les recordaba las muchas limosnas que, en aquella misma portería, se habían repartido, diariamente, a los pobres; la inmensa caridad que siempre se había tenido allí mismo con los obreros y los necesitados y que eran inocentes de los crímenes por los que querían quitarles la vida. Varias veces repitió ante ellos aquella súplica tratando de convencerles, pero ellos, insensibles a todo ruego, no se conmovieron.
Bastaba haber conocido un poco al P. Ángel de Cañete para comprender con cuánta razón les dirigía aquellas súplicas, ya que por todas partes, era conocido como el padre de los pobres y de los más necesitados. Precisamente él era el que buscaba trabajo a los parados, o ayudaba con generosas limosnas a los más pobres.
Los revolucionarios -escribió el Diario La Unión, de Sevilla, el 29 de agosto de 1.936 en su edición de la tarde- al asesinarlo despiadadamente, han estado una vez más en contradicción con ellos mismos. Porque el P. Ángel era un verdadero padre de los pobres. Su celda era una agencia de colocaciones: su maquinilla, antigua y desvencijada, escribía sin cesar docenas de cartas, con­testación a las peticiones de favores, trabajo y limosnas, importu­nando a sus amigos y poniendo al servicio de los obreros su actividad prodigiosa. Nada para sí, ni por su propio medro o interés, sino que su lema era: todo para obras de caridad y socorro de los necesitados. Salir el P. Ángel a la calle y recibir continuas muestras de agradecimiento de sus protegidos, era una misma cosa. Lo mismo ocurría en las fábricas, en los tranvías, estaciones del ferrocarril y donde quiera que posara sus plantas, dejaba una colonia de obreros, a los que él desinteresadamente les había proporcionado un decoroso bienestar.
Apóstol de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y del Amor Misericordioso, su ideal más ferviente fue la implantación del Reinado Social del Corazón de Jesús en España, que viene a reinar pisando la alfombra roja de su sangre”.
“-Y, ¿por cuál de todos estos servicios me queréis fusilar?”, continuó diciendo el P. Ángel arrodillado ante sus verdugos.
Su comportamiento estaba claro. Aquellos corazones endurecidos,  y por un momento indecisos, se quedaron pensativos ante las tiernas súplicas del religioso. Y dicen que uno de aquellos escopeteros al oír aquellas palabras tan llenas de amor y de bondad, se echó sobre él y lo abrazó prorrumpiendo en un gran llanto...
“-¡Ya está bien de palabras de ese tipo!”, dijo uno. “¡Salid, todos!”, añadió. Y acompañó esta orden con malas palabras llamándolos cobardes y afeminados. Una gran multitud los esperaba en la explanada del convento, y ante la aparición de los religiosos, prorrumpió en obscenas exclamaciones y vociferando y gritando los acompañó hasta el Triunfo, monumento levantado en el centro de la explanada, y que la piedad de los antiguos padres había erigido en honor de la Inmaculada. Sobre una airosa columna estaba colocada la imagen de la Virgen María que en ese preciso momento parecía sonreír como una promesa, mientras que sobre la fachada de la iglesia, la estatua del Seráfico Padre S. Francisco, se levantaba gigantesca como una bendición…
El P. Guardián, teniendo entre los labios un pequeño crucifijo, llegó hasta la verja que rodea el monumento, y allí se apoyó como para pedir la ayuda de la Virgen siendo abatido por el fuego de las balas. Al caer herido de muerte salpicó con su sangre el monumento de la Virgen. El cadáver del nuevo mártir dirigía su mirada, sonriente, al cielo, estrechando y apretando fuertemente con sus labios el pequeño crucifijo.
 
En el Triunfo de la Inmaculada
Tras fusilar al Padre Guardián, P. Ángel de Cañete, salió a continuación el P. Gil del Puerto de Santa María, prefecto de estudios del Colegio. “Caminaba, refiere el cronista, detrás de su P. Guardián recitando el breviario, cuando una fuerte descarga de fusil lo derribó antes de llegar a la verja”.
Y siguió el P. Ignacio de Galdácano. Un disparo de escopeta le destrozó el hombro. Al sentirse herido alzó los brazos al cielo, miró a la Virgen, vitoreó a Cristo Rey, mientras que una segunda descarga lo derribó cayendo bañado en su propia sangre. Fray José de Chauchina, religioso clérigo, diácono, con Fray Crispín de Cuevas, cayeron cerca de sus hermanos, apretando entre sus manos el santo Rosario.
En el horizonte el sol, primero, se puso rojo, después, negras nubes amenazadoras lo ocultaron. El sol había perdido su brillo. Sus últimos rayos orlaban de gloria aquella sangre, derramada como la de Cristo, el mártir del Calvario. Eran como cinco rosas rojas, inmoladas en el ara de la cruz, a los pies de la Virgen Inmaculada, reina de los mártires, que venían a engrosar la larga lista del martirologio franciscano-capuchino... Tarde de gloria en la fiesta de la Transfiguración del Señor, aquel 6 de agosto de 1936.
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