Santos Timoteo y Maura de Antinoe, esposos mártires. 3 de mayo y 9 de septiembre.

Los protagonistas de esta historia, una de las más luminosas de las historias de mártires que conozco, vivieron en Antinoe de Egipto, muy cerca de la famosa Tebaida, en el siglo III. Timoteo era hijo de un presbítero llamdo Pikolpossos y era lector en la iglesia, un ministerio luego integrado en el orden sacerdotal y hoy revitalizado por los seglares. No hay que entender el lectorado como meramente leer la Escritura en la liturgia, sino como una vocación que comprendía el estudio y la predicación. De hecho este santo reunía a la comunidad cristiana en su casa, donde les leía y explicaba las Escrituras. Era un misionero nato y fue esta obra la que llevó al obispo a ordenarle lector, con vistas a que un día fuera su sucesor en el pastoreo de los fieles. No hay que extrañarse, en estas épocas los presbíteros y obispos eran casados.

Era el año 286, tiempos difíciles de la persecución de Galerio y Maximiano contra los cristianos, y poco duraría la felicidad de los recién casados. La felicidad terrena, entiéndase. A los 20 días de su matrimonio, Timoteo fue llamado ante el juez, de nombre Arriano. Este le echó en cara las reuniones sospechosas que se hacían en su casa, su interés en convertir a la “secta cristiana” al pueblo. Le pidió le entregase “los libros que les leía”, a lo que Timoteo le respondió que las Escrituras eran como sus hijos, y ni los paganos entregaban a sus propios hijos a la destrucción. Arriano le amenazó con torturas, ante lo cual el joven no se inmutó. Para castigarle donde más podía dolerle, Arriano mandó le introdujeran por los ojos y oídos dos barras de hierro ardiendo, cegándole y dejándole sordo para que no pudiera leer ni oír nunca más la Escritura. Además, le colgaron de la boca un trozo de madera, y le ataron una piedra pesada al cuello.

No contento con esto, pensó ablandarle apresando a su mujer, de 17 años. Al tenerla delante le dijo: “Sé que aún no han pasado ni veinte días desde que te has casado. Es una pena por su fe se trunque una hermosa vida juntos. Estoy seguro que podrás convencerlo para que me entregue esos libros, y así salve su vida”.

Esta, al ver a su esposo padecer, quiso suplicarle obedeciera al gobernador, pero Timoteo al que le quitaron la mordaza para que pudiera abjurar, dijo a Maura: "Que dices, querida Maura, ¿acaso no eres cristiana? Pues en lugar de alentarme a sufrir por la fe de Cristo, quieres pedirme que la abandone por conservar la vida,¿ quieres que me condene por una eternidad, y me hunda en las penas del infierno? ¿Estos son los testimonios de amor que me muestras?". Así que se engañaba el tirano si creía que Maura traicionaría a su esposo intentando que este renegara de Cristo. Esta ni llegó a hablar, pues alentó a su marido al martirio y ella misma confesó a Cristo. Fue torturada también, arrancándole el pelo a tirones pero igualmente no cejó, incluso dio gracias al gobernador por este sufrimiento, por el que esperaba sus pecados fuesen perdonados. Mientras la afligían, predicaba a Cristo y su victoria.

Una “passio” posterior peca de fabular y añade un suceso leído de otros santos: Arriano dio orden de que metieran a la mujer en un caldero de agua hirviendo, pero esta no sentía dolor alguno y salió ilesa. Sospechando de que los sirvientes no habían calentado bastante el agua Arriano ordenó a la santa le salpicara en la mano con el agua de la caldera. Cuando Maura lo hizo esto, lo escaldó, comprobando el tirano que estaba bien caliente. Arriano confesó a Dios, ordenando les liberaran, pero el demonio le tentó y se arrepintió, ordenando a Maura que sacrificase a los dioses. Ella, claro, se negó y el malvado siguió torturándola, olvidando su confesión de fe. Pío, pero es un añadido innecesario, pues más merece el mártir con el sufrimiento real que con la impasibilidad legendaria.

Finalmente, el juez ordenó fueran crucificados. Algunos del pueblo protestaron, a lo que Maura clamó: “Que nadie me defienda. Tengo un defensor, Dios, en quien confío”. Camino del martirio final, Maura encontró a su madre, y luego de abrazarla, corrió a abrazar la cruz. En este tormento de la crucifixión estuvieron durante nueve días, alentándose mutuamente, unidos por el amor a Cristo y el amor mutuo. A los diez días ambos fallecieron. Los cristianos recogieron los cuerpos y guardaron piadosamente las reliquias. Más tarde, una solemne celebración de los santos mártires Timoteo y Maura se instituyó en Constantinopla, y se construyó una iglesia en su honor. En Egipto y Grecia son muy venerados, en este último país tienen un santuario con varias reliquias. En Constantinopla se celebraba a 9 de septiembre una segunda memoria litúrgica, con gran solemnidad, hasta el siglo XV, en que cayó el Imperio de Oriente.


Fuente:
-"Triunfos de los mártires". TOMO II. SAN ALFONSO DE LIGORIO. Barcelona, 1843.