El doctor José Gregorio Hernández Cisnero (1864-1919), conocido como "el médico de los pobres" y que goza de una gran devoción en su Venezuela natal, fue beatificado este viernes en la iglesia del colegio La Salle de Caracas.

Al no poder asistir, como estaba previsto, el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado del Vaticano, presidió la ceremonia el nuncio apostólico, Aldo Giordano, en presencia del cardenal Baltazar Porras, administrador apostólico de la archiciócesis, y de decenas de obispos.

La asistencia en el interior del templo estaba limitada por imposiciones sanitarias, pero fuera cientos de venezolanos asistieron a la misa,  y todas las campanas del país repicaron cuando monseñor Giordano proclamó beato al médico “experto en la ciencia y excelente en la fe, que reconociendo en los enfermos el rostro sufriente del Señor, como el buen samaritano, los socorrió con caridad evangélica curando sus heridas del cuerpo y del espíritu”.

Una reliquia del nuevo beato hizo su procesión de entrada en manos de Yaxury Solórzano, una niña que en 2017 recibió un impacto de bala en la cabeza durante el asalto de unos delincuentes a su padre. Su curación milagrosa, certificada por los médicos como inexplicable, fue obtenida por intercesión del doctor José Gregorio.

"Un gran sueño"

Su beatificación ha sido "un gran sueño de todo el pueblo de Venezuela”, incluso de quienes no pudieron estar presentes porque se vieron obligados "a salir de su patria por circunstancias dolorosas", reconoció el nuncio en su homilía, pues al doctor Hernández se le atribuyen miles de milagros y favores: “Parece providencial celebrar la beatificación de un médico en medio de una pandemia que afecta a toda la humanidad. Oremos por los millones de víctimas y todos los enfermos a causa del virus”, añadió.

El prelado afirmó que “Venezuela es y será siempre tierra de gracia, aunque las circunstancias puedan sugerir lo contrario”, y que "el nuevo beato es capaz de unir a sus compatriotas por encima de las diferencias sociales, políticas y económicas, e incluso de las ideológicas o religiosas".

Y recordó "su fe, su constante búsqueda por hacer la voluntad de Dios, su poner en práctica los mandamientos, su ser discípulo de Jesucristo, su vida de oración, su amor por la Eucaristía. La fe le permitió al doctor José Gregorio entrar en una nueva dimensión, comprender su vida y la historia con los ojos de Dios, ver que la existencia humana no termina en el sufrimiento, en el dolor y la muerte, sino en la eternidad, en el paraíso”.

“Que el nuevo beato conceda a nuestro amado país el milagro de la reconciliación, de la unidad nacional, de la fraternidad”, concluyó.

Persistencia en el amor a Dios y la caridad

José Gregorio Hernández nació en Trujillo y era hijo de un colombiano y una española. Hablaba francés, alemán, inglés, italiano, portugués y conocía bien el latín. Era también músico y filósofo. Formó toda una escuela de discípulos investigadores en medicina, varios de los cuales fueron pioneros en sus campos.

Publicó varios ensayos científicos y fue uno de los fundadores de la Academia Nacional de Medicina de Venezuela, pero fracasó en un empeño: hacerse religioso, algo que intentó tres veces.

En 1908 intentó ser monje cartujo en La Farneta (Lucca, Italia). Probó durante 10 meses, pero el trabajo en el huerto y la artesanía se le daba mal y su cuerpo respondía mal al clima europeo. Salió de la cartuja llorando. En 1909 intentó ser sacerdote diocesano, pero se sentía inquieto y salió. Y en 1913 trató de entrar como seminarista en en el Colegio Pío Latinoamericano de Roma: su mala salud lo sacó del seminario, lo que no deja de ser paradójico en quien ayudaría a tantos enfermos.

Momento en el que es descubierto el cuadro de José Gregorio Hernández al ser proclamado beato.

De vuelta a Venezuela, volvió a trabajar como médico y docente. Era franciscano seglar: oraba, hacía penitencia, sacrificios y vivía con austeridad y pobreza. Cobraba poco a todos por sus servicios, tanto a ricos como a pobres. A éstos últimos les daba alimentos y a menudo también las medicinas que les prescribía.

Dedicaba dos horas diarias a servir a los pobres. Un día, mientras cruzaba la calle para comprar medicinas para una anciana muy pobre, fue atropellado y llevado a un hospital donde un sacerdote pudo impartirle la unción de los enfermos antes de morir el 29 de junio de 1919.

El pueblo, ya en vida, le consideraba un varón de Dios, y a su muerte con 55 años, tras ser atropellado en la calle por un vehículo, fue venerado enseguida como santo y grandes multitudes acudieron a su velatorio.