En el telegrama de condolencias dirigido al cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio Cardenalicio, Francisco recordó "el generoso servicio a la Iglesia" del cardenal Darío Castrillón Hoyos, fallecido el jueves en Roma a la edad de los 88 años.

El periodista español José María Ballester Esquivias (colaborador, entre otros medios, de Alfa y Omega y de ReL) tuvo ocasión de interrogar ampliamente al cardenal Castrillón sobre ese servicio durante unas extensas e intensas conversaciones que mantuvieron en la Ciudad Eterna entre enero y julio de 2010. Es, pues, un buen conocedor de la figura del purpurado colombiano y a él hemos acudido para valorarla.


José María Ballester mantuvo una cordial relación con el cardenal Castrillón tras las largas conversaciones que grabó sobre su vida de servicio a la Iglesia.


-Se veía ante todo, como un sacerdote, fiel al compromiso que adquirió, el día en que fue ordenado sacerdote, de predicar la Palabra de Dios en cualquier momento. Las veces que le pregunté sobre asuntos religiosos que no tenían que ver con el objeto de nuestras entrevistas me contestaba con el mismo interés que hubiera puesto un párroco de a pie. Le podía haber llamado en mitad de la noche para dirimir una duda de conciencia, que me hubiera atendido.
 

-En relación con sus años al servicio de la Iglesia, se mostraba orgulloso, pero sin presumir. Nunca percibí amargura por no haber sido titular de diócesis más señeras, como Bogotá o Medellín, pero sí es verdad que le hubiera gustado jugar un papel algo más relevante en la resolución del conflicto colombiano. Su encuentro con Pablo Escobar fue espectacular, pero sin resultados concretos.
 

-Ya en Roma, su gran labor al frente de la Congregación para el Clero (entre otras cosas, inició la digitalización con webs accesibles a todos los sacerdotes del mundo) se vio empañada por las polémicas en las que se vio involucrado en los últimos años: desgraciadamente el torbellino mediático se impuso a una enfoque más justo sobre la personalidad y trayectoria de Castrillón.


El cardenal Castrillón recibió el capelo púrpura en 1998.


-El cardenal era una persona reservada que medía mucho sus palabras y que, al principio, también grababa nuestras conversaciones, lo cual, se supone, es competencia exclusiva del entrevistador. Con el paso del tiempo, sin embargo, fuimos construyendo una buena relación.
 

-¡Un día me atreví a preguntarle por las razones de la excepcional belleza de las mujeres colombianas! Pensé que me había "extralimitado" en la confianza. Pero no: en un primer momento sonrió y me contestó tranquilamente. En su opinión, la belleza de las colombianas se debía a la sabia mezcla histórico-genética de las influencias española, caribeña y también oriental.
 

-Era ambas cosas, siempre supo adaptarse a las circunstancias. No sería yo fiel a la verdad si dijera que no le gustó su traslado a Roma o que no se sentía a gusto en la Curia. Lo asumía como parte de su servicio a la Iglesia al tiempo que lo disfrutaba. Sin embargo, estoy seguro de que hubiera tenido la misma actitud si hubiera terminado su carrera eclesial como rector de un seminario desierto o como párroco en la selva.
 

-Nunca dudó en dar su opinión: en las elecciones de 1974, pidió a los católicos que votaran en contra del candidato divorciado y le hicieron caso; en 1994, censuró públicamente al liberal Ernesto Samper, pero éste ganó. Tuvo relación directa con varios presidentes, Álvaro Uribe entre ellos. Con todo, el episodio por el que más se le recordará es por su rocambolesco encuentro con Pablo Escobar, al que acudió vestido de paisano por razones de seguridad. Cuando el asesino narcotraficante le preguntó que a quién representaba, Castrillón le contestó: "Represento a quien te va a juzgar", es decir, a Dios. El diálogo, la verdad sea dicha, no sirvió de mucho, políticamente hablando. 
 

-De pasividad no creo que se le pudiera acusar: estaba firmemente en contra de cualquier abuso. Lo hablé con él y puedo asegurar que no cabe la menor duda al respecto. En cambio, como miembro de la "vieja escuela eclesial", era partidario de resolver los problemas "en casa" y de no transmitirlos a la Justicia. No supo entender los signos de los tiempos en este caso (al contrario que Benedicto XVI) y cometió un error garrafal en su carta al obispo francés Pierre Pican. Pero, insisto: su integridad moral está fuera de toda duda. 
 

