Después de “la generación del milenio”, los célebres millennials, llega “la iGeneración”: han nacido entre 1995 y 2012 y son los primeros que entran en la adolescencia con un teléfono móvil en las manos y una conexión virtual continua y en permanente evolución de posibilidades.
 
¿Ventajas? Las hay, pero el hecho de que el móvil o celular constituya una forma de vida en sí mismo más que un instrumento limitado por un fin también tiene consecuencias: “Los chicos super-conectados de hoy crecen siendo menos rebeldes, más tolerantes, menos felices y absolutamente nada preparados para la vida adulta”.



Así lo sentencia Jean Twenge, de 46 años, profesora de Psicología en la Universidad de San Diego (California) e –importante también como experiencia personal sobre el asunto– madre de tres hijos. Esa frase es el subtítulo de su último libro, iGen [iGeneración], donde explica cómo el tiempo que emplean estos jóvenes en las redes sociales en detrimento de otras actividades y –sobre todo- de las relaciones personales reales les está llevando a niveles sin precedentes de ansiedad, depresión y soledad.


 
La base de su estudio son once millones de respuestas procesadas a lo largo de años de investigación, así como un número relevante de entrevistas en profundidad para comprender la mentalidad de los adolescentes de hoy. Twenge, profesionalmente especializada en las relaciones intergeneracionales, ya hizo un estudio similar en 2006 sobre los millennials (el bestseller Generation Me [La Generación Yo]) y acaba de publicar en español, en colaboración con W. Keith Campbell, La epidemia del narcisismo (Cristiandad).


 
Los chicos de la “iGeneración” se caracterizan porque les obsesiona la seguridad, no soportan la desigualdad, son poco religiosos y muy tolerantes y su desarrollo personal y emocional es lento: se comportan con 18 años como generaciones anteriores a los 15. Es una síntesis del trabajo descriptivo de la profesora Twenge, pero ¿cómo valorar moralmente esa realidad?
 
Christopher Tollefsen, profesor de Filosofía en la Universidad de Carolina del Sur, lamenta en The Public Discourse los “déficits intelectuales y morales” de estos jóvenes, y apunta cuatro fundamentales.


 

Como se desprende del estudio de Twenge, hay una correlación directa entre el tiempo empleado en pantalla y la depresión, y en consecuencia el suicidio. Por tres causas principales:
 
-A mayor tiempo de conexión, mayor riesgo de ciberacoso.
-A mayor tiempo de conexión, menor tiempo y calidad del sueño.
-A mayor tiempo de conexión, menor extensión e intensidad de las relaciones personales.
 
La autora de iGen propone la solución obvia: limitar el uso del móvil. Tollefsen añade una reflexión: cuanto más tarde se le compre un celular a los hijos, mejor para ellos.
 

Los adolescentes enganchados al teléfono y a la multiconexión que facilita hunde su interés por las relaciones personales serias. Los espacios virtuales son el principal lugar de encuentro.
 
Pero no solo padece la sociabilidad interpersonal. También el encuentro con Dios. Twenge dedica un capítulo de su libro a la decadencia de la vida religiosa entre estos adolescentes: en 2016, de los chicos estadounidenses estudiados entre 18 y 24 años, una tercera parte no creía en Dios, lo que ella atribuye al individualismo que las nuevas tecnologías hacen crecer.
 
Y en tercer lugar, la valoración del conocimiento, solo apreciado en función de su aptitud para convertirse en dinero: una instrumentalización de la educación, en particular en el ámbito de las humanidades, que en última instancia se traduce en desinterés por la verdad, pues conocerla deja de ser un objetivo que valga por sí mismo.
 
Tollefsen señala, como anécdota, que por primera vez en su larga carrera docente se está encontrando con estudiantes realmente interesados en la célebre “máquina de las experiencias” que proponía, como estímulo para la reflexión, el filósofo libertario Robert Nozick (1938-2002): un aparato, a modo de Matrix, que nos hiciese vivir las cosas mentalmente en vez de auténticamente. ¿Sería legítimo conectarse a él? Según Tollefsen, empiezan a llegarle alumnos convencidos de que sí.


Matrix (Andy y Larry Wachowsky [ahora Lilly y Lana tras su cambio de sexo], 1999; en la escena, Keanu Reeves y Carrie-Anne Moss) plantea una hipótesis similar a la de Nozick. ¿Sería ético renunciar a la experiencia real a cambio de los placeres de la experiencia artificial? El experimento mental del filósofo norteamericano se planteaba como un argumento sobre el hedonismo y la respuesta obvia parecía negativa. Para las nuevas generaciones ya no está tan claro.
 

La “iGeneración”, sostiene Twenge, no tiene ganas de “crecer” (esto es, de asumir responsabilidades) ni nadie la presiona para que crezca. Aprender pronto a conducir y ganar pronto algo de dinero, dos elementos característicos de la juventud norteamericana, están en decadencia. El deseo de seguridad no es solo físico, añade: se extiende al deseo de evitar “riesgos intelectuales, sociales y emocionales”.
 
Esto explica la proliferación en las universidades de Estados Unidos de los denominados “espacios seguros”, que nacieron como parte de la estrategia LGTBI (un lugar donde estuviesen libres de acoso, real o supuesto), pero se han generalizado como entornos donde toda discrepancia está prohibida porque se considera “odio”.


El símbolo que caracteriza los "espacios seguros" en las universidades norteamericanas. ¿Qué quedaría de la universidad si en todo el campus se identificase debate con odio? Ya está ocurriendo.

Algo que muchos han señalado como contrario a la esencia de la vida universitaria, pues sin debate y contraste de ideas son imposibles el saber y la investigación, máxime cuando la tendencia es que los “espacios seguros” no sean puntos localizados, sino que se extiendan al campus entero.


Un alegato del profesor Jordan Peterson contra los "espacios seguros" que busca la iGeneración. Él mismo ha sido víctima de ellos.
 
Twenge señala asimismo la tendencia a equiparar la palabra con la violencia física. En esas condiciones, la maduración es imposible: “No están preparados para ser independientes, quieren que la universidad sea un entorno de protección, seguridad y comodidad como su casa”. “Para la Generación del Baby Boom, para la Generación X e incluso para la Generación del Milenio”, añade, “la universidad es un lugar para aprender y explorar, lo que implica estar expuesto a ideas diferentes de las tuyas. Para la iGeneración, la universidad es un lugar para prepararse para una carrera profesional en un entorno seguro”.
 

Los jóvenes enganchados al móvil son muy “inclusivos”, describe Twenge: apoyan la ideología de género y la causa LGTBI y el matrimonio entre personas del mismo sexo, y se alejan de la religión porque “tiene demasiadas reglas”, y muchas conciernen al sexo. No es que la iGeneración esté muy interesada en el sexo real (el porno es más “seguro”), pero sí se oponen a cualquiera que les diga cómo tienen que vivir su vida. No son, sin embargo, nada tolerantes ni inclusivos con la controversia o la discrepancia, convertidas en “microagresiones”.
 
No se implican cívica ni políticamente (su mayor compromiso consiste en compartir algo en Facebook, crear un hashtag o atosigar al discrepante): “No les apasionan las noticias y están considerablemente menos informados que sus predecesores”, dice Twenge, lo que contribuye a su polarización y, obviamente, a su manipulación.

Aunque, en última instancia, Tollefsen ironiza con que no es la mejor noticia para las causas políticamente correctas el que su apoyo provenga, no del estudio y de la argumentación, sino “del sentimiento irracional y de la pereza intelectual”.


 
Twenge señala, por último, algo en lo que numerosos profesores en todo el mundo coinciden: los jóvenes que han nacido y crecido en permanente conexión a la red llegan a la universidad sin experiencia lectora, no ya de libros, sino incluso “de artículos largos”, y son incapaces de concentrar su atención en un vídeo que dure más de tres minutos. He ahí un problema a resolver, concuerda Tollefsen, “de modo que puedan alcanzar la formación intelectual que les permita participar en debates de cierta significación nacional e internacional”.

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iGen, como libro, es más que una investigación psico-sociológica. Es una señal de alarma para padres, pues, en última instancia, la hiperconexión no es obligatoria y, sobre todo, son los padres quienes deciden cuándo empieza y cuánto dura. Se trata de decidir lo mejor para ellos para que ellos puedan decidir lo mejor para sí mismos cuando la opinión de sus progenitores ya no cuente tanto.