La pasada semana el rector de la catedral de San Simón y San Judas en Phoenix (Arizona, Estados Unidos), John Lankeit, anunció que en lo sucesivo no se permitiría a las niñas ejercer como monaguilllos.

No es una decisión pionera, pues una medida similar la habían tomado ya en Estados Unidos diócesis como las de Lincoln (Nebraska) y Ann Harbor (Michigan), pero esta vez la repercusión de la noticia se ha ido extendiendo hasta adquirir resonancia nacional primero, y mundial después.

Y no por su alcance, muy limitado, pues ni siquiera toda la diócesis de Phoenix la ha hecho suya, a pesar de la importancia del templo catedralicio. Es más, varios párrocos se aprestaron a declarar que no iban a seguir ese ejemplo. Lo que ha dado lugar a polémica en otros lugares es la razón aducida por Lankeit, que sí tiene valor universal y ha provocado un debate fuera de las fronteras de su parroquia.


Según la nota que ha hecho pública el rector, y que recoge la página web de la diócesis, se trata de animar a chicos y chicas a servir a Dios de forma diferenciada y complementaria, ellos como monaguillos, ellas como sacristanas, porque diversas experiencias han concluido que el acceso de las niñas a la condición de monaguillo está disminuyendo las vocaciones sacerdotales... y también el de vocaciones religiosas femeninas.

De hecho -y es el ejemplo que ha seguido Lankeit-, las dos diócesis que le precedieron han experimentado un incremento de vocaciones de ambos tipos tras prohibir las monaguillas

¿Por qué? Según el rector de la catedral de Phoenix, la condición de monaguillo ha sido tradicionalmente una semilla de sacerdotes, e incluso antes de la existencia de los seminarios, tal como hoy los conocemos, en algunos casos era el camino ordinario para la primera formación de los presbíteros. Entre el 80 y el 95% de los sacerdotes fueron monaguillos alguna vez durante su infancia.


Pero al convertirse en una función que pueden desempeñar indistintamente niños y niñas, su vinculación con la vocación sacerdotal, exclusivamente masculina, se atenúa fuertemente.

"Puedo entender que la gente se irrite si lo enfoca desde un punto de vista emocional, porque lo convierten en una cuestión de derechos, y parece que se le están negando derechos a alguien", se anticipa Lankeit a la crítica. "Pero", continúa, "ni yo como católico tenía derecho al sacerdocio, ni tampoco lo tenía cuando era seminarista, pues estaba probando mi vocación y era a la Iglesia a quien le competía discernirla". Con mayor razón no puede hablarse de un derecho a ser monaguillo... o monaguilla.

La presencia de mujeres en el servicio del altar empezó a introducirse en Estados Unidos a mediados de los ochenta como abuso. La Iglesia no lo aceptó oficialmente hasta 1994, recuerda William Oddie, influyente columnista del Catholic Herald británico, al afrontar la cuestión una vez ha saltado el Atlántico. Pablo VI y Juan Pablo II eran contrarios a esta práctica, pero a mediados de los noventa la Iglesia católica padecía una campaña mediática muy fuerte por la negación del sacerdocio femenino, y se cedió como excepción, aun manteniendo que la norma era animar a los chicos a esa misión.


Pero, dentro de la internacionalización del debate, Oddie añade una opinión más: la del hoy cardenal de París, André Vingt-Trois. Se la dijo en privado al mismo Oddie a finales de los noventa, cuando monseñor Vingt-Trois era arzobispo de Tours. Durante una cena comentaron el hecho de que en la mayoría de las parroquias de París no solamente las lecturas las hacían mayoritariamente mujeres, sino que también eran niñas quienes casi exclusivamente servían al altar.

"El arzobispo Ving-Trois dijo que tal vez el sacerdote no tenía elección, porque todos sus monaguillos fuesen chicas. ´Cuando llegan las niñas´, dijo, ´los niños desaparecen´. Y fue muy categórico al afirmar que, aunque había otras causas, uno de los factores que contribuían a la caída de vocaciones sacerdotales era éste".

Un testimonio de hace una década, y del influyente presidente de la conferencia episcopal francesa, parece pues corroborar los argumentos del rector Lankeit en Phoenix, donde el debate, ahora internacionalizado, continúa.