-Empezó esta misión con mucho entusiasmo: no olvidemos la vuelta de varias comunidades tradicionalistas al redil de la Iglesia, ni la misa tridentina, señal fuerte donde las hubiera, que celebró en la Pontificia Basílica de Santa María la Mayor en 2003. Sin embargo, le pudieron las prisas (su misión terminaba en 2009) y erró al querer cerrar con la Hermandad de San Pío X un acuerdo canónico antes del doctrinal, que incluía el levantamiento de las excomuniones a los obispos ordenados ilegalmente por Lefebvre, incluido al negacionista Williamson. Cuando estalló el escándalo de este último, el cocktail mediático era demasiado explosivo. Se llevó por delante, mediáticamente, a Castrillón, que estuvo una temporada larga sin ver a Benedicto XVI.


El cardenal Castrillón, en la basílica de Santa María la Mayor el 24 de mayo de 2003. Faltaban aún cuatro años para el motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI, y el gesto del entonces prefecto de la Congregación para el Clero tuvo un gran valor para la legitimación de los grupos acogidos a Ecclesia Dei.
 

-Este cargo fue uno de los más importantes desempeñados por Castrillón a lo largo de su dilatada trayectoria eclesial. Era un cargo delicado en una época que también lo era, y mucho. Castrillón salió airoso del envite: siguió fielmente las directrices de un Vaticano hostil doctrinal y políticamente a la Teología de la Liberación, pero sin querer jugar un papel estrictamente disciplinario, de "poli malo", si se quiere.
 

-Por la sencilla razón de conocía muy bien la realidad política, social y económica de Latinoamérica, por lo que sabía perfectamente que la Teología de la Liberación no había surgido por casualidad, o por mero esnobismo intelectual, sino por intentar dar una respuesta a una situación de pobreza extrema, que Castrillón no ignoraba porque la vivió de cerca en los cuarenta años que pasó sirviendo a la Iglesia en Colombia, los últimos veinte como obispo [de Pereira y de Bucaramanga]. El difunto cardenal no era flojo ni "progresista" en materia doctrinal, antes al contrario, pero tampoco vivía en una burbuja.
 

-La Teología de la Liberación es más compleja de lo que parece y en su seno hay varios matices: no son lo mismo tipos agresivos como el ex franciscano Leonardo Boff -hoy fuera de la Iglesia-, Fray Betto, o incluso los hermanos Ernesto y Fernando Cardenal en Nicaragua, que Gustavo Gutiérrez, inspirador de la Teología de la Liberación, amigo personal del cardenal Gerhard Ludwig Müller, prefecto emérito de la Congregación para la Doctrina de la Fe, con el que escribió el libro Al lado de los pobres.
 

-La presidencia del Celam le llevó a tratar con gente de lo más variopinto, incluso fuera del ámbito eclesial, como el dictador Fidel Castro, o el escritor Gabriel García Márquez, ambos en las antípodas de lo que Castrillón representaba.


Con García Márquez, en Roma, en 1999. Foto: El Espectador.


-No estaba previsto, pero estuvieron hablando una noche entera. Servidumbres de la diplomacia, pues el cardenal no sentía ninguna simpatía hacia el tirano. También recuerdo mi último encuentro en Roma con él, justo al día siguiente de la elección del Papa Francisco, con el que ha mantenido una relación cordial durante las últimas cuatro décadas: me confesó que el nuevo Papa era un gran amigo del cardenal Jaime Ortega, hoy arzobispo emérito de La Habana, y poco propenso a enfrentarse con el régimen comunista ni a congraciarse con los disidentes, incluso los cristianos.
 

-Una de las primeras cosas que me enseñó, sin yo pedirlo, fue un árbol genealógico que certificaba su ascendencia asturiana, de la que estaba muy orgulloso. Vino varias veces a España, donde contaba con muchos amigos en ámbitos eclesiales e intelectuales. Asimismo, era abiertamente partidario de la beatificación de Isabel la Católica, causa que defendió en Roma frente a la hostilidad de un poderoso sector encabezado por el entonces arzobispo de París, el cardenal Jean-Marie Lustiger